Nota de AgendAR: Nos hemos permitido añadir información complementaria a esta muy buena nota de Federico Kukso, especialmente en lo que se refiere al paso fundacional de INVAP y de la CONAE en los ’70 y los ’90. Cosas que uno sabe por haber estado ahí, y además -desgraciadamente- por ser mucho más viejo.
Va con las disculpas del caso de Daniel E. Arias.
ooooo
«Bariloche tiene de todo, hasta una fábrica de satélites. Y es una de las dos mayores de Sudamérica. La más avanzada, seguro.
Basta recorrer 10 minutos en automóvil desde el aeropuerto, con un fondo de picos montañosos nevados, para llegar a las puertas de INVAP, una sociedad del estado que hoy tiene 1400 empleados, en su mayoría científicos e ingenieros, casi sin administrativos. Existe desde hace 46 años y tras mucho trabajos y altibajos, y no sin haber estado varias veces al borde de la quiebra, desde 2000 es el mayor exportador mundial de pequeños reactores nucleares. Pero vamos a los satélites.
Es difícil vivir de estas reactores de investigación o de irradiación: raramente hay más de una licitación por década en todo el mundo. De modo que desde 1994 y para no tener que cerrar, INVAP se diversificó en instalaciones de radioisótopos, sistemas de gammaterapia y salas de irradiación de tumores, radares y drones, y volvió el arquitecto principal y también la fábrica de los satélites de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE) por un lado, que necesita aparatos de observación de la Tierra. Pero desde 2006, INVAP es también la diseñadora/constructora de los satélites geoestacionarios de telecomunicaciones de la empresa ARSAT.
Los reactores nucleares que vendió INVAP en Perú, Argelia, Egipto, Australia, Arabia Saudita y Holanda, amén del RA-6 de Bariloche y el enorme RA-10 que hoy se construye en Ezeiza, provincia de Buenos Aires, son grandes edificios dentro de edificios. El ojo inexperto no los entiende mucho desde afuera: hay que caminarlos por dentro. Con los radioquirófanos sucede otro tanto.
Un poco por eso, lo más fácil de entender visualmente de la producción de INVAP son los radares, y para volver al tema, los satélites: sus maquetas a escala adornan, como trofeos, los pasillos, cada cual con su historia de luchas presupuestarias para abrirse paso desde el diseño a la construcción, de ahí al testeo, y desde éste al lanzamiento.
Casi siempre fue un camino difícil: los gobiernos que determinan los pagos se dividen en aquellos que creen que la Argentina se puede manejar sin información y sistemas de comunicación espaciales, algo ya imposible en los ’70, y los que creen que sí los necesita, pero que ambas cosas se compran baratas en el exterior. No es así en absoluto, y menos con el 8vo pais del planeta por superficie, y uno particularmente dependiente de sus recursos primarios, y especialmente afectado por desastres naturales y por otros no tan naturales, que necesitan de información predictiva, o al menos de seguimiento urgente y en tiempo real.
“Cuando comenzamos no nos imaginábamos que hoy íbamos a estar haciendo satélites”, reconoce a SINC el físico Vicente Campenni, gerente general de INVAP, “pero acá seguimos; somos la única empresa argentina calificada por la NASA para llevar a cabo proyectos espaciales”.
En estrecha colaboración con CONAE y un creciente ecosistema de start-ups y universidades, ya llevan diseñados, construidos y puestos en órbita ocho satélites. Y en estos momentos, están en plena gestación de otros tres.
La familia satelital argentina
Como toda compañía científico-tecnológica, INVAP tiene su mitología creacional. La considerable planta actual a orillas del Nahuel Huapi es muy reciente, de 2010. Antes la empresa estaba repartida en una decena de edificios barilochenses más bien anónimos.
INVAP empezó como un proyecto del entonces joven Dr. Franco Conrado Varotto, un ingeniero nuclear de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), que trató de desarrollar una sociedad del estado inspirada en el funcionamiento ágil de las firmas tecnológicas privadas que iban emergiendo en el Silicon Valley californiano, en EE UU.
