La periodista científica Nora Bär, dio cuenta en un artículo publicado en LA NACION que recientemente un guardacostas de la Prefectura capturó al pesquero español «Playa Pesmar Uno», un «arrastrero» que había lanzado sus redes dentro de la zona económica exclusiva argentina, en inmediaciones de Comodoro Rivadavia.
El incidente sería anecdótico, si no fuera porque cada vez son más los barcos que pescan justo en el límite del Mar Argentino en el Atlántico sur. Según Milko Schvartzman, especialista en conservación marina y coordinador de la ONG «Oceanosanos», en 2001 rondaban los 150, pero en los últimos años llegaron a avistarse hasta 600.
Otro estudio publicado en la revista Science Advances, realizado por investigadores de la National Geographic Society, la Universidad de California en Santa Bárbara, Global Fishing Watch, el proyecto Sea Around Us (El mar que nos rodea), la Universidad de la Columbia Británica y la Universidad de Australia Occidental, estima por primera vez el enorme daño ambiental y económico que produce esta práctica, y analiza cuáles son los engranajes que la promueven. Según sus autores, la pesca «a distancia» es enormemente destructiva y solo resulta rentable por los subsidios de un puñado de estados.
Los centros de mayor actividad pesquera se encuentran cerca de la Argentina, Perú y Japón y están dominados por flotas pesqueras chinas, taiwanesas y surcoreanas que se dedican a la pesca del calamar. La forma de pesca que practican destruye la biodiversidad marina y afecta a las economías nacionales.
«Aunque una parte de la pesca de altura es rentable, la del calamar y la de arrastre de profundidad no tendrían sentido sin los subsidios. Los gobiernos invierten enormes cantidades del dinero de los contribuyentes en una industria destructiva», destaca Salas, fundador y director del proyecto Pristine Seas (Mares prístinos).
Según esta ONG la pesca de arrastre es como cortar un bosque al ras, con redes enormes, de borde inferior lastrado, que van barriendo el fondo y lo rompen estructuralmente, matando a centenares de especies sin interés pesquero o dejándolas sin hábitat. En términos ambientales es muy destructiva y en términos económicos, no tiene sentido. Se invierten más de 4000 millones de dólares anuales para subsidiar una actividad que, librada a las fuerzas de la economía, no sería rentable. Nadie está pagando por el pescado, un recurso a la baja y con casi todas las especies de valor pesquero en mínimos históricos o al borde de la desaparición comercial, lo que realmente vale.
El caso argentino es particular, porque es nuestro propio país quien subsidia a la «flota roja» (por el color de los cascos) alturera española, evitándole los costos de pescar a distancia. En el proceso, la roja destruye a la «flota amarilla» local, a cargo e empresas familiares y con barcos de poca potencia y escasa bodega, que es la que genera casi todo el empleo argentino en el sector. Con la enorme cantidad de barcos que logran licenciar aquí, dominan las aguas patagónicas y acorralan a nuestra propia flota roja -la única con capacidad de agregación de valor a la pesca- en las de la provincia de Buenos Aires.
Según un palmario informe del Instituto Nacional de Investigaciones y Desarrollos Pesqueros (INIDEP) de 2017, España ha perfeccionado desde los ’90 el negocio de instalar sus pesqueras en nuestra costa patagónica como si fuera firmas argentinas. Esto les permite conseguir combustible, mecánica y servicios a corta distancia, y les da una sombrilla legal para exportar (con o sin pasar por la Aduana) el producto a España sin valor agregado local, y revenderlo luego a precios muy superiores en la Unión Europea.
La flota española aquí no deja infracción por hacer. Pero a diferencia de los barcos chinos, coreanos o taiwaneses que operan en la milla 201, no paga consecuencias. Los chinos se encogen de hombros cuando les capturamos un barco (es chatarra precariamente flotante) y lo abandonan en los puertos patagónicos argentinos, creándoles todo tipo de problemas logísticos. Ocupan muelles en los que terminan hundiéndose solos a espera de alguna resolución judicial. Luego hay que arriesgar vidas de buzos tácticos de Prefectura para desguazarlos y sacarlos.
