En nuestra opinión, Alejandro Galliano, construye en esta nota dos «hombres de paja». Es decir, atribuye a quienes dan prioridad al crecimiento y desarrollo de la economía argentina, y también a quienes quieren sobre todo proteger el ambiente y la biodiversidad, planteos exagerados y objetivos irreales.
El suyo sería un enfoque cuestionable… si no fuese que esas exageraciones y fantasías -de ambos lados- hoy forman parte del debate en los medios, y en las redes sociales. Vale la pena entonces leerlo para recordarnos que no «es por acá».
Prometemos tratar de seguir apostando en AgendAR a los caminos razonables para desarrollarnos y proteger el ambiente.
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En medio de uno de sus habituales derrumbes económicos, Argentina está discutiendo su modelo de desarrollo. Un salto de madurez respecto al colapso anterior en 2001, cuando optamos por culpar en bloque al neoliberalismo, simular el retorno a un pasado dorado y apostarle todas las fichas a un solo commodity. Hoy el debate congrega a técnicos, militantes y funcionarios vestidos de civil en torno a dos posiciones que podemos resumir provisoriamente como desarrollismo y ambientalismo (por razones de espacio, omito categorías como “falopa”, “ecocida”, etc).
El primer mérito del debate es haber fomentado una transversalidad impensable en otros rubros: peronistas, radicales, liberales y progresistas unidos por el desarrollo y contra el ambientalismo. También hubo intervenciones interesantes. Roy Hora, historiador agrario que leí con deleite en mis años de estudiante, en un arco argumental sorprendente ofreció como modelo sustentable para Tierra del Fuego el saneamiento del Riachuelo que une al sudoeste de Buenos Aires con el Río de la Plata («Las salmoneras no serían nuestro problema ambiental más grave»).
¿Queda algo por decir entre tantos textos y voces? En primer lugar, es difícil tomar partido entre las dos posturas tal como se presentan. En segundo lugar, lo que hago es básicamente una historia de las ideas: rastreo los orígenes y la lógica interna de un conjunto de conceptos e imágenes, y después veo cómo interactúan con la realidad, aquello que está afuera del pensamiento. Veamos si eso sirve para algo en esta discusión.
Antes, y como no aspiro a ser un árbitro olímpico ni busco el justo medio, empiezo por explicitar mi postura. Creo que Argentina necesita crecer y que distribuir lo acumulado no alcanza. Creo que el mercado es inevitable. Creo que la política y la tecnología son las herramientas que nos permiten solucionar, incluso superar, al capitalismo. A esta altura, el aceleracionismo es un meme. Pero uno poderoso, que me ayuda a pensar más allá de sus límites y de los míos, como para otros puede serlo una frase de Perón o una de Obama.
El desarrollismo como nuevo mercantilismo
Los argumentos desarrollistas tienen dos velocidades o, para darle un toque criollo, dos trancos. El argumento de tranco corto dice que Argentina no crece hace años y necesita exportar e ingresar dólares ya mismo. Una verdad irrebatible. Solo que ese cortoplacismo poco tiene que ver con la voluntad de construir un modelo económico, no por nada, llamado desarrollismo. No se trata sólo de explotar todo lo explotable sino de darle una dirección, establecer prioridades, montar un sistema sostenible. La desesperación no parece buena consejera para nada de eso.
Aquí es donde llega el desarrollismo de tranco largo, que nos habla de la necesidad de agregar valor, de los eslabonamientos hacia adelante, de Noruega y Corea del Sur. Modelos atractivos, alguno de ellos también extractivista, y con un desempeño indiscutiblemente exitoso en el último medio siglo (aunque, me temo que algunos desarrollistas deben seguir soñando con Mosconi y Alejandro Bunge, si no con algún Plan Quinquenal).
En el peor de los casos, este desarrollismo de tranco largo parece apenas un traje digno para el desarrollismo de tranco corto. En el mejor, es un idealismo. Al igual que el realismo político, el realismo económico combate a los idealistas de lo blanco idealizando lo gris. El idealismo desarrollista combina una concepción mercantilista del mundo con una concepción colonial del país. Como los mercantilistas del siglo XVII, asumen que la riqueza mundial, esta vez medida no en oro y plata sino en litio y agua dulce, es escasa y hay que pelearla a codazos. El daño que no hagamos lo van a hacer otros. No suena tan errado: quizás en el Antropoceno, Colbert triunfe sobre Adam Smith.
Pero esa noción de escasez global se revierte al volver la vista al país, que los desarrollistas entienden como un mero territorio a colonizar, con recursos infinitos que se pueden explotar sin remordimiento ni consecuencias. Un nuevo El Dorado, lleno de chanchos y shale gas. Vuelve el reflejo de Australia y Canadá con el que tanto nos comparamos en el pasado pero con su peor rostro: enclaves que dispusieron de los recursos de un enorme hinterland. En Hispanoamérica las cosas no salieron igual. Por fuera de los enclaves blancos había “repúblicas de indios”. Que hoy votan.
Quizás estoy siendo injusto y exagerado. Los desarrollistas con rostro humano subrayan una y otra vez la necesidad de regular la explotación de recursos naturales para resguardar el bien público y el entorno natural. Eso nos lleva a otra discusión.
