Una respuesta posible al desafío del hidrógeno «verde»

Toyota Mirai

La posibilidad del uso del hidrógeno como vector energético despertó interés en el gobierno nacional, entusiasmo en el de la provincia de Río Negro y una hostilidad furiosa en intelectuales como Mempo Giardinelli.

Daniel Arias sigue el tema desde hace décadas: cree que aún no se han resuelto problemas técnicos básicos y que el manejo político de la cuestión en Argentina es pésimo. Y eso pese a esta noticia que acaba de llegar desde desde Australia.

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Investigadores australianos han encontrado una novedosa forma de separar, almacenar y transportar cantidades de gas de forma segura. Ésta podría ser la pieza faltante del rompecabezas del hidrógeno «verde».

El hidrógeno renovable tiene una gran importancia en los planes australianos de emisiones netas cero, sobre todo en los sectores de la industria y el transporte pesado, que son difíciles de descarbonizar. Pero almacenar y transportar grandes cantidades de gases para su aplicación práctica sigue siendo un gran reto.
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Un equipo del Institute for Frontier Materials (IFM) de la Universidad de Deakin, en Melbourne, afirma haber encontrado una nueva forma mecanoquímica de separar y almacenar gases, que es segura, utiliza una fracción mínima de energía en comparación con los métodos tradicionales y no genera residuos.
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El equipo afirma que el avance, detallado en la revista  Materials Today, se aleja tanto de la sabiduría aceptada sobre la separación y el almacenamiento de gases que ha tenido que repetirse entre 20 y 30 veces antes de ser aceptado.
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«El avance es la culminación de tres décadas de trabajo»

«Nos sorprendió mucho ver que esto sucedía, pero cada vez que obteníamos el mismo resultado, fue un momento eureka», dijo el investigador principal, el Dr. Srikanth Mateti.

«No hay residuos, el proceso no requiere productos químicos agresivos y no genera subproductos. …Esto significa que se podría almacenar hidrógeno en cualquier lugar y utilizarlo siempre que se necesite».

El avance es la culminación de tres décadas de trabajo dirigido por el profesor de Alfred Deakin Ying (Ian) Chen, titular de la cátedra de nanotecnología del IFM, y su equipo.

La clave: nitruro de boro

El ingrediente principal de este avance es el polvo de nitruro de boro, que tiene una gran capacidad para absorber sustancias, siendo pequeño pero con una gran superficie. Además, está clasificado como un «producto químico de nivel 0», algo perfectamente seguro para tener en casa.

Los investigadores introdujeron el polvo de nitruro de boro en un molino de bolas -un tipo de trituradora que contiene pequeñas bolas de acero inoxidable en una cámara- junto con los gases que hay que separar.

Cuando la cámara gira a una velocidad cada vez mayor, las bolas chocan con el polvo y la pared de la cámara desencadena una reacción mecanoquímica que hace que el gas sea absorbido por el polvo.

Un tipo de gas se absorbe más rápidamente, separándolo de los demás, y permitiendo que se retire fácilmente del molino. El proceso puede repetirse en varias etapas para separar los gases uno por uno.

Una forma más barata de almacenar hidrógeno

En total, el proceso consume 76,8 KJ/s para almacenar y separar 1.000 litros de gases, lo que significa que consume al menos un 90% menos que el actual proceso de separación de gases utilizado habitualmente en la industria petrolera.

Y lo que es más importante, una vez que el gas es absorbido por el polvo, puede transportarse con seguridad y facilidad. Cuando se necesita el gas, basta con calentar el polvo en el vacío para liberar el gas sin cambios.

«La forma actual de almacenar el hidrógeno es en un tanque de alta presión, o enfriando el gas hasta convertirlo en líquido. Ambas cosas requieren grandes cantidades de energía, así como procesos y productos químicos peligrosos», afirma el profesor Chen.

«Demostramos que hay una alternativa mecanoquímica, que utiliza la molienda de bolas para almacenar el gas en el nanomaterial a temperatura ambiente. No requiere altas presiones ni bajas temperaturas, por lo que ofrecería una forma mucho más barata y segura de desarrollar cosas como los vehículos impulsados por hidrógeno«.

El siguiente paso

El siguiente paso para el equipo del IFM es conseguir el apoyo de la industria y ampliar el proceso hasta convertirlo en un piloto completo. Se ha presentado una solicitud de patente provisional para el proceso.

«Tenemos que seguir validando este método con la industria para desarrollar una aplicación práctica», dijo el profesor Chen.