Para la flota española todo es distinto. Desde puertos argentinos, sobrepesca en forma sistemática, incurre masivamente en «by catch», o «pesca incidental»: en el caso de las especies «top», llega a descartar en el mar entre 10 y 20 kg. de pescado muerto por kg. de langostino (mucho más caro). Típicament eso ocurre cuando una nave tenía una bodega llena de merluza ya congelándose, pero de pronto el sonar detectó langostino…
La flota alturera española no opera anclada pacientemente durante el día en la milla 201 y entrando 40 o 50 millas de noche a robar dentro de la Zona Económica Exclusiva (ZEE) argentina, la práctica habitual de los barcos ilegales de Extremo Oriente. Hace eso desde la costa, las 24 horas, y con el beneplácito protector de las provincias y la nación. Así destruyó el stock de merluza negra en el balcón de la plataforma continental austral, depleta constantemente el inventario de merluza común (Hubbsi) a fuerza de pescar ilegalmente juveniles que no llegaron a edad reproductiva, hace traspasos de cargas de barco a barco sin pasar por puerto, y a veces tiene «clonados» varios barcos factoría, o «congeladores», los más destructivos, con la licencia de uno solo. También invade áreas de cría vedadas a la pesca.
Tras liquidar el Mediterráneo, en los ’70 los pesqueros españoles literalmente vaciaron el Mar de Namibia, y en los ’80 y ’90 hicieron lo mismo con el Mar Rojo, forzando a los pescadores artesanales locales de Somalía a cambiar de profesión: se hicieron piratas. El Mar Rojo no debe haberse recuperado o el secuestro de tanqueros da mucha plata, porque algunos somalíes siguen en ese métier que parecía desaparecido en el siglo XIX.
Operando «a lo chino» desde la milla 201, la flota alturera española en 1995 casi causa un enfrentamiento armado entre Canadá y España, pese a que ambos estados son aliados asociados a la OTAN. Tras décadas de «laissez faire» canadiense, la flota ibérica ya había exterminado el arenque, el plan A comercial, y ahora iba por el plan B, el «halibut» o hipogloso, hasta entonces sin valor de mercado, pero a falta de pan…
El resultado fue que en la costa de Terranova habían quedado sin empleo más de 40.000 trabajadores pesqueros. Aldeas-puerto centenarias y vibrantes quedaron reducidas a pueblos fantasma.
Canadá reaccionó cambiando brutalmente de política pesquera en 1993, sancionando otras leyes, y discutiéndole cupos de pesca a la entonces Comunidad Europea, que no les aceptó ninguna propuesta. Finalmente, en un acto mitad de desesperación y mitad propagandistico, el 9 de marzo de 1995 y en violación de las leyes internacionales, la Canada Coast Guard salió a cazar pesqueros españoles más allá de la milla 200, en aguas legalmente internacionales.
Según usos y costumbres, los capitanes españoles no se rinden sin pelea. Antes de traerse a remolque al pesquero «Estai», con puerto en Vigo, Galicia, el guardacostas CCGS «Cape Rogers» lo tuvo que perseguir varias horas. Pasó de todo: cuando el barco español se desprendió de sus redes para trabarle las hélices al guardacostas, la unidad canadiense zigzagueó para evadir la red, se le puso a la par respondió con varias ráfagas disparadas con su ametralladora calibre .50 por sobre la proa del Estai. Eso convenció al capitán español de que los buenos tiempos de «pasen y sírvanse» se habían terminado. Detuvo las máquinas y aceptó a bordo el piquete de abordaje canadiense.