La CNEA la bancaba con pedidos de desarrollo especiales, cosas tecnológicamente difíciles que había que sacar de una galera local, porque no te las vende nadie: uno de ellos fue el de la metalurgia del zirconio, metal cuyo manejo logró que la Argentina, cursando ya los 90, pudiera fabricar totalmente los elementos combustibles de sus centrales nucleares. La otra, más reservada, fue el desarrollo de una planta experimental de enriquecimiento de uranio en Pilcaniyeu, en una quebrada entonces desolada en la estepa rionegrina.
Esta unidad debía poner a salvo al país de boicots en el suministro de uranio enriquecido de sus reactores nucleares. Y es que cuando la CNEA exportó 2 reactores a Perú, en 1978, EEUU -que defiende comercialmente «su patio trasero», como le gusta llamar al resto de las Américas- dejó a nuestro país sin provisión de este combustible. Se salió del paso muy a los ponchazos, los reactores peruanos se pudieron construir, rediseñados, los nuestros seguir operando, los enfermos cardíacos y oncológicos del Cono Sur siguieron recibiendo radioisótopos fabricados en el reactor RA-3 de Ezeiza… Pero blanco sobre negro, desde que existe Pilcaniyeu tenemos uranio enriquecido al menos al 20% asegurado con cualquier oferente mundial (son apenas 5). Nos venden el que querramos, con tal de que no ampliemos Pilcaniyeu, que es deliberadamente de baja capacidad y sin utilidad militar alguna.
En suma, las dos misiones principales y fundacionales de INVAP se cumplieron de sobra antes de su primer década de vida. Pero llegó 1984, cuando el presupuesto de la generadora de pedidos, la CNEA bajó a la mitad y quedó congelado ahí, y en pesos. Fue el comienzo del primer «apagón nuclear» argentino. INVAP, que ya había colaborado fuerte con la CNEA en Perú, tuvo que salir a exportar para sobrevivir.
Y le fue bien: ganó sucesivas licitaciones por reactores en Argelia y Egipto, cada una de las cuales aseguró 5 o 6 años de sobrevida pagando gastos. Sin embargo, sin poder acumular ganancias y reinvirtiéndolas íntegramente en actualizar su tecnología, vivía peligrosamente. Su personal, de una formación exquisita, cobraba siempre poco, y a veces, tarde o en cuotas, o en bonos.
Pero en 1993 el gobierno bloqueó varios proyectos de exportación, entre otros la constitución de una asociación con la TAEK, la Comisión Atómica de Turquía, para fabricar y vender ya no reactores de investigacion o irradiación, sino pequeñas y entonces bastante revolucionarias centrales modulares compactas de potencia, un mercado infinitamente mayor. Es el famoso reactor CAREM, que hoy está construyendo la CNEA junto a las Atuchas I y II, proyecto entonces derivado a INVAP. Privada de esa alianza, donde Argentina debía poner el know-how y los turcos su enorme y antigua red de clientes en Medio Oriente y Asia, la situación de INVAP, entonces con 1000 empleados, se volvió crítica y hubo que despedir a casi 700.
Varotto, jefe indiscutido del período creacional de INVAP, buscó otros rumbos y fue nombrado como director de una agencia espacial civil nueva, la CONAE, que había heredado el rol de la vieja CNIE, de la Fuerza Aérea, cerrada por el gobierno. Fue en parte para salvar su propia obra, INVAP, y en parte para que la CONAE no se transformara en una compradora boba de tecnología externa, que Varotto decidió que aquella empresa que había fundado en Bariloche fuera arquitecto principal de la construcción de los satélites de la nueva agencia espacial.
Los últimos pagos por la construcción del reactor en Egipto y los primeros satélites pedidos por Varotto dieron la plata justa para no cerrar, y llegar con la empresa viva, pero siempre bailando en el Titanic, al año 2000. Fue un momento histórico: INVAP volvió a derrotar en licitación a las empresas nucleares de EEUU, Francia, Canadá, Rusia, Japón y Corea y ganó la provisión de un reactor a Australia.
