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La arrasadora sonrisa de Buda
Siete años antes de que Indira Ghandi empiojara indefinidamente el esfuerzo nuclear del Tercer Mundo, el 18 de mayo de 1974, y desatara la primera carrera armamentista atómica entre países pobres (India vs. Pakistán), aquí atravesábamos el interesante y casi tranquilo 1967.
Nada indicaba entonces, en Argentina, que podríamos ser afectados de manera gravísima por asuntos ocurridos en las antípodas del planeta, idioteces militaristas de la enigmática y milenaria India, y de lo mismo de su archirrival, Pakistán. Al segundo país, el presidente argentino Juan D. Perón lo había ayudado no poco a conformar su naciente ejército, lo que explica que la avenida República Argentina esté en el parque más lindo de Islamabad.
También hubo un pedido de la Fuerza Aérea Pakistání de cazas argentinos Pulqui II, que quedó en la nada cuando la propia Fuerza Aérea Argentina renunció a equiparse con su propio avión multirrol, en 1956, y se inclinó por comprar Sabres F-86 estadounidenses de tercera mano y hechos percha, con gran asombro pakistaní. Con la India, en cambio, no teníamos más relación que la de los argentinos de paladar negro que acudían allí a comprarle su salvación espiritual al gurú más de moda.
Pero en 1967 nos volvimos súbitamente muy importantes para la República Federal Alemana cuando le compramos nuestra primera centralita nuclear a la firma KWU. La obstinación alemana por entrar como fuera a nuestro programa nuclear se basó en expectativas desmesuradas sobre la Argentina. Expectativas que una parte de la CNEA compartía, además. Y no sin fundamentos.
El programa criollo era el más expansivo y vibrante del Tercer Mundo después del de la India. En la estrategia de ajedrecista que caracteriza a veces a la dirigencia alemana, vendernos Atucha I a precio de regalo –y con un reactorcito de yapa, el RA-4- era una jugada en profundidad.
Por empezar, era quitarle un primer mercado “flor” a Canadá. Luego, ya con un buen lobby pro-germano instalado en la CNEA (liderado por Jorge Cosentino), y usando la robustez de Atucha I –que tanto alemanes como argentinos dieron siempre por descontada- se tenía una vidriera planetaria para atacar comercialmente el resto del “target” canadiense: India, China, Corea del Sur, eventualmente Rumania, países tentados de usar la tecnología CANDU para un despegue nuclear autónomo, libre de extorsiones por parte de los proveedores de uranio enriquecido.
La República Federal Alemana -país militarmente ocupado por los EEUU, y continúa- tenía entonces la misma dependencia política que Canadá respecto de los EEUU en materia de exportaciones nucleares. El trampolín argentino permitía imaginarse conquistas en otros mercados vírgenes y multitudinarios: África por el Maghreb, Medio Oriente… ¿Asia?
La Argentina podía resultar clave para la construcción física de NPPs alemanas “símil Atucha I” en lugares del planeta inalcanzables para las empresas nucleares yanquis y las francesas. Ya por aquella época, en materia de módulo empezaban a ofrecer únicamente centrales de 800 o 900 “mega” para arriba, demasiado potentes para redes eléctricas chicas, y además todas de combustible enriquecido. Reinaba el concepto de «Big is Beautiful». Si Atucha I no hubiera venido con 320 MWe planificados y en cambio tuviera 160, hoy casi se la podría ofertar como SMR, como central modular.
La KWU, todavía no integrada a SIEMENS en 1967, tenía otras motivaciones para volver de la venta de Atucha I un «leading case» mundial. Para sembrar de clones de esa Atucha el Tercer Mundo, la KWU podría usar horas/hombre de ingeniería argentinas, tanto más baratas que las alemanas, a igualdad de calificación.
Con el tiempo, esa idea alemana, capaz de generar una situación de «ganan todos» entre los dos estados oferentes (la República Federal Alemana más la Argentina) y el país comprador, en 1980 se plasmaría brevemente en una firma de capitales mixtos entre la CNEA y SIEMENS: ENACE, Empresa Nuclear Argentina de Centrales Eléctricas).
Pero en 1967 ENACE era un «wet dream» germánico inconfesado, y a los muchachos de KWU les tocaba esa sudorosa parte de «El que quiere celeste, que le cueste». De modo que tras cerrar la venta de Atucha I con la CNEA de Quihillat en 1967, en una negociación en que literalmente se tuvieron que dejar desplumar por nosotros, los alemanes volvieron contentos a casa.
Habían cumplido su deber. Habían derrotado a los canadienses. En la Argentina, habría una segunda central alemana, y ésta no sería gratis. Y luego quizás muchas más, y no sólo en Argentina. Estaban en un error absoluto, pero al mismo tiempo, tenían razón.
De volverse a cruzar en estas pampas y de igual a igual con los canadienses, habrían perdido. Pero los ayudó Indira.
Daniel E. Arias