Los anteriores capítulos de la saga estan aqui
- La hora de los tubos
Antes de hablar de Embalse, la segunda central nuclear de la CNEA, hay que redondear el balance de la primera, Atucha I. Y después… se va a sorprender un poco. Creo.
La decisión de hacer una central nuclear la tomó el presidente Arturo Illia en 1965. En la licitación se presentaron 17 oferentes, ya con nuevo presidente (golpista), el general Juan C. Onganía. No sin muchas pulseadas internas, el nuevo gobierno adoptó la posición sabatiana de descartar las propuestas de uranio enriquecido, para poner el país a salvo de extorsiones diplomáticas por boicots sobre los combustibles.
Eso dejó en pie sólo tres ofertas de uranio natural, entre ellas la francesa, pero Madame La République se retiró de la licitación (por suerte, lo que ofrecían era malo y caro). Lo que estrechó las opciones a las propuestas canadiense y alemana occidental.
Atucha I se compró a la firma alemana KWU en 1967 con 320 MWe de potencia. Pero con las mejoras y modificaciones que le fue haciendo la CNEA a partir de 1977, hoy tiene 357 MWe, una disponibilidad que pasó del 75% al casi 90% y un mejor quemado del combustible: pasó de 5.500 Mw/día/tonelada a 11.000 Mw/día tonelada.
Para desplazar la oferta canadiense de una CANDU, el gobierno alemán literalmente regaló Atucha I: U$ 105 millones. Aceptó además decenas de «combustibleros» y reactoristas de la CNEA en las instalaciones de KWU en Karlsruhe, Hanau y Erlanguen, haciéndose cargo de todos sus gastos de estadía e incluso del traslado, alojamiento y escolaridad de familias argentinas enteras, para garantizar el éxito técnico e institucional de la operación. Estas cosas en el mundo nuclear se hacen a veces, pero por plata: no fue el caso. KWU, además, consideró pagado dentro del precio de la central la cesión de la tecnología para construir y fabricar los manojos y pastillas de combustible.
¿Esto da una medida del interés del gobierno de la República Federal Alemana por asociarse al Programa Nuclear Argentino? Pero además de regalos, hubo unas concesiones que te la cuento:
La negociación con KWU (todavía no estaba pegada a SIEMENS) permitió que la industria argentina se llevara el 90% de la obra civil, el 50% del montaje y el 13% de los suministros electromecánicos, lo que daría un 40% de la operación en valor, plata que no salió de la Argentina.
En suma, que esto no fue «ni ahí» una compra llave en mano: fue «abrir el paquete tecnológico» de una oferta que de movida era generosa, como gruñía Jorge Sabato en sus emperradas pulseadas de amigos con el Ing. Celso Papadopoulos, creador del Departamento de Radioisótopos, y líder del sector «azul y blanco». Los de colores patrios querían nada más y nada menos que una primera central de potencia 100% nacional, aunque fuera muy chica.
Resumen: en la CNEA de los ’60 nadie hubiera aceptado una central «llave en mano» ni gratis.
¿Ud. no extraña ese país?
El Coliseo donde se sacaban los galones y se enfrentaban de a pie y en igualdad jerárquica los «azul y blancos» y los sabatianos fue, sin duda, la Asociación de Profesionales de la CNEA, o APCNEA, que sumaba al 85% de los ingenieros, físicos, químicos, biólogos, médicos e investigadores nucleares.
Con Atucha I empezando su obra, la Empresa Provincial de Energía de Córdoba (EPEC) se tentó con otra central, y le pidió a la CNEA el estudio de prefectibilidad, presentado en 1968. En 1971, dado que la propuesta era de carácter federal, le dio el «visto bueno» el general y presidente Marcelo Levingston, nebuloso milico de una especie hoy quizás desaparecida (nacionalista-industrialista).
En 1972, la CNEA del contraalmirante Quihillalt anunció, confianzuda, que la máquina cordobesa tendría 600 MWe y un 50% en valor de diseño y componentes argentinos. Si uno mira esa potencia, es medio difícil no imaginarse que se hablaba no muy elípticamente de una CANDU-6, la central más exportada de AECL, la Atomic Energy Commission of Canada, Ltd.