Eso fue algo que sorprendió no sólo al gobierno argentino de turno -en general, hasta 2006, ninguno tuvo mayor idea de qué era INVAP, adónde quedaba o que hacía. Sorprendió sobre todo al gobierno australiano, cuya comisión de adjudicación estaba subdividida en grupos de expertos dedicados a puntuar los sistemas funcionales de los reactores ofertados. Estas subcomisiones de expertos nucleares no tenían conexión entre sí, para que la elección del ganador fuera absolutamente transparente, asunto capital en una Australia entonces ideológicamente muy antinuclear. Al ir acumulando puntos de ventaja en cada comisión, finalmente la oferta de INVAP quedó muy al frente de las demás, y los australianos, bastante preocupados porque ignoraban si la Argentina (¿recuerda el lector el año 2001?), seguiria existiendo como país, y podría cumplir con el pedido.
La firma ya le había ganado muchas licitaciones en las narices a esos mismos contendientes, siempre por calidad de oferta y nunca por precio o financiación, y sin que los medios o la política argentinos se dieran por enterados. Pero esos ambientes son cholulos y Australia es un mundo más «high tech» que Egipto, al menos por ahora. Sin embargo, la dirigencia política argentina, país que finalmente logró no desaparecer, descubrió a INVAP en 2006, cuando el reactor OPAL de Sydney se inauguró con bombos y platillos, y todo aquel que quiere ser alguien quiso estar «para la foto». Todavía hoy el OPAL sigue siendo el mejor reactor multipropósito del mundo: con apenas 20 MW de potencia térmica logra abastecer casi el 40% de la demanda de radioisótopos médicos del planeta.
En el negocio espacial, INVAP empezó con un tropezón por causas ajenas. Su primer satélite fue el el SAC-B, de 191 kg, y le dio a la firma barilochense un debut con sabor a fracaso. La NASA, asociada a esta plataforma con el lanzamiento, lo atrasó casi dos años a pedido de la firma Orbital Sciences («Orb», para los amigos), que quería mostrar al mundo su nuevo misil crucero Pegasus, pero potenciado y convertido en lanzador de satélites, con el nombre de Pegasus XL. Este engendro nunca estaba listo para salir a órbita, por problemas técnicos que no terminaban jamás de resolverse. Y la CONAE, en la infeliz espera, no tenía piso para pelearse con la NASA: en aquellos años, uno daba gracias a los EEUU, que habían impuesto el cierre de la CNIE, por dejarnos mantener un programa espacial modestito y poner el lanzamiento.
El 4 de noviembre de 1996, día del lanzamiento, el Pegasus XL nos jugó una mala pasada. Los bulones explosivos que debían liberar al SAC-B en su órbita no detonaron y el satelite quedó pegado a la última etapa del cohete, lo cual impidió el despliegue de los paneles solares. Con su carga eléctrica inicial de la batería, el SAC-B hizo 2 órbitas sin poder generar la recarga. Eso alcanzó para verificar que todos los sistemas del satélite funcionaban «nominales», es decir como debían hacerlo por diseño. Pero como un jinete vivo preso de un caballo muerto, el satélite finalmente murió por falta de energía, y arrastrado por la masa de la segunda etapa del lanzador se cayó desde su órbita y se incineró atravesando la atmósfera.
La respuesta de Varotto ante el fiasco es casi paradigmática: no estaba preocupado en absoluto, dijo con una cara más bien pétrea. Aquel era un satélite de investigación científica pura, un proyecto astronómico heredado del CONICET y dedicado a investigar algo tan ajeno a la economía argentina como las fuentes de explosiones extragalácticas de rayos X. Lo importante era que el satélite había funcionado joya casi 3 horas. El siguiente satélite iba a mirar para abajo y dar servicios útiles para el país. Quedaba dicho sin decir, al menos públicamente, que si los EEUU se asociaban a la misión con el lanzamiento, no volveríamos a ser cobayos de sus vehículos experimentales.
