Ayer, miércoles 14 de abril, fue el día en el que el gobierno nacional tuvo que aceptar que la «segunda ola» de la pandemia había llegado a la Argentina, que los contagios y las muertes crecían, y que era necesario tratar de imponer otra vez, como un año atrás, aunque esta vez sería necesariamente por un plazo más corto, restricciones a la circulación, cese de actividades no esenciales y cierre de las escuelas.
Aún sabiendo, por lógica y por experiencia, que estas restricciones no podrán ser completas, porque hay actividades que no pueden detenerse (distribución de alimentos, de combustibles,…), que una parte de la sociedad no las va a acatar, y que perjudicarán en forma grave a muchos sectores y dañarán una recuperación de la economía en curso pero irregular e incompleta.
Pero ayer a la mañana la ministra de Salud, Carla Vizzotti, había dado un informe descarnado sobre la gravedad de la situación. Y a la tarde se conocieron las cifras del día: 25.157 nuevos casos de covid y 368 muertes.
El presidente Alberto Fernández decidió pagar el costo político ante una parte numerosa de la población, cansada y harta de una pandemia que ya lleva 13 meses entre nosotros. Pero también, recuperando ante muchos otros -no menos cansados y hartos, cómo no- la autoridad que da el tomar decisiones duras que se consideran necesarias.
Así, ayer el presidente Fernández anunció por cadena nacional que, desde las 0 horas de este viernes 16, en el Área Metropolitana de Buenos Aires (AMBA), “la circulación nocturna será restringida de 20 a 6″. “Restringir la nocturnidad no quiere decir que en el día se puede hacer cualquier cosa”, agregó.
También “quedan suspendidas todas las actividades recreativas, sociales, culturales, deportivas y religiosas que se hagan en lugares cerrados”. Las actividades comerciales deberán desarrollarse entre las 9 y las 19. Todos los negocios deben cerrar a esa hora, pero las empresas gastronómicas pueden seguir funcionando, bajo la modalidad de entrega a domicilio («delivery»).