El nuevo ambientalismo contra el crecimiento económico
Decir ambientalismo es tan impreciso como decir socialismo, feminismo o cristianismo. Bajo una sola etiqueta caben cientos de debates. Pero tampoco podemos detenernos en el narcisismo de sus pequeñas diferencias. Propongo entonces tomar dos grandes tradiciones. Una sería la «sustentabilidad«, presentada en 1987 por Gro Harlem Brundtland en su informe “Nuestro Futuro Común” para la Comisión Mundial del Medio Ambiente y Desarrollo de la ONU. Se trataba de conciliar al desarrollo económico con la justicia social y la preservación del medio ambiente. Fue el ecologismo oficial de los años ‘90, perfectamente compatible con la democracia liberal, la globalización y los discursos de Clinton, Bono y alguna Miss Universo. Es también el horizonte de garantías del desarrollismo: no teman a esta salmonera ni a esta minera, podemos regularlos.
Si a la sustentabilidad la condenó su tibieza ecuménica y el consiguiente inmovilismo político, al optimismo regulacionista argentino lo condena su pasado. Solo con ver lo que costó aprobar una sencilla ley de etiquetado, o lo que aún cuesta ejecutar el fallo Mendoza de saneamiento del Riachuelo (para pesar de tantos fueguinos), es difícil ilusionarse con lo que pueda hacer el anémico Estado Argentino ante una multinacional minera o un enclave porcino en el medio de la pampa.
La otra tradición ambientalista es más radical y antigua. Nació en los ’70 con los debates alrededor del Informe Meadows y los límites del crecimiento. En ese intercambio, André Gorz y Nicholas Georgescu-Roegen llegaron por vías diferentes al mismo concepto: decrecer, consumir y producir menos como única forma de supervivencia humana ante un agotamiento de los recursos proyectado para 2030.
Durante la hegemonía neoliberal de los ’80 y ’90, el decrecionismo, que postula la prescindencia del crecimiento económico, sobrevivió en las catacumbas y resurgió con el antiglobalismo del nuevo siglo. La crisis climática y el descrédito político de la sustentabilidad transformaron a las premisas decrecionistas en el fundamento tácito de buena parte del ambientalismo actual: el crecimiento económico tal como lo mide el PBI es insostenible, injusto e incontrolable. Bajar el metabolismo social, vivir con menos, sería la solución.
Branko Milanovic hizo las cuentas: si ponemos como tope del nivel de vida mundial el ingreso global promedio (5.500 dólares anuales), aún deberíamos permitir que el 73% del mundo incrementara sus ingresos. Imposible de lograr sin crecimiento económico. ¿Debemos vivir aún con menos? Por no hablar del efecto político que tendría intentar operar un ajuste para hacer decrecer al consumo global. Si el desarrollismo sobreestima la capacidad reguladora del Estado argentino, el decrecionismo lo hace con la plasticidad de la sociedad ante las metas políticas de una minoría.
El decrecionismo es insostenible e injusto. No es raro entonces que tanto el “manifiesto de los 170 académicos holandeses” como el venerable Bruno Latour saludaran al parate económico de la pandemia como una oportunidad para decrecer. Ya que no por la razón, el decrecimiento debía aplicarse por la fuerza. Décadas de aislamiento político y radicalización llevaron al decrecionismo a esta cerrazón utópica rayana en la misantropía.
¿Qué hacer? No sé.
Hace poco, en medio de un seminario, un participante con vocación por la filosofía analítica (quiero nombrarlo: Juan Iosa), destripó meticulosamente mi crítica al decrecionismo y me demostró en la cara que soy decrecionista sin asumirlo, que repudio sus medios pero comparto su diagnóstico. No esperen entonces conclusiones rotundas de esta nota: soy un aceleracionista en deconstrucción. Pero tratemos de hacer algo con eso.
¿Cuál es el problema de los medios decrecionistas? Que son mecánicos: se trata de trabar con un palo los engranajes de la máquina social para que deje de quemar carbón. Pero el mundo no es solo un motor, también es una computadora. Hay redes recursivas de intereses y relaciones. Apagar el turismo por el Covid bajó la huella de carbono pero fomentó la tala ilegal. Ya es demasiado tarde para esperar que la Naturaleza se recomponga sola.
La solución no es mecánica, es cibernética. Buscar la retroalimentación entre esas redes y estas políticas. Incorporar a la posnormalidad: ante una situación ambiental de incertidumbre total, no confiar solo en este paper o en aquella consultora, sino extender la revisión por pares a toda la comunidad. No vamos a encontrar una voluntad popular: los sanjuaninos quieren minería, mal que les pese a los ambientalistas; y los fueguinos no quieren salmoneras, mal que les pese a los desarrollistas. Sería óptimo extender esta asamblea a las cosas, hacer hablar de alguna manera a las personas no humanas que también son parte de estas decisiones. En definitiva, la Naturaleza no existe: todos los objetos somos híbridos. Y tenemos que vivir juntos.
La recursividad nos evitará caer en el representativismo. La palabra del pueblo no tiene punto final sino que retroalimenta nuevos proyectos y nuevos debates: presentarles a los fueguinos su futuro sin ensambladoras; y a los sanjuaninos, su futuro sin agua. Y ver qué pasa. De ese feedback no emergerá un modelo cerrado sino el tanteo hacia una práctica de desarrollo acorde con la época que nos tocó, así como el modelo agroexportador emergió de la pérdida del Alto Perú y la revolución industrial inglesa; y en Argentina, la sustitución de importaciones, surgieron de la política de masas y la crisis del modelo agroexportador. No será maravilloso pero tampoco debe ser el desastre que nos prometen tanto el ambientalismo decrecionista como el desarrollismo mercantilista.