El siguiente intento ocurrió en 1998 con el SAC-A, de 68 kg, otra misión desarrollada aquí y lanzada por la NASA, que llegó al espacio a bordo del transbordador Endeavour. Fue, en realidad, un modelo de demostración de las cámaras y sistemas de navegación del futuro SAC-C, aquel «señor satélite» al que la CONAE apostaba su prestigio y continuidad.
El SAC-C pesó 485 kg y fue realmente el primer satélite argentino de teleobservación. Entró en funciones el 21 de noviembre de 2000 tras un lanzamiento en que todo salió «nominal». La NASA, que en general no pone más de 2 sensores en ninguno de sus satélites de observación terrestre para no complicarlos, se preguntaba como habíamos hecho para acumular 11 sensores de 7 países distintos en un aparato de peso entre mediano y bajo, y que todo funcionara joya, sin que un magnetómetro dedicado a mapear el campo magnético terrestre interfiriera una cámara multiespectral, o que ésta alterara las mediciones de un sensor de la atmósfera, y así hasta llegar al onésimo sensor. Para la NASA el SAC-C era como 5 satélites en uno solo, y con un sensor de yapa. Y para la Cancillería, entonces a cargo de la CONAE, el SAC-C era como las Naciones Unidas subidas a un único aparato.
La respuesta es que así como la CONAE había aprendido mucha diplomacia espacial para juntar socios, INVAP había aprendido mucha ingeniería espacial de la NASA con los SAC predecesores. También había aprendido a rediseñar el satélite «de capo al fine» toda vez que Varotto traía un socio nuevo con un sensor nuevo, causa de cantidad de gritos y portazos. Y por último, había aprendido lo que ya sabía desde 1994: que con la supervivencia de la CONAE aseguraba la propia, porque la CNEA seguía en apagón y declive, y el gobierno argentino no estaba colaborando nada con las exportaciones nucleares habituales de INVAP.
Estaba tan bien hecho el SAC-C y fue tan bien operado por la CONAE, que en lugar de durar los 5 años esperables de un aparato de observación terrestre, aguanto 13 y siguió dando datos sobre rendimientos esperables de cosechas, derrames de petróleo, incendios forestales y de campos, inundaciones e incluso del movimiento de los casquetes polares hasta el 15 de agosto del 2013.
En las sucesivas exposiciones como Expocampo a partir de 2001, la CONAE ponía su extraño kiosquito y los productores rurales, hasta entonces «Landsat-dependientes», se arracimaban. Si tenían al menos 300 hectáreas, se podían ver clarito a sí mismos en las imágenes satelitales, y les entraba a caminar la cabeza de la diferencia entre comprar lo que hay en los anaqueles, y tener un instrumento propio y decidir cuándo y hacia adónde apuntar las cámaras.
Como medida de la increíble obstinación de INVAP de sobrevivir a la montaña rusa política de su propio país, ese satélite lanzado en 2000 coincidió con el triunfo de su reactor OPAL en Australia. Doblete.
Misión tras misión, las ambiciones espaciales argentinas fueron creciendo. En junio de 2011, el SAC-D, de 1600 kg, transportó ocho instrumentos científicos, entre ellos, el radiómetro Aquarius de la NASA, con el objetivo principal de medir y cartografiar la salinidad en la superficie del mar. A más de U$ 150 millones, costaba más el radiómetro que todo el resto del satélite, si esto sirve como indicio de que la NASA ya confiaba de sobra en que éste, como plataforma de servicios de su sensor, funcionaría bien. Los otros 7 sensores fueron casi todos y no hizo falta tantos rediseños de la mesa para ponerle plato a un nuevo invitado.