No había otras propuestas de ese módulo en el mercado mundial. Salvo que las firmas occidentales dominantes corrieran a la mesa de diseño a hacer un «cut job» de sus máquinas de 900 y de 1000 Mwe, en cumplimiento de aquella inmortal máxima tecnológica calabresa: «El que quiera pescado, que se moje el culo».
Valía la pena porque prometía ser mucho pescado. Como añadió la CNEA en ocasión de anunciar Embalse, habría otras tres centrales similares en Bahía Blanca, en Mendoza y en el predio de Atucha I en Lima, provincia de Buenos Aires. Lo que a los 320 MWe de Atucha sumaría 2400 MWe nucleares. Cada una de las nuevas plantas tendría una mayor participación de industria nacional hasta llegar al 100%.
Pero la licitación era un paso inevitable, lo que suponía nuevamente la concurrencia de la mesnada atlántica del uranio enriquecido: General Electric, Westinghouse, EDF, y unas operetas de medios que te la cuento. De modo que abriendo el paraguas antes de que sonaran los truenos, y en materia del tipo de combustible que debía llevar Embalse, APCNEA hizo algo increíble: nacionalizó la discusión.
Esta se venía llevando normalmente y a puertas cerradas en la Subcomisión de Objetivos creada para estudiar la cuestión: la formaban Alberto Bonfiglioli, Emma Pérez Ferreira, Renato Radicella y Julio Rossi. El grupo decidió ampliarse a 25 personas y luego a 80, las cuales generaron un documento de 32 páginas que puso en estado de debate a todo el personal, incluso el técnico.
Lo impresionante es que ese comité ampliado reconocía de entrada que la discusión entre uranio natural o enriquecido no era tan tecnológica como básicamente política, y que en ella la CNEA se jugaba buena parte del futuro de la industria metalúrgica, electromecánica y electrónica argentina, así como una buena cuota de la independencia económica efectiva del país. Uno lee ese documento 51 años después y se le eriza el cabello (bueno, el que va quedando). Qué claridad. Cómo se extraña aquella audacia.
El 16 de agosto de 1972 la APCNEA fotocopió todo (eso era tecnología casi nueva) y giró copias al presidente (el general Agustín Lanusse), los comandantes en jefe de la Aviación y la Armada, los ministros de Defensa, Industria y Minería, los candidatos a presidente de las partidos políticos que se aprestaban para las elecciones de fin de año, las autoridades de SEGBA, YCF, YPF y los jefes de redacción de todos los diarios y revistas importantes de todo el ispa. En los que publicó una solicitada no muy sutil. Se tituló: «URANIO NATURAL, única alternativa para las centrales nucleares argentinas».
Nadie lee solicitadas. Son un plomo. Nadie las leía, incluso en aquel año, cuando todavía los argentinos leían hasta en el ascensor. Pero esa caló hondo, y es que el argentino medio estaba bastante orgulloso de pertenecer a un país tan nuclear. Cinco años antes, sin ayuda de nadie, la CNEA había terminado de construir y puesto crítico el primer reactor nuclear de fabricación de radioisótopos médicos de la región, el RA-3 en Ezeiza, y desde entonces nuestro país tenía medicina nuclear, y hasta exportaba radiofármacos a la región.
En el Hemisferio Sur, sólo Australia tenía un reactor para radiofármacos en Sydney, y era una planta inglesa bastante inferior a la de Ezeiza. En máquinas de potencia, Atucha I estaba ya casi terminada, mientras que Brasil (nuestro archirrival futbolero) recién entraba en obra, y con una máquina Westinghouse libre de todo componente local, Angra I. Imposible que no inauguráramos antes que los primos. Todo eso salía seguido en los medios y causaba no poca alegría. El átomo argentino era patriótico.
En fin, que ESTA solicitada se leyó.
La discusión ganó la calle y entró, crepitante, a decenas de programas de radio y de TV, a los que APCNEA mandaba a sus pocos entendidos capaces de no aterrarse de micrófonos y cámaras, o peor aún, ponerse doctorales y aburridos. Pero para conquistar los medios, en Argentina de entonces, el reducto a rendir era el papel impreso. En una semana y monedas en la prensa gráfica de las grandes ciudades argentinas salieron 44 artículos a favor del uranio natural, 7 en contra y 25 «no sabe, no contesta».