«Para pasar del laboratorio a una escala industrial mayor tenemos que verificar que este proceso ahorra costes, es más eficiente y más rápido que los métodos tradicionales de separación y almacenamiento de gas».

Comentarios de AgendAR:

 

En 2021 en EEUU se vendieron unos 3300 autos a hidrógeno, y 100 veces más autos full-electric. No parece un éxito.

El curioso avance en nanomateriales de Alfred Deakin Ying (Ian) Chen, titular de la cátedra de nanotecnología del Institute for Frontier Materials de la Universidad de Melbourne podría resolver algunos problemas de base del llamado «hidrógeno verde». La persistencia emperrada de esos problemas lo hacen más una consigna aspiracional para bienpensantes que una realidad tecnológica o comercial.

La idea de los australianos es una forma muy disruptiva de almacenamiento del hidrógeno gaseoso (H2) en un material barato e inocuo (nitruro de boro), puro pensamiento lateral: no se le había ocurrido a nadie. El sistema carece de los costos energéticos desaforados de la compresión o la licuefacción. Pero sobre todo, parece exenta de destruir por hidruración los materiales de los contenedores y ductos.

Varias preguntas inevitables, no contestadas al menos en el artículo de los australianos.

1) ¿Cuál es la densidad energética del polvo de nitruro que adsorbió H2? Si es muy baja, puede resolver el problema de almacenamiento local, en el sitio de producción del H2, pero nada más. Igual, ya sería mucho respecto del actual estado de cosas.

2) ¿Cómo se lo transporta? ¿Ese polvo puede moverse por ductos o necesita de acarreo por barcos, trenes y camiones? Si esto es factible depende muchísimo de la respuesta anterior, es decir de la densidad energética del polvo que adsorbió el H2.

3) ¿Cuál es el costo del H2 liberado en el punto de uso? Si la energía suministrada en forma de calor para que el polvo de nitruro «exhale» el H2 absorbido es muy alta, ahí hay otro techo más tanto para el uso local como para el transporte a distancia.

No es el primer intento de almacenar H2 por adsorción en compuestos salinos. En la década de los ’80, el ing. nuclear Juan Carlos Bolcich, del Centro Atómico Bariloche de la CNEA, exploró bastante a fondo la vía más sencilla: ya que el H2 se infiltra en la matriz cristalina de casi todos los metales -y los  hace puré- ¿se pueden usar esos hidruros indeseables como forma de almacenamiento de aplicaciones móviles?

Uno de los méritos de Bolcich como investigador era la ambición: trataba de resolver la pregunta más con algún prototipo de almacenador subido a un automóvil o camioneta reconvertidos a H2 que con modelos matemáticos.

Asunto nada fácil, por lo demás, con los presupuestos de la CNEA de los años ’80 y la cultura de entonces del CAB, mucho más centrada en la física nuclear teórica y práctica que en las ingenierías no nucleares.

A la larga, como investigador jubilado pero siempre activo y siempre «fierrero», Bolcich parece haberse ido decantando por el almacenamiento más convencional: el de la presurización. Con este recurso el H2 puede volverse un combustible equivalente al GNC, o Gas Natural Comprimido en impulso específico (en kilometraje real por metro cúbico almacenado, por decirlo en criollo fácil). En Pico Truncado, Santa Cruz, tuvo apoyo de la municipalidad para usar la electricidad del parque eólico local, fabricar hidrógeno verde por hidrólisis del agua, presurizarlo y mover un Renault 21, con una autonomía de 70 km.

Como elogio tardío para Bolcich, ésta ha sido la solución en la que fueron decantando inevitablemente los grandes fabricantes de automóviles en las últimas tres décadas. Sólo que para obtener la misma autonomía del mismo tanque de H2 que de uno de GNC hay que presurizar el gas a 700 atmósferas, no a «apenas» 200 atmósferas como con el GNC. Y además hay que sustituir el motor a explosión interna por una unidad química que produzca electricidad, en lugar de calor.

Esto tiene sus ventajas. Una pila o celda combustible es mucho más eficiente que un motor de combustión interna. Y mucho: el tope teórico de conversión de calor a movimiento para un motor de combustión interna apenas sobrepasa el 30%. El de un diésel hibridado con un motor eléctrico, como el de las propulsiones de submarinos y locomotoras, puede acercarse al 50%. Pero el de una celda combustible es del 75%.