La NASA no se equivocó al confiar en este nuevo satélite argentino, o no mucho. Durante cuatro años, los datos del SAC-D ayudaron a mejorar los pronósticos climáticos regionales, seguir la evolución de huracanes en el océano Atlántico y a obtener información sobre el cambio climático y el ciclo global del agua. El 7 de junio de 2015 el SAC-D sufrió un fallo de hardware que determinó su fin un año antes de tiempo. La NASA no se quejó en absoluto: había recogido toda la data que necesitaba sobre la salinidad oceánica.
INVAP revisó sus proveedores y decisiones en materia de hardware y se aprestó para nuevos proyectos espaciales, aunque ahora de un nuevo cliente enteramente distinto y que exigía una ingeniería radicalmente ajena a la de los aparatos de observación terrestre. En 2006, el gobierno nacional, que gracias a la inauguración del OPAL en Sydney había descubierto la existencia de INVAP, había creado la empresa de telecomunicaciones ARSAT para tomar el toro por las astas en un asunto difícil. El consorcio europeo que operaba el Nahuelsat 1 nos había dado un satélite casi imposible de controlar, claramente destinado a un fin prematuro.
Pero además no sólo se negaba a sustituirlo y darnos un Nahuelsat 1 decente, sino también a darnos -como se había pactado- un Nahuelsat 2 para ocupar otro de los dos únicos sitios geoestacionarios reservados para Argentina ante las Naciones Unidas. Esos lugares en el espacio, tan lleno de espacio, no abundan, y uno de tales sitios, la posición 81o Oeste, es una de las más valiosas del mundo: permite interconectar las tres Américas. Y lo íbamos a perder por no tener un aparato para ocuparlo, y la Unión Internacional de Telecomunicaciones se lo iba a dar al Reino Unido.
La de los Nahueles era una matufia armada para que el Reino Unido se quedara con las dos posiciones argentinas. Como con las Malvinas nos bastó y sobró, ARSAT se fundó para ocupar sus sitios en el espacio, la 81o Oeste y la 72o Oeste, con satélites diseñados y construidos aquí, en Argentina. Si salían malos o demasiado tarde, al menos sería por inepcia propia y no por tejemanejes ajenos.
Los satélites de observación de la CONAE tienen órbitas polares de unos 600 km. de altura: pasan primero sobre el polo Sur y luego sobre el Norte, con un chanfle de unos 6 grados, en órbitas de aproximadamente una hora y media. En su recorrido, la Tierra gira bajo el satélite de modo que éste recorre con sus cámaras y sensores toda su superficie.
La vida útil de un satélite de observación depende en buena medida de que su hardware soporte la radiación solar y de que sus pequeñas reservas de combustible a bordo mantengan su altura y apunten sus cámaras hacia los sitios de interés. En este caso, los de la CONAE, que sube sus comandos y baja sus datos desde su centro espacial en Falda del Carmen, Córdoba, ayudada por una red internacional de otras agencias espaciales asociadas con la CONAE por canje de servicios «de subida y bajada».
Pero los satélites geoestacionarios de telecomunicaciones son bestias enteramente distintas. Tienen que quedarse fijos sobre la vertical de un sitio del trópico terrestre desde el cual puedan recibir y transmitir radio, TV, señales de Internet y también comunicaciones militares encriptadas del país propietario. Son como antenas repetidoras, montadas sobre torres imaginarias altísimas.
En lugar de girar alrededor de la tierra, los geoestacionarios alcanzan su «slot» orbital a 35.786 km. de altura sobre el ecuador, y giran CON la Tierra, a su misma velocidad angular. Para las antenas terrestres que suben y bajan señal desde el satélite, éste tiene que quedarse en un punto fijo del cielo, inmóvil e imperturbable como granadero de guardia en la Rosada, sin moverse más que a lo sumo medio grado pese a la tracción gravitatoria contradictoria y casi imposible de modelar del Sol, de la Luna y de las irregularidades del campo gravitacional terrestre, tan lleno de baches. Y ahí arriba hay que quedarse quietísimo 15 años.