«La Nación» se mandó una página completa (formato sábana) con esos títulos relamidos y largos cual puteada de tartamudo que engalanaron siempre a ese templo del periodismo: «Los sistemas de energía nuclear Westinghouse están satisfaciendo las necesidades energéticas de todo el mundo». Joder, don Mitre no sólo quería uranio enriquecido, sino «de marca».
Hubo chantadas más graves: con medio país medio al tanto de que convenía seguir la línea del uranio natural, cierta repartición (nadie señalará jamás con un dedo trémulo a la Secretaría de Energía, conste) presentó un informe a la Junta de Comandantes con la siguiente recomendación: sustituir el proyecto nuclear cordobés de Embalse por dos centrales hidroeléctricas, y dos térmicas, una a fuel oil y la otra a carbón, ya se vería de adónde sacaba Córdoba los ríos y el país el carbón. En defensa de la recomendación, estaba bien traducida del inglés. Pero la APCNEA interceptó la movida en tiempo real y corrió a escobazos a los sabandijas en casi todos los medios, como «enemigos de la independencia tecnológica».
Independencia tecnológica… Mirá bo’.
Se inauguraban unas obras públicas despampanantes: las centrales hidroeléctricas de El Chocón y Cerros Colorados, obra de la empresa estatal Hidronor, empezaba la construcción de otra central «hidro» sobre el río Futaleufú por parte de la igualmente estatatal Agua y Energía, y ya se diseñaba un asombroso puente sobre el Paraná, el Zárate-Brazo Largo, por la empresa entonces argentina Techint Ingeniería…
Independencia era una palabra políticamente fuerte en un país con plena ocupación, que se sabía educado, potente, industrial y conflictuado, y quería ir a por más. Para ponerse en situación: el 22 de ese mismo mes la Armada en Trelew fusiló en sus celdas a 19 prisioneros políticos que se habían entregado. Eso sucedió una semana tras un intento de fuga, el día 15, parcialmente exitoso: había permitido que 25 presos pudieron escaparse en un avión a Chile.
Las policías bravas de Lanusse estaban debiendo algunas muertes de manifestantes en puebladas. Pero en medio de la reapertura de locales partidarios, caída de la censura de prensa y reconquista de derechos políticos posteriores al Cordobazo, la ejecución de los rendidos en Trelew se sintió como un regreso a tiempos de «La Libertadora» y un acto de asombrosa, cobarde y estúpida crueldad: hubo centenares de movilizaciones en decenas de ciudades siesteras insospechables de todo activismo, y una represión policial de aquellas.
Pero entre gases lacrimógenos y palos siguió, imparable, el runrún de fondo de un país discutiendo, un poco asombrado de estar hablando de semejantes cosas extrañas, si uranio natural o enriquecido.
APCNEA había actuado en el momento justo.
En su libro «Nuclear Power in the Developing World», de 1982, el historiador yanqui Daniel Poneman se asombraba, 10 años más tarde, de la diferencia entre los procesos de compra de Atucha I, tomada a puertas cerradas y tras discusiones duras pero entre expertos, y el de Embalse, donde se debatía hasta en aulas, clubes y bares.
El 14 de marzo de 1973, el nuevo gobierno civil (Héctor Cámpora-Vicente Solano Lima) optó por el uranio natural, como era natural. Y a otra cosa.
Sólo que en este caso se eligió como proveedor de Embalse a AECL. No había queja alguna contra KWU: la firma alemana había dado exactamente todo lo que se había pactado en materia de asistencia y transferencia de tecnología. El pequeño retraso de obra (un año) estaba más ligado a las estrecheces del tesoro argentino, que venía de un 1972 con un 70% de inflación.
Pero con los canadienses la perspectiva era comprar una máquina ya probada, una relativamente libre de los problemas de dentición de un prototipo casi asegurados en un prototipo. Eso sí, no nos regalaban un vintén, los canucks: contrato llave en mano rabioso, y en plata estadounidense, U$ 560 millones.
Casi una fotocopia de Gentilly II, obra reciente de Hydro-Quebec vendida por AECL a esa provincia canadiense, Embalse sería una planta cuyos componentes principales (miles de caños de distintas super-aleaciones) estarían muy al alcance técnico de la industria argentina en su casi totalidad. Bastaría que la CNEA ayudara con su baquía sabatiana en metalurgia y ciencia de materiales a la misma empresa mixta formada para construir los manojos de combustibles de Atucha I, CONUAR, en la que la CNEA tenía un tercio de las acciones y la propiedad de la tecnología.
