Hace algo más de un mes, el gobierno de Nueva Zelanda aprobó una idea peculiar para luchar contra el cambio climático: un impuesto a los eructos de las vacas. Parece que esa fue la gota que derramó el vaso de Valeria Guzmán Hamann, que escribe para Dairy News, un medio dirigido a la industrai láctea, y que, sospechamos, disfruta de una buena polémica:
«Como vienen las cosas, si lo permitimos, tomar leche y comer carne va a ser en el futuro un privilegio de algunos pocos. Los fundamentalistas de la agroecología, los talibanes del cambio climático y los que insisten, basados en cualquier invento, que la carne y la leche no son saludables, son un triángulo de amor bizarro que sólo puede terminar muy mal.
A pesar del antecedente en Sri Lanka, y de las manifestaciones de los agricultores en Europa, la agenda 2030 avanza ciega, sobre todo dónde ya se instaló cómoda, que es en la cabeza de la gente que no repara mucho en pensar de dónde salen los alimentos que los sostienen vivos.
Estamos todos muy preocupados por las emisiones de carbono, sobre todo las del ganado porque de las del combustible fósil yo no he escuchado ni Mu.
El “impuesto a los eructos” en Nueva Zelanda ya tiene precio, a pesar que está probado y comprobado que no es el metano emitido por el ganado el que calienta el planeta, y sí lo es el combustible fósil, que no pertenece a ningún ciclo y se apila en la atmósfera por mil años. En un cálculo donde se asume que una explotación lechera de 330 hectáreas emitiría 2.600 kg de metano por hectárea por año, se le puso el precio de 0,067 euros por kg. Esta emisión de 780.000 kg le costaría a la granja más de 52.000 euros en gravámenes.
La producción láctea total caería un 1,4% y la producción de carne un 0,1% y si la configuración del sistema para los cálculos de los gravámenes no considera adecuadamente los riesgos para la rentabilidad de los agricultores y la competitividad internacional, podría tener impactos significativos en la viabilidad de la agricultura neozelandesa.
Mientras que Alemania autoriza la reactivación de 16 centrales de carbón, el derecho de producir alimentos fundamentales para la correcta nutrición, desarrollo cognitivo y mantenimiento de la salud, como lo son la leche y la carne, es constantemente atacado por disparatadas políticas ambientales, impuestos confiscatorios y una licencia social cada vez más reducida, causada por toneladas de desinformación malintencionada.
La industria por su lado se pega un tiro en los pies, jugándole truquitos de percepción a sus consumidores o alterando la pureza de sus productos, sin poner en riesgo la salud de nadie, pero deteriorando más la credibilidad de su sector y ayudando a reforzar el discurso del enemigo.
En la degradación de la ciencia, la denostación del saber, el culto a la ignorancia y la falsa moral de proteger vaya uno a saber qué, aparece el que sale a decir que el agricultor no es nadie especial, y que un hombre que va a hombrear bolsas a un puerto, o desempeña su tarea sentado en un escritorio 12 horas, o atraviesa una ciudad entera para llegar a su lugar de trabajo tiene el mismo valor. Y acá no se trata de quien tiene más valor, se trata de que a ese laburante nadie le cuestiona nada, y está perfecto que así sea.
Sin embargo, el agricultor es blanco permanente de políticas ambientales ridículas que no se contrastan con la verdad e impuestos que le impiden en todo caso invertir en mejorar la performance de su producción, de reglas que cambian como el viento en un negocio que sí o sí necesita una planificación a largo plazo, sobre todo como lo es en lechería. No es gratis, por supuesto es su negocio, pero el agricultor alimenta al mundo, literalmente. Por favor, respeto.
Fue noticia esta semana que hay una controversia gestándose en los departamentos de antropología, donde los profesores han pedido a los investigadores que dejen de identificar restos humanos antiguos por género biológico porque no pueden medir cómo se identificó una persona en ese momento. La ideologización de la ciencia nos empuja hacia el absurdo con una patada en la nuca, en vez de ser rotundamente rechazada. La biología está supeditada a la ideología. El delirio es total.
Aldous Huxley escribió en 1932 “Brave New World”, obra en la que describe una sociedad distópica que funciona como una dictadura sin que los ciudadanos lo adviertan. Todos están condicionados genéticamente y disfrutan sin trabas de sexo y drogas, sin percibir su falta de libertad. ¿Un visionario?
La guerra también es eso, degradar la humanidad, idiotizarla con derechos que rayan con la barbarie, y negarnos lo más importante: el derecho a alimentarnos adecuadamente, la libertad de elegir, de expresar nuestro potencial, desarrollar nuestras capacidades y defender nuestra integridad. O nos levantamos o nos extinguen. Los villanos existen y no son ampulosos y estrafalarios, son verdaderos monstruos vestidos de bondad y filantropía.
La sociedad distópica, tal como la describiera Huxley aplaude maravillada los “avances de la humanidad”, que no hace más que moverse en franco retroceso sobre toda su evolución. Se rinde culto a la ignorancia y la suposición. La ciencia ha perdido su valor. Es frustrante, pero elijo la esperanza. No la esperanza pasiva de soñar con un futuro que nos traiga un neo iluminismo, sino una esperanza activa que consiste en tomar acción para poner freno a la barbarie.
Hace algunos años creía que esa degradación era propia de mi país, que ya no tenía nada que hacer en él y quise emigrar. En la búsqueda de un nuevo destino, miré hacia afuera y pude ver que esa involución cultural no era local, sino que es una tendencia global, y entendí que no era yéndome de donde estaba que hallaría la quimera de vivir en un “lugar normal” donde primara la razón.
Alguien me dijo que estaba bien irme si así lo quería, pero que si elegía quedarme debía hacer algo para cambiar lo que me expulsaba. Ni él ni yo lo supimos en ese momento, pero me dio un propósito. En palabras de la Madre Teresa de Calcuta “Yo sola no puedo cambiar el mundo, pero puedo tirar una piedra en el agua y generar muchas ondulaciones”.
Ese agua resultó ser leche, y mi piedra esta columna desde la que puedo cada viernes dejar una ondulación de verdad en el universo, para que quien quiera aprender pueda saber por qué consumir lácteos hace bien, y cómo el producirlos es una noble tarea que está llena de amor y de trabajo, que cuidando la naturaleza y atendiendo al bienestar animal, nos provee del alimento más perfecto jamás creado.
Vos ¿ya tomaste tu vaso de leche hoy? ¿Qué estás esperando?»