Ha pasado un año desde que los jefes de Estado de la mayoría de los países del mundo renovaron sus compromisos climáticos en la COP26, la histórica cumbre climática de las Naciones Unidas en Glasgow, Escocia.
El lunes, esos mismos líderes mundiales, con cambios mínimos en el elenco, se reunirán en Sharm El-Sheikh, Egipto, durante la COP27 para llevar a cabo negociaciones destinadas a frenar el calentamiento global.
El panorama a corto plazo es desalentador: los precios mundiales de la energía se están disparando, lo que estimula nuevas inversiones en combustibles fósiles.
La buena noticia: las instalaciones de energías renovables siguen aumentando en todo el mundo y la energía nuclear -que no produce emisiones de carbono y proporciona la energía de base que complementa las fuentes renovables, que por su propia naturaleza varían- está regresando en muchos países, aún los que eran más renuentes como Alemania y Japón.
La mayoría de los gobiernos que asisitrán a la COP27 han hecho nuevos compromisos climáticos este año. La opinión pública global -es decir, los sectores medios y altos de los países desarrollados- ejerce una fuertísima presión en esa dirección (El nuevo primer ministro de Gran Bretaña, Rishi Sunak, que había anunciado que no iría a Egipto por «compromisos urgentes en su país» debió dar marcha atrás).
Es muy previsible que el tema central de la conferencia será quiénes y cómo pagarán la transición energética. Habrá promesas -en particular de EE.UU., donde la administración Biden está comprometida con el tema- pero no habrá aportes concretos en lo inmediato. No hasta que se llegue a un alto el fuego permanente en el conflicto en Ucrania