Esto implica componentes capaces de soportar dosis de radiación solar y galáctica mucho mayores que las comunes a 600 km. de altura. Pero además, mucho combustible, porque normalmente los cohetes de lanzamiento geoestacionarios no llegan a 35.786 km. de altura. Dejan al satélite mucho más abajo, a apenas 2000 km (las cifras varían con cada lanzador), y el geoestacionario debe hacer el resto del camino ascendente en sucesivas órbitas, y con su propio combustible. Esto los vuelve, de algún modo, más espacionaves que satélites.
Cuando ARSAT decidió hacer sus propios geoestacionarios, el mundillo espacial fue bastante escéptico. Pero INVAP recibió el pedido y, para empezar, amplió sus instalaciones de fabricación satelital, e incluso puso una planta de testeo físico de los mismos (CEATSA, en vaquita con ARSAT), que es la mayor al sur del Río Grande.
Prácticamente el 50% del personal quedó adscripto al área espacial, porque había también pedidos de la CONAE. Y se empezó a la máxima velocidad posible con el diseño de la estructura, cableado y software de los satélites de telecomunicaciones nacionales ARSAT-1 y ARSAT-2.
Con un peso de tres toneladas, de los cuales los propelentes líquidos constituyen casi el 70%, fueron puestos en órbita desde la Guayana Francesa en 2014 y 2015, respectivamente. Los escépticos que esperaban algún fracaso siguen esperando. Desde entonces, brindan acceso a internet en lugares remotos, facilitan la transmisión de datos para el sector público y privado, incluyendo el envío de señales de televisión en todo el territorio argentino, las bases antárticas y las Islas Malvinas. Somos uno de los 10 países del mundo con capacidad de construcción geoestacionaria.
En 2016, el gobierno nacional dejó a ARSAT sin su tercer satélite y cantidad de radares de control aéreo y meteorológicos entregados, sin pagar. INVAP, nuevamente a punto de quebrar pero ya muy rápida de reflejos y más acostumbrada a encarar al toro que a ver la vaca y llorar, hizo sociedad con TAI, la empresa aeroespacial de Turquía, y empezó el diseño del GS-1, mucho más liviano y de mayor ancho de banda que los ARSAT 1 y 2, que eran deliberadamente conservadores en lo tecnológico, para ser más robustos. La idea es vender el GS-1 con Turquía a decenas de posibles compradores. Por ahora, su primer cliente sería la Argentina, país de ideas muy cambiantes. Se verá.
Los satélites gemelos SAOCOM
Por su parte, el Plan Espacial Argentino se consolidó con la construcción en Bariloche de los satélites gemelos de la misión SAOCOM (siglas de Satélite Argentino de Observación Con Microondas). Los SAOCOM se diseñaron para funcionar asociativamente con los satélites COSMO-SKYMED de la Agencia Espacial Italiana.
Son grandotes, y no sólo por el peso. Cada SAOCOM 1 tiene 3 toneladas de masa, la misma de tres autos livianos. Pero su rasgo único y distintivo es que cada uno ostenta una antena de radar que, en despliegue completo, mide 35 metros cuadrados, la superficie de una cancha de squash, y consume cantidad de electricidad de las baterías. Es que a diferencia de los COSMO italianos, que operan cómodamente en banda X, de menor consumo, nuestros satélites emiten en banda L, lo que exige antenas y cantidades de energía descomunales. Sólo otro país (Japón) se atrevió a una ingeniería tan arriesgada.
El riesgo se justifica por los resultados. Sin que importe si es de día o de noche en Argentina, y si el cielo está despejado o no, el SAOCOM crea su propia iluminación. La onda de radar de 23 cm. del su tremenda antena puede penetrar en sedimentos blandos y medir la humedad del suelo. El productor rural argentino cruza esos datos con los pronósticos climatológicos, y sabe si le espera inundación o sequía, y si sembrar, fertilizar y usar plaguicidas, o no.
