Una de las novedades de los últimos dos meses fue el aumento del precio de la soja. Un dato clave de la historia argentina contemporánea.
En los años ´90 el precio de la tonelada de soja estuvo por debajo de los 300 dólares. Y a finales de esa misma década y principios de siglo, coincidiendo con nuestra depresión y posterior colapso económico, cayó por debajo de los 200. Los años de Menem y De la Rúa fueron malos para el campo argentino.
Pero luego, como sabemos, el precio del «yuyito» pegó un giro ascendente de magnitud a mediados de los 2000, hasta superar los 600 dólares en 2008. Eso último se transformó en una puja distributiva fiscal, protagonizada por el gobierno cristinista y las organizaciones de productores, que recordamos por la resolución 125 y la posterior «crisis del campo». Que fue una de las madres de la grieta contemporánea.
Tras ese pico la soja cayó bastante en los años 2009 y 2010, y no casualmente el kirchnerismo parecía derrotado a los ojos de enemigos y analistas varios, unos cuantos peronistas le daban la espalda y el denarvaísmo se postulaba para la sucesión. Hasta que el yuyito vuelve a subir entre los años 2011 y 2013, acompañando favorablemente la cómoda reelección de CFK con el 54% de los votos.
Desde entonces la soja se estabilizó en precios bastante más bajos que los del lustro dorado, sin el cual es difícil imaginar la trayectoria del kirchnerismo. En estos últimos seis años de estancamiento económico la tonelada osciló en una franja por debajo de los 400 dólares, en especial en los últimos dos, que estuvo en una media cercana a los 350. Con el agravante de que nuestro sector público creció y necesita más ingresos.
Hoy, mientras redactamos esta nota, la soja cerró a 430, el precio más alto en seis años. Convergentemente, también subió el precio del cobre, que llegó a su mejor nivel en tres años y es seguido muy de cerca en Chile. Alberto Fernández y Sebastián Piñera deben estar contentos. Con entusiasmo moderado, claro, porque el panorama financiero y sanitario no es nada bueno y tal vez un aumento de 10% no cambie demasiado las cosas. Pero no dejan de ser cotizaciones que deciden destinos sociales y políticos, sobre todo si el alza es sostenida.
Sabemos que Piñera hizo varias consultas con especialistas en futuros de minería para estimar qué iba a suceder con el precio del metal antes de confirmar su candidatura presidencial. Y parece que terminó haciéndolo con incomodidad, porque todo lo que le dijeron era incierto. En Argentina sucedió algo parecido, porque las élites dirigentes se convencieron de que esos superprecios kirchneristas nunca volverían. Así de influyentes son los precios de la soja y el cobre en el cono sur. El vacío de ideas y propuestas de la dubitante Argentina contemporánea se lo podríamos adjudicar a la falta de horizontes en materia de ingreso de dólares vía exportaciones.
No sabemos aún si estas subas son tendencia, o si solo forman parte de un subibaja de corto plazo. Pero hay razones para creer algo de lo primero. Un poco, al menos. La pandemia y el parate global consecuente derivaron en caídas de producción de agroalimentos y minerales en diferentes lugares de Asia, y desde hace varios meses se preveía que el fin de la coronacrisis venía con recuperación de precios y cantidades demandas. Aunque nadie sueña con la tonelada a 600 dólares -ahí sí se confirmaría la hipótesis del Dios argentino y peronista-, la franja por encima de los 400 tiene verosimilitud.
Animémonos a imaginar un valor intermedio entre los precios de la recesión y los de la euforia por un buen rato. ¿Sería una vuelta atrás a los años de la “década ganada”, repitiendo un modelo de devaluación competitiva y superávit comercial? No es tan sencillo. Entre aquella realidad y la actual pasaron varias cosas.
Destacamos dos. En primer lugar, que los productores rurales ganaron poder e influencia política en todos los países. En los tres grandes sojeros, que son Brasil, Argentina y Paraguay, los ruralistas ingresaron a la política. En Paraguay, fortalecieron su presencia en el Partido Colorado y el presidente Mario Abdo los considera un aliado estratégico. En Brasil aumentaron su bancada legislativa y son un núcleo duro de la diversa y heterogénea coalición bolsonarista. Y en Argentina son un grupo activo de Juntos por el Cambio, frente electoral al aportaron una importante dotación de dirigentes y votos. Pese a que muchos productores esperaban más del gobierno de Macri.
El otro cambio proviene del gran comprador, que es China. El gigante sale fortalecido de la pandemia, disparando por ello un sinfín de teorías conspirativas. Es el país que se recupera más rápido y mejor, y por esa razón empieza la tercera década del siglo representando una porción cada vez más grande de la torta del PBI mundial. Y a los países que exportamos los recursos naturales nos promete más volumen a mejores precios. Con otras condiciones, naturalmente. La China de 2020, a diferencia de la de 2005, está interesada en globalizar su moneda, el yuan. Razón por la cual nos ofrecerá, en algún momento, comprarnos soja en yuanes. Yuanes que podremos luego utilizar para comprar cosas de China, o pagarle deudas denominadas en dólares. Un cambio enorme en los términos de nuestra economía. Hoy, las posibles consecuencias de una yuanización argentina son intelectualmente inasimilables para nuestros economistas, acostumbrados por generaciones a pensar en verde. Es una idea que hay que masticar de a poco, y dosificarla.
Ambos fenómenos tienen algo en común: los protagonistas de la política del “yuyito”, los que producen y los que consumen, aprendieron a hacer pesar mejor sus intereses a lo largo de estos años. Y tienen herramientas para jugar. Al gobierno argentino le costará un poco más “regular” una posible primavera verde. Así y todo, sería una gran oportunidad.
Julio Burdman