Sin embargo, así como es más eficiente, la celda resulta también bastante más problemática: en el caso de las más livianas e instalables en automóviles, las llamadas PEM, sus membranas electroquímicas de teflón exigen una pureza del H2 muy difícil de alcanzar. La más mínima contaminación del H2 con monóxido o dióxido de carbono las inutiliza rápidamente.

Otro compatriota nuestro, el Dr. Miguel Laborde, de la Facultad de Ingeniería de la UBA y del CONICET, logró el doble milagro de obtener financiación de Navantia, entonces un astillero de submarinos español, para transportar H2 en un precursor químico sumamente banal y manejable, el etanol o alcohol vegetal. Lo hizo con una pequeña planta de unidades secuenciales de reforming y catalizadores desarrollados ad-hoc. El segundo milagro de Laborde fue lograr que España le pagara una transferencia de tecnología a la Argentina: en la cultura del postmenemismo, eso era el mundo al revés.

Navantia, que pugnaba por independizarse de la tutela tecnológica francesa en materia de ingeniería, pagó debidamente el desarrollo en 2003. Fueron U$ 300.000, que hoy equivaldrían a U$ 489.000. Laborde, a través de la Fundación Innova-T, del CONICET, invirtió todo el dinero en reequipar el laboratorio de su facultad y mejorar los sueldos de sus miembros.

Eso transformó a Laborde, entre 2003 y 2004, en una estrella de rock de la tecnología criolla, y además en un referente tecnológico, académico y ciudadano. Además, le aseguró el modesto apoyo del CONICET para tratar de desarrollar celdas combustibles capaces de accionar cosas eléctricas, desde pequeñas herramientas a pequeños automóviles.

En aquellos años, aquel desarrollo de Laborde me pareció «el sueño del pibe»: llegar manejando un auto eléctrico a la estación de servicio, llenar en un par de minutos un tanque chico (40 litros) de alcohol de origen vegetal, hecho de rastrojos de cosecha, surgido de la fotosíntesis, en lugar de hidrocarburos fósiles, y transformarlo en H2 a bordo del auto, a demanda de la celda combustible.

La perspectiva para el país parecía excelente: producimos incontables toneladas de rastrojos fácilmente transformables en alcohol, sin incurrir en el crimen conceptual de los demás biocombustibles: usar alimentos humanos para mover máquinas. En la visión de Laborde, la logística de distribución y comercialización de etanol se montaba sobre la existente para naftas y gasoil: camiones exclusivos idénticos a los cisterna, y un surtidor dedicado en cada estación. Y este usuario se imaginaba completando el tanque y saliendo a manejar no menos de 1000 km sin recarga, pensando que por el caño de escape sólo sale vapor de agua. Y que el desarrollador de aquello fuera argentino, wow.

Pero ni Navantia ni el CONICET pudieron contra el problema de las celdas combustibles de aquellos años: no soportaban absolutamente nada de contaminación con un subproducto inevitable del reforming, que es el «gas de síntesis». Es una mezcla de monóxido y dióxido de carbono, amén de vapor agua, punto de partida de casi toda la petroquímica de síntesis, pero en materia de movilidad, un clavo enorme adentro de un zapato chico.

Esperablemente, la industria automotriz argentina jamás puso un mango en ayudar al equipo de Laborde a mejorar su desarrollo. Como que de argentina no tiene nada desde que cerraron IME y Industrias Sal-Lari. Es decir, desde hace mucho tiempo.

Pasaron dos décadas y la ciencia de materiales avanzó lo suyo. Las pilas llamadas SOFC dan más esperanzas: consumen el H2 de peor calidad sin problemas, e incluso -si uno quiere incurrir en el carbono fósil- se alimentan de metano o de gas de síntesis. Queman lo que se les tire. Pero son unidades pesadísimas hechas de cerámicas especiales (700 kg. para arriba), y sólo trabajan a muy altas temperaturas (600 grados y más). Un barco, un camión o un tren son su destino perfecto. Pero no así el gran y peor contaminante sistémico de la atmósfera: el autito familiar.

Hay otro tema para juzgar la importancia potencial de este desarrollo australiano, el polvo de nitruro de boro como almacenador de H2. Hasta ahora, los recubrimientos con materiales protectores limitan la degradación de los tanques de H2 comprimido, pero no la detienen. Al ser la molécula más pequeña de todas las existentes en la naturaleza, la de H2 infiltra fácilmente toda barrera interceptora. Luego reacciona químicamente para formar un hidruro, especie química disruptiva y debilitante de la estructura del metal.

