Nuestro compatriota el Doctor Abel Gonzáles es académico, miembro pleno de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, y de las academias Argentina de Ciencias Ambientales, Argentina del Mar e Internacional de Energía Nuclear. Actualmente se desempeña como: asesor superior de la Autoridad Reguladora Nuclear Argentina; miembro de la delegación argentina ante la Conferencia General del OIEA y la Junta de Gobernadores del OIEA; representante en el Comité Científico de las Naciones Unidas sobre los Efectos de las Radiaciones Atómicas (Unscear); miembro de la Comisión de Normas de Seguridad del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), entre otros cargos.
Aqui advierte sobre los posibles peligros del mar de radiaciones de baja potencia en que estamos inmersos desde hace muchas décadas.
«Existe un sofisticado sistema nacional de regulación de las radiaciones ionizantes, tales como los rayos X, los rayos gama y las partículas nucleares, diseñado para proteger a las personas y al medio ambiente de los efectos dañinos de estas emisiones.
El sistema está basado en un complejo y extenso régimen internacional.
Sin embargo, no existe un sistema similar para regular las radiaciones no ionizantes, tales como las utilizadas por los teléfonos celulares. Las autoridades sanitarias nacionales deberían tomar nota de esta situación.
Como es sabido, denominamos radiación a la energía transportada en el espacio por medio de un curioso fenómeno de onda/partícula que aún hoy sorprende a los científicos. La radiación suele clasificarse arbitrariamente en dos grandes grupos: la radiación ionizante que agrupa a toda aquella radiación con suficiente energía unitaria como para ionizar los átomos que atraviesa, por ejemplo, los rayos X, los rayos gamma y las partículas atómicas. En otro caso, es la radiación no ionizante que agrupa a toda la radiación con energía menor a la necesaria para ionizar, e incluye las ondas de radio, las microondas y las redes telefónicas entre otras.
Desde el descubrimiento de los rayos X, la radiación ionizante fue muy utilizada para el diagnóstico médico, y se pudo verificar que su uso podía conllevar efectos dañinos en la salud. Con el correr de los años otras radiaciones ionizantes se sumaron y su empleo se expandió a la radioterapia, y a un sinnúmero de aplicaciones industriales y energéticas.
Pero tempranamente se fue estableciendo un consenso internacional para la protección del público, de los trabajadores involucrados y de los pacientes, contra los efectos dañinos que pudieren ocasionar el empleo de radiaciones ionizantes. Es así que hoy en día existe en el mundo un severo régimen internacional de protección contra las radiaciones ionizantes que respetan todos los países del mundo. Este régimen incluye:
· Un consenso científico sobre los efectos de las radiaciones ionizantes, el que es elaborado por un comité internacional de expertos (el Comité Científico de las Naciones Unidas para el Estudio de los Efectos de las Radiaciones Atómicas, Unscear), que reporta directamente a los más de 190 países que constituyen la Asamblea General de las Naciones Unidas;
· Un acuerdo vinculado al modelo de protección utilizado, elaborado por una organización científica internacional sin fines de lucro, la Comisión Internacional de Protección Radiológica o ICRP; y,
· Normas internacionales de protección copatrocinadas por todas las organizaciones relevantes del sistema de las Naciones Unidas, tales como la Organización Mundial de la Salud (OMS), la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO), la Organización Internacional del Trabajo (OIT), la Organización Panamericana de la Salud (OPS), el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), y el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA).
Todas las naciones tienen autoridades regulatorias nacionales que controlan el cumplimiento de la normativa internacional (en la Argentina es la Autoridad Regulatoria Nuclear, ARN).
Mientras estos desarrollos regulatorios ocurrían con la radiación ionizante, las radiaciones no-ionizantes comenzaron a utilizarse masivamente, primero con el devenir de la radiofonía y en los últimos años han tenido una verdadera explosión de uso con la telefonía celular. En cualquier punto de las ciudades argentinas existen niveles importantes de radiación no ionizante, basta prender un celular y ver todas las señales que recibe. También se ha multiplicado su uso en ciertas aplicaciones médicas, por ejemplo, los diagnósticos y tratamientos con equipos de resonancia magnética.
No es sorprendente entonces que se haya desarrollado una creciente preocupación por los posibles efectos dañinos a la salud derivados de la exposición masiva y continua a las radiaciones no ionizantes. Existen evidencias que estas radiaciones ocasionan efectos biológicos en detrimento de la salud.
Si embargo, el control regulatorio de las radiaciones no ionizantes es casi inexistente a nivel de los países y totalmente quimérico a nivel internacional. No existe un Unscear de las radiaciones no ionizantes y por lo tanto poco se sabe de sus efectos. Tampoco existe ninguna norma internacional e intergubernamental de protección contra las radiaciones no ionizantes.