Atucha I estaba terminándose casi a reloj, sin muchos contratiempos. Era obvio que construir Embalse sería coser y cantar. Sí, ponele.
“Auf Wiedersehen, ihr lieben Deutschen”, canturreaban felices en la Dirección de Centrales Nucleares (DCN). Los jóvenes ingenieros de la JP llegados allí no podían estar más de acuerdo con los viejos sabatianos de aquella trinchera. La ingeniería se había ideologizado. Faltaba la consigna: “Tubos de presión/para la liberación”.
La APCNEA, un poco asombrada de su poder, se preguntaba seriamente si la CNEA debía rehacer su pirámide de mandos y funcionar como una democracia delegativa. El contralmirante Pedro Iraolagoitía, de regreso en la presidencia de la CNEA en reemplazo de Oscar Quihillat, navegaba a través del aborrascado personal hamacándose como portaaviones por mar gruesa, y hablaba de «coordinadoras como vehículo natural para centralizar los trabajos de reestructuración de la Casa». ¡Un marino!
La intervención bastante disruptiva de “la muchachada” de ingenieros treintañeros de la DCN impuso cambios sobre la marcha en plena obra, fundamentalmente en los recorridos del “piping” o del cableado. Ojo, estas adaptaciones de último momento para evitar interferencias (que dos caños se atraviesen entre sí, por ejemplo) son típicas de toda obra compleja. Pero había evidentemente una voluntad de “argentinizar” Embalse.
Lo que terminó retrasando 4 años la terminación y puesta en marcha de la central fueron muchas otras cosas. AECL era, aún en su gloria setentista de exportaciones, y muy para su mal, estaba sobreextendida. Era una firma emergente, incomparablemente menos enraizada, menos ramificada, menos internacional y poderosa que SIEMENS.
AECL no tenía suficiente gente suficientemente veterana para mandar a la Argentina, no conocía a Argatom y Nuclar las dos UTEs proveedoras de montaje y de obra de estos lares, no tenía experiencia en gestionar contratos con la ley nacional, no lograba un suministro de empresas canadienses o de terceros países que fabricaran y despacharan a tiempo las centenares de miles de partes que componen una central. «Están cagando más alto que el culo», como comentan a veces los discípulos de Jevons, Walras y Menger, aquellos economistas neoclásicos.
Pero además los Canucks le tenían cierto julepe a la CNEA, por la tradición independientista de la casa. Sabían que cuando la CNEA firmaba «llave en mano», terminaba colando a cantidad de empresas argentinas en la fiesta, y que a la hora de enviar delegaciones de argentinos a familiarizarse con las instalaciones fabriles del proveedor, mandaba gente de gran aceptabilidad social, que se hacía amiga de la gente local y era como esponja para chupar secretos tecnológicos.
Pero más terror le tenían aún los Canucks al State Department de los EEUU, que venía sangrando por la herida de constatar que jamás pondrían una Westinghouse o una General Electric en Argentina.
AECL en obra era como un novio que se tropieza con sus propios pantalones caídos mientras trata de bailar el vals nupcial con una chica linda pero exigente, y al mismo tiempo tiene que esquivar los mordiscos vengativos de un portentoso chimpancé subido a su espalda. Sí, medio compleja la imagen, pero significa que el cusifai baila horrible.
El bando pro-alemán de la CNEA, estaba bastante indignado con el desorden en la obra y con el «backlog» creciente de centenares de atrasos y disconformidades. En Atucha I, en comparación, todo había salido casi como coreografiado.
AECL era bastante consciente de sus insuficiencias en montaje. Para algo se había traído una empresa italiana (Italimpianti) especializada en turbinas de centrales térmicas y con bastante kilometraje en obra eléctrica Argentina. Pero los ítalos podían hacer su métier a lo sumo en el BOP, «Balance of Plant», la parte convencional y no nuclear de una central atómica: lo que va de las salidas de los generadores de vapor al turbogrupo, y de éste a la playa de maniobras eléctricas.
Y en su oficio los italimpiantados no dejaban de incurrir en algunas metidas de pata épicas, como cuando forzaron la instalación de centenares de kilómetros de cables italianos marca TECA porque eran italianos, en lugar del Pirelli local, fabricado por la filial argentina de una multinacional italiana, y sin embargo al parecer no les parecía suficientemente italiano.