Y obviamente, la ruptura explosiva de uno de estos tanques con un gas comprimido a 700 atmósferas pueden transformar al conductor desprevenido en un piloto aeronáutico involuntario. Los autos como el de la ilustración, el Toyota Mirai, requerirían de licenciamientos más exigentes que los exigidos por las aseguradoras a los fabricantes de autos llamados «argentinos», y también de certificaciones periódicas más exigentes que la VTV porteña.

Pero el obstáculo real al despliegue del auto a H2 es la logística. ¿Cómo se hace llegar este gas, si se logra un producto adecuadamente puro, a las más o menos 5000 estaciones de servicio de combustibles líquidos y gaseosos del país? El freno del despliegue y luego la destrucción de la red del sistema ferroviario condenó a la Argentina a ser un país donde se gastan cantidades enormes de gasoil para mover gasoil en camiones. Y además, también naftas. Eso, en un país gigante, de 2,74 millones de km2.

¿Cuál sería la economía resultante de gastar H2 en mover H2? Si uno mide las caravanas de autos particulares que se forman cada verano en las rutas patagónicas y las del NOA a la zaga de los lentos camiones cisternas, y trata de sacar la cuenta del gasto extra de combustible de tanto coche forzado a moverse a 50 km/h en rutas donde se debería circular a 110 o 120 para maximizar el kilometraje, la respuesta es: ninguna.

Pero el fondo de la cuestión es otro.

Los combustibles fósiles, ya vueltos oficialmente una amenaza existencial para la humanidad por eventos climáticos extremos, siguen siendo muy difíciles de sustituir por su alta densidad energética y la facilidad de uso. Caben muchas kilocalorías de energía química en muy poco volumen, y todo a presión y temperatura ambientes.

Es cierto que un kilogramo de H2 puro tiene más de 200 veces más impulso específico (kilometraje potencial, OK) que un kilogramo de gasoil. Pero este kilogramo de gasoil cabe en una latita sin pretensiones de 1,2 litros, a presión y temperatura ambientes. En cambio un kilo de H2 gaseoso comprimido, eso es otro cantar.

Y lo último es en realidad lo primero: el pecado original. El 95% del H2 empleado en el mundo tiene origen en el «reforming» del gas natural, o metano, y el residuo gaseoso de su fabricación es C02. Pero además, la misma obtención del metano es un problema montado sobre otro problema: los pozos pierden sin remedio, porque es imposible sellarlos totalmente. Y el metano atrapa 86 veces más infrarrojo en la atmósfera que el C02.

Lo que significa que como vía para la mitigación del calentamiento global, el auto a H2 que te venden fabricantes muy distinguidos, ponele esos bellos Honda Clarity, Toyota Mirai o la SUV Hyundai Tucson y el cross-over Hyiundai Nexo, son un camelo para ecologistas nabos, y preferiblemente californianos y bien forrados.

Preferentemente californianos porque el «Golden State» de los EEUU es el único sitio del planeta donde hay estaciones de recarga de H2 en suficiente número como para poder viajar entre ciudades, en lugar de ir y volver del supermercado, o dar vueltas a la manzana.

Y usuarios forrados, porque ninguna de estas bellezas sale menos de U$ 65.000, y «topea» en los U$ 100.000 por unidad. Pero por muy forrado que esté un nabo, sigue siendo un nabo si cree que con un auto a H2 salido del gas natural está salvando al planeta.

Nabos sobran, pero las estaciones de recarga de H2 no. Y la dificultad de desplegarlas en red ya le hizo tirar la toalla a más de un fabricante. En 2013, Toyota, Ford, Daimler y Nissan formaron una UTE para desarrollar autos a hidrógeno, y técnicamente tuvieron éxito y hasta le vendieron la tecnología a BMW.

Pero el éxito comercial es otra cosa, debido a la logística. En 2020, y no por la pandemia, de aquella UTE ya se habían borrado todos. Por algo, la última vez que en AgendAR hicimos inventario, allá por 2020, había 176 autos «full electric» (es decir, con enormes baterías de litio) por cada auto a hidrógeno.

¿Y qué es un auto a hidrógeno? Es un auto eléctrico fácil de recargar (cinco minutos a lo sumo), pero imposible de recargar. Porque no hay adónde corno hacerlo.

Los susodichos fabricantes se borraron porque el problema de despliegue logístico sigue siendo intratable. Resolver los desconciertos del almacenamiento de H2 a bordo, o los de la escasa tolerancia a las impurezas de una celda combustible, vaya y pase, ¿pero además los de tapizar las ciudades y carreteras de estaciones que vendan H2?