Estas carencias son un serio desafío sanitario para ciudades populosas y de alta conectividad, como muchas ciudades argentinas y un llamado de atención para las autoridades competentes.»
Doctor Abel Gonzáles
Comentario de AgendAR:
A los pergaminos que cita Abel González sobre sí mismo, AgendAR añade que fue el primer experto internacional autorizado por la URSS para acceder a Chernobyl a pocos días de comunicado el accidente de esa central al Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), en 1996.
González es también consultor del Comité Científico Internacional de la ONU para el Estudio de los Efectos de las Radiaciones Atómicas (UNSCEAR). Hoy está haciendo el seguimiento epidemiológico de la población de la Prefectura de Fukushima después de la catástrofe de 4 de las 6 centrales nucleares de esa localidad debidas al tsunami de 2011.
Creo que este artículo ha sido escrito por deber científico. González está diciendo que hay un área de vacancia que debería estar ya estudiada a fondo mediante estudios masivos, caros y potentes como sólo los pueden encarar los organismos multilaterales. Que hasta ahora, se hacen enérgicamente los distraídos.
González no está hablando del espectro de microondas en que opera la telefonía celular. Está hablando de TODO el arco electromagnético, que es enorme, y en el cual cada banda de frecuencias necesita de estudios «in vitro», sobre animales y también clínicos y epidemiológicos, y con distintas potencias de emisión y circunstancias de absorción. Lo único que tenemos hasta hoy es una suma incoherente de pequeños estudios focalizados, por ejemplo, los de los teléfonos celulares y los tumores cerebrales, que son inconcluyentes.
No es lo mismo un «paper» de una universidad, por muy prestigiosa que sea, que un estudio epidemilógicamente bien referenciado del UNSCEAR sobre millones de casos. Al igual que sucede en el mundo farmacológico, los efectos adversos que no aparecieron en la fase III de los tests regulatorios aparecen recién en la fase de fármacovigilancia, cuando el nuevo medicamento es probado por millones de personas, lo que se llama «real world» (mundo real) en el ambiente de la regulación. El problema por ahora es que los organismos multilaterales con incumbencia en radiación ionizante se niegan a morder esa papa caliente que supone estudiar las no ionizantes. Porque son un arco inmenso, y sus fuentes tecnológicas también lo son.
Como decía Carl Sagan, «afirmaciones gigantescas suponen pruebas gigantescas». Exculpar o inculpar de trastornos metabólicos a -pongamos por caso- las ondas de baja frecuencia que emiten los transmisores de alto voltaje es, en ambos casos, una afirmación gigantesca. No se puede suscribir seriamente sin pruebas gigantescas. Y sólo las pueden encarar, nos gusten o no, las agencias científicas incumbentes de las Naciones Unidas. PARA ESTO ESTÁN.
Conocí a González cuando, como ingeniero nuclear que es, dirigía la construcción de Atucha II, en 1986. Obviamente no es un hippie ni un New Age antitecnológico. Pero quiere que se determinen y midan sistemática y exhaustivamente los efectos biológicos de las muchas formas de las radiaciones no ionizantes. Y que se reglamenten las barreras tecnológicas de protección para las emisiones que prueben ser peligrosas, sólo y cuando prueben serlo, y en esa medida.
Vivimos en una suerte de niebla electromagnética artificial originada por múltiples y muy diversas fuentes, sin que se hayan estudiado jamás las posibles consecuencias epidemiológicas.
Los grandes organismos científicos internacionales, en los que González ha pasado casi toda su vida, nunca hicieron este tipo de estudios para evitar encontronazos con demasiadas industrias: la de la transmisión de electricidad, la de telecomunicaciones, la de la computación, la emergente domótica y, por supuesto, el entretenimiento, y sigue la lista.
Ni la gran industria química ha gozado de semejante libertad en materia regulatoria. No hace falta recordar que eso ha ocasionado crisis epidemiológicas mucho peores que cualquier gran accidente nuclear, más extensas y pervasivas pero poco conocidas justamente por no ser nada espectaculares. ¿O Ud. se acuerda del escándalo de los residuos de la fabricación de teflón en West Virginia, EEUU, y de la cantidad de muertos y discapacitados por cáncer entre la población rural? Nadie lo recuerda. Un caso entre centenares, nomás.
Que el UNSCEAR y el OIEA se pongan las pilas. Que se investigue muy a fondo y muy sistemáticamente, y sin preconceptos. Durante las décadas que haga falta.
Eso se pide.
Daniel E. Arias