La onda L permite detectar derrames de hidrocarburos en el mar, e incluso el desplazamiento de buques observando sus estelas en el agua, hacer un seguimiento de inundaciones. Puede detectar inundaciones incluso ocultas bajo un bosque, y predecir enfermedades contagiosas humanas o en los cultivos. Puede hasta anticipar con muchos días catástrofes como erupciones en la Cordillera, o deslaves de laderas.
Aunque esenciales para el campo argentino, los SAOCOM 1a y 1b se atrasaron mucho en fábrica, al punto de que salieron a órbita con baterías de níquel cadmio que ya no se usan (las de iones de litio son más livianas y mejores), y con componentes de fines de siglo que hoy son inconseguibles. Si Argentina necesita al menos dos más (lo cual es una verdad de cajón), no podrá clonar los SAOCOM 1. INVAP deberá hacer una ingeniería casi totalmente nueva, como ya sucedió con los ARSAT 1 y 2.
Y eso sucedió y sucede porque la CONAE es una agencia de muy bajo presupuesto, y porque el campo no puso un centavo en estos satélites que hoy le generan información indispensable. Que de otro modo tendría que comprar en Japón, y probablemente no la conseguiría en tiempo y forma, porque hay una larga cola de solicitantes, y la JAXA (la agencia espacial académica japonesa) tiene un único satélite en banda L.
El SAOCOM 1A fue finalmente lanzado el 7 de octubre de 2018 desde Cabo Cañaveral, en EE UU. Le siguió el 30 de agosto de 2020, en plena pandemia de covid-19 y tras varias postergaciones, el SAOCOM 1B, a bordo del lanzador Falcon 9 de Space X.
“Argentina es el único país de América Latina que tiene satélites propios, de fabricación nacional”, destaca el ingeniero electrónico Nicolás Renolfi, subgerente de proyectos espaciales de la compañía, mientras se enfunda en un guardapolvo de tela antiestática y cubre su cabeza y calzado para ingresar a una de las salas más importantes de este complejo. Se trata de un enorme cuarto limpio de acceso restringido y casi diez metros de alto. Aquí, vestidos como si fueran cirujanos, los ingenieros construyen, integran y testean los satélites antes de iniciar su viaje al espacio.
Olor a satélite
“Huele a satélite”, dice entre risas María Masoero, encargada de la comunicación de INVAP, sin poder concretar el tipo de olor que domina en esta ‘cocina de satélites’, donde se cuida la limpieza al extremo para evitar daños irreversibles en los sensibles componentes de los instrumentos. “Es una mezcla de olor a aluminio con el detergente desinfectante neutro que se usa para mantener el cuarto limpio”, trata de explicar.
Los satélites son mucho más que cables, paneles solares, cámaras y miles de piezas de fibra de carbono, silicio, titanio y aluminio. Son la encarnación de un trabajo colectivo y coordinado durante años.
En el caso de la próxima gran misión espacial argentina, SABIA-Mar (siglas de Satélite de Aplicaciones Basadas en la Información Ambiental del Mar), este aparato, casi modesto frente a los un poco monstruosos ARSAT y SAOCOM, congrega a 250 ingenieros e investigadores. En vez de observar la tierra, esta nave de 700 kg y una vida útil de cinco años se centrará en los océanos. Se encuentra en fase de diseño y construcción de varias de sus partes.
“La misión SABIA-Mar se enfocará en el estudio de los mares y las costas para poder caracterizar el hábitat y el ecosistema marítimo de nuestra región, que suele ser de muy difícil acceso”, indica la física Carolina Tauro, investigadora principal de la misión en la CONAE y profesora del Instituto Gulich, “lo nos permitirá hacer un uso sustentable de sus recursos, como establecer zonas de protección marina y zonas de pesca”.
Para ello, desde una órbita baja, a entre 550 y 700 km de la superficie terrestre, utilizará una tecnología que recién está naciendo y se conoce como ‘ocean color’. Sus cámaras de alta sensibilidad podrán estudiar variaciones climáticas –debido a que los océanos son los grandes reguladores del clima del planeta–, identificar el movimiento de las algas microscópicas (o fitoplancton, cuya cantidad y tipo determina la cantidad y tipo de las poblaciones de peces). Obviamente, también tendrá óptica para detectar la pesca ilegal.