Es una factura demasiado salada incluso para los gobiernos de los países más ricos. Alemania y Japón la pagan gustosos, pero los únicos autos a hidrógeno que se ven por esos lares pertenecen a flotas oficiales, más el ocasional ecologista con mucha plata y sin ganas de preguntarse de adónde sale el H2 que carga su auto.

¡Alto ahí!, me dice Ud. ¿Y el hidrógeno verde? Para los legos: es el obtenido por electrólisis del agua, cosa que requiere de agua químicamente purísima, de un electrolizador más o menos eficiente, y de una barbaridad de energía eléctrica libre de carbono, a saber: eólica, fotovoltaica y nuclear. «Barbaridad» significa de 50 a 55 kW/h para fabricar 1 kg. de H2 adecuadamente puro y más verde que Greta Thunberg en un día de furia. Pongo a la nuclear, aunque Greta se ofenda, como para incluir algún recurso despachable, es decir que no sea intermitente y/o impredecible.

Bueno, más allá de tener un color tan popular como el verde y haberse constituido en un eficaz mito popular australiano, rionegrino y nacional, el H2 verde sigue siendo H2, molécula jodidísima de fabricar, almacenar, comprimir, licuar y usar en aplicaciones móviles. Otros problemas, no tiene, aunque alcanzan. Por ahora, la tabla de Mendeleiev puede más que las buenas intenciones.

Políticamente, sin embargo, es re-cool hablar del H2 verde como si existiera en plan de realidad industrial. En el caso de Río Negro, ha servido para que el gobierno provincial le cediera 625.000 hectáreas de tierras fiscales a la minera y metalúrgica australiana Fortescue. Francamente, yo habría preferido darle ese regalo a la CNEA, donde se formó Bolcich, y específicamente a su Instituto Sabato de Ciencia de Materiales. O a la FIUBA y el CONICET, donde dio batalla Laborde, y llegó tan lejos como las mayores automotrices. Esas instituciones al menos son de aquí y han dedicado su vida al hidrógeno. ¿Fortescue? Es una metalúrgica y minera. Y australiana. Enorme, eso sí.

Darle 625.000 hectáreas de Meseta de Somuncurá a Fortescue a cambio de promesas me parece un experimento político arriesgado, demasiado parecido al de los gobiernos conservadores nacional y de Santa Fe con la maderera inglesa La Forestal SA. Era una empresa que no tardó en comprarse policía, leyes y tribunales propios, y a la que le faltaba bandera e himno para ser un estado dentro del estado. Y de la que me eximo de mayores comentarios.

Es historia casi reciente, y de la muy mala. Hasta ha sido llevada al cine por Ricardo Wulicher en 1974, y el atreverse a narrarla determinó que el cineasta se tuviera que exiliar de apuro. Esa historia ningún gobernador debería ignorarla.

Al menos, La Forestal fabricaba tanino para la industria mundial del cuero, es decir algo existente. El H2 verde por ahora carece de mercados, aunque hay mucha gente tratando de inventarlos tirándole torrentes de plata a los problemas básicos, método que no siempre asegura éxitos.

Por ahora el H2 verde es otro santo grial del tema energético, como el de la fusión nuclear, de la que hace 60 años que se dice que es la fuente de electricidad del futuro, y siempre lo será.

El problema del recalentamiento global, y sus detrimentos hacia la agricultura, la ganadería y la pesca, son parte del megombo alimentario mundial. Éste es multicausal, pero ha logrado que se revirtiera la tendencia a la disminución del hambre que el mundo vio entre la posguerra y el año 2014. Hoy a la noche habrá 800 millones de personas que se acostarán sin haber comido.

Es el 10% de la humanidad. El 90% que todavía come tiene la mesa tendida sobre un volcán a punto de reventar. Por lo cual, conseguir una fuente portátil de energía eléctrica libre de carbono fósil no es joda. Es urgente. Pero las soluciones voluntaristas, que parten pagar por adelantado e ignorar las dificultades tecnológicas, sí son joda. Hasta que demuestren lo contrario.

En este contexto, que llegue de Australia la noticia de que el H2 (del color que sea) puede almacenarse en una sal metálica con base de nitrógeno pone el actual delirio de masas finas (es decir, de masitas) algo más en dirección a la realidad. Cuántos metros o kilómetros, eso habrá de verse.

Y espero que se vea pronto. Porque como furgón de cola de este trencito de la esperanza, ya estamos pagando el boleto en hectáreas y cesiones.

Daniel E. Arias

VIAWprld Energy Trade