Otros buques hispánicos acudieron en solidaridad, también según usos y costumbres de la industria, y se lanzaron a embestir al Rogers (suelen ser naves de mayor desplazamiento y masa que una patrullera). Pero apareció entonces un segundo guardacostas, el Sir Wilfred Grenfell, que los tranquilizó con sus cañones de agua… mientras les apuntaba con los de artillería, con las bocas descubiertas. El Estai terminó en el puerto canadiense de San Juan de Terranova, abucheado por la población local, con sus 26 tripulantes presos y el barco quedó bajo la pintoresca custodia de la Policía Montada. Obviamente, se le decomisó la carga.
La empresa propietaria puso el grito en el cielo, pidió U$ 800.000 de indemnizaciones y el gobierno español (Felipe González, a la sazón) mandó de inmediato unidades de combate a los bajíos de Terranova a defender sus pesqueros. El nuevo ministro de pesca canadiense, Brian Tobin y el premier Jean Chrétien aprestaron en orden de batalla a su propia Armada, con orden de abrir fuego de cañón ante cualquier acción española de interferencia. Más aún, los cazasbombarderos F-18 Hornet despegaron con misiles antibuque e hicieron pasadas transónicas rasantes sobre las patrulleras y pesqueros españoles. Esto suele ser bastante malo para los vidrios de las timoneras, por muy blindados que sean. Chrétien llamó telefónicamente a al canciller español, Javier Solanas, un «línea dura», y le advirtió escuetamente que iba en serio. Si tenían que tirar, tiraban.
Cuando las patrullera y pesqueros ibéricos recibieron orden desde Madrid de volver a puerto (español, en este caso), Canadá quedó ante el mundo en una posición rarísima: por una parte, había cerrado la puerta del establo demasiado después de que se fue el caballo, según el aforismo inglés. Por otra, había roto leyes internacionales y actuado militarmente fuera de su ZEE, en aguas internacionales, y de yapa contra un país de la OTAN. El asunto es que puesta a ese juego, Ottawa lo jugó tan a conciencia y sin dudar que en lugar de pagarle 800.000 dólares canadienses a la propietaria del Estai, ésta tuvo que pagarle a la justicia canadiense 300.000 euros para recobrar su nave y liberar a sus tripulantes. Lo decisivo fue que Canadá ganó. Madrid llevó el asunto a la Corte de la Haya, sin resultados. Pescar «en la 201» sobre los bajíos frente Terranova a fecha hoy sigue siendo un deporte de riesgo y con pocos adherentes.
Ningún episodio del siglo pasado puso tan en blanco sobre negro que el mar es cualquier cosa menos un recurso biológicamente infinito. Y que existiendo un alineamiento del estado, los poderes legislativo y judicial y las fuerzas de seguridad y navales, para una democracia soberana ribereña hay mejores opciones que seguir el destino de Namibia o Somalía.
La Argentina es un planeta distinto: ni Somalía ni Canadá. Es rarísimo que a una empresa española le capturen un barco o que un juez les decomise las redes o líneas. A veces acumulan deudas con proveedores de mecánica, comida o servicios o con su propio personal, y si son intimadas a pagar (sucede rara vez), amenazan con mudarse al puerto vecino, con otro nombre. En Puerto Deseado, Santa Cruz, y en al menos dos ocasiones, los trabajadores de las plantas fileteadoras les prendieron fuego. En 1992, el intendente local admitió ante Clarín que el PBI pesquero oficial de esa localidad era de U$ 160 millones/año, pero que el real lo duplicaba.
Estas firmas han gozado históricamente de un régimen de protección digno de embajadas, y eso a lo largo de todo tipo de gobiernos nacionales y provinciales. Usan nuestra bandera y son empresas formalmente argentinas, pero suelen tener un futuro mucho mejor. Según se desprende del informe del INIDEP de 2017, el «core business» de España es la reventa del Mar Argentino, que, desde Chubut hacia el Sur, domina como propio.
Los 600 barcos estacionados de día en la milla 201 hacen un daño terrible, sin duda. Pero los subsidian países asiáticos, no la Argentina. La madre del problema está de la milla 200 para adentro.