Argentina posee una costa marítima de más de 4700 km. Es una cifra en discusión con el Instituto Geográfico y con el Servicio de Hidrografía Naval, que tienen cifras distintas. Para el CONICET, tercero y último en la disputa, son 6400 km. Como sea, esa discordia no zanjada muestra la escasa atención del país a sus asuntos marítimos, que involucran una costa enorme en los tres escenarios mentados.
Un satélite de este tipo ayudará a monitorear esa costa. SABIA-Mar nació originalmente como una misión compartida con Brasil, con casi 10.000 km. de costas, pero -algo que ya nos pasó otras veces- los primos se bajaron, y por el momento la misión es 100 % argentina. “Está en la Agencia Espacial Brasileña tomar la decisión de hacer un segundo modelo del SABIA-Mar; pero eso no está confirmado todavía”, apunta Leandro Colombano, ingeniero mecánico en INVAP.
A la Argentina le convendrían más dos SABIA-Mar en vaquita con Brasil que uno solo y exclusivo. Dos duplicarían la «tasa de revisita», es decir disminuiría a la mitad los 14 días necesarios para para que un único SABIA-Mar en órbita polar vuelva a pasar sobre la vertical de un sitio de la costa que se ha vuelto súbita y urgentemente interesante. Es exactamente la misma situación por la que nos convendría tener 4 y no dos SAOCOM.
Está previsto que este satélite marino se lance en 2024, tras pasar pruebas de choque, ruido y vibración mecánica que simulan el ambiente del cohete durante el lanzamiento. También están las comprobaciones en cámara de alto vacío y temperaturas cambiantes en un arco térmico de 160o centígrados sobre cero a 140o bajo cero, que simulan las condiciones en órbita con el satélite bajo la feroz luz solar, o en eclipse a la sombra de la Tierra.
Por esa trituradora de satélites vírgenes que son los laboratorios de CEATSA desfilarán también los próximos integrantes de la familia satelital argentina: el ARSAT SG-1 (o ARSAT Segunda Generación 1, anteriormente conocido como ARSAT-3) y el primero de los SAOCOM 2, que despegará en 2026, con mayor potencia en los paneles fotovoltaicos, baterías de litio para almecenar más carga, y seguramente algunas mejoras en las gigantescas antenas en banda L, cuyo modelo inicial pesa 1,5 toneladas.
En una época de consolidación de la actividad espacial en la región, con la creación en 2021 de la Agencia Latinoamericana y Caribeña del Espacio, estas tecnologías satelitales desempeñan una función simbólica y política que va más allá de sus resultados y servicios. Dan prestigio de país tecnológico emergente, traen socios espaciales -como hoy lo es Turquía- y facilitan la exportación de otros productos argentinos avanzados, ya se trate de radares civiles, militares o meteorológicos, de semillas recombinantes, de drones o de vacunas.
Cada pieza, antena, panel solar y satélite diseñado, fabricado, integrado, probado y eventualmente lanzado por otros países (por ahora), es un contrato cumplido con nuestra nación y con otras, y una afirmación de que nuestro destino puede ser el valor agregado, en lugar de únicamente la exportación de naturaleza cruda.
Mientras tanto, la CONAE lucha por ir llegando al cohete propio de puesta en órbita, el lanzador nacional Tronador III. En un país en desarrollo, dominado históricamente por la volatilidad política y la incertidumbre económica, todos estos son pasos hacia su independencia tecnológica.
“Ejercer la soberanía espacial es casi tan importante como la soberanía territorial, marítima o del espacio aéreo”, subraya Tauro, que concluye: “Estas iniciativas implican independencia para poder conocer nuestro territorio y para gestionar nuestros recursos sin depender de otras misiones espaciales o de otros países”.