Pero el que se trajeron era un desastre: bajo la protección aislante general de plástico negro, los conductores de vaina amarilla terminaban misteriosamente envainados de blanco, los de vaina roja en amarillo… Daba para una mala conexión y un accidente eléctrico grave. Hubo que tirarlo todo y poner Pirelli, no más. Pero antes había que convencer a los itálicos, en particular al ingeniero Praga, de que sus cables TECA eran muy malos.
El episodio lo cuenta con mucha gracia el ing. Eduardo Díaz, en aquel momento jefe de obra.
«Aquí apareció el maquiavelo Cosentino y me dijo” Mirá gordo, los tanos le tienen pánico a la competencia alemana. Pedile a Praga una reunión para mañana, en la obra. Asegurate que esté Flammia y alguno de tus colaboradores. Yo iré con Eppenstein (Jefe de Operaciones de CNAI), lo llamaremos a Praga con las muestras de cables despanzurradas y le haremos creer que yo (Cosentino), hice venir un experto de Siemens desde Alemania para tener opinión sobre el problema”.
Al otro día llegaron Cosentino y Eppenstein. Este último lucía en su pecho una tarjeta identificatoria que decía “Eppenstein- Siemens AG”. Nos sentamos en una mesa de reuniones con los cables de muestra, abiertos, con las “pruebas del delito”. Cosentino le pregunta a Eppenstein: “¿vos sabes alemán?”. A lo que respondió Eppenstein, ¡No! Cosentino le dijo, “ahora vendrá Praga de IT, te enseñaré una sola palabra en alemán, que deberás pronunciar cuando yo te haga una pregunta: la palabra es Scheisse (una mierda). Poné cara de experto indignado y no digas más que Scheisse”.
Llegó Praga, siempre amable y educado y procedió a escuchar la explicación que le volvimos a dar sobre el problema de los cables. Cosentino acotó: “Como verás, Praga, yo tomé la decisión de tener una consulta técnica con los alemanes y me mandaron un experto, el ingeniero Eppenstein a quien le explicamos el problema y vio estas muestras”: “Was denken Sie über diese Probleme?” (¿Qué opina Ud. de estos problemas?). Eppenstein respondía indignado: “Scheisse!”. Praga, que sabía un poco de alemán, comenzó a ponerse nervioso y decirle a Cosentino: “Nosotros también tenemos autoridad en la obra y Ud. debió habernos avisado de esta visita, que es de la competencia».
La reunión duró mucho más y Praga, ya a la defensiva frente a las evidencias y en presencia de un “experto alemán”, acordó que Flammia viajara a Italia a la fábrica de TECAS y presentara el problema con la participación de representantes de IT.
Resultado: Se puso un “stop work” (detención de obra) a las tareas de cableado, hasta que CNEA obtuviera las medidas correctivas por parte de IT.
Días después, IT decidió tomar las acciones contractuales frente a TECAS, extraer la totalidad de los cables tendidos y reemplazarlos por nuevos, esta vez provistos por Pirelli Argentina, construidos como ‘Dios manda’. Supimos luego, extraoficialmente que TECAS se había declarado en quiebra. ¿Habrá sido por esto?».
Aquí termina la narración del ingeniero Díaz, que tiene decenas de anécdotas parecidas y las escribe con mucha sal. Nos dejó en marcha la mejor central nuclear argentina, pero ¿y si le pidiéramos además un libro?
Los cables TECA descartados se donaron a las municipalidades vecinas, por si los podían usar en algún tendido eléctrico local. Jamás los intendentes de Villa del Dique y de Villa Rumipal habían visto tanto cobre junto para revender.
Aquí nos tardó un rato en caer la ficha de que AECL era Gardel construyendo centrales CANDU en su tierra sólo porque en ella tenía dos tremendas empresas provinciales de montaje, y éstas se ocupaban de todo lo práctico, pesado, sudoroso o sucio. El rol de AECL en su propio país era de arquitecto nuclear, pero arquitecto de pipa y moñito, de los que no caminan la obra ni tienen que lidiar con proveedores, técnicos u obreros.
Para eso AECL tenía a sus dos firmas montajistas, constructoras a la sazón de los casi 200 gigavatios hidroeléctricos del muy lluvioso y fluvial sector atlántico canadiense. Una era angloparlante, Ontario-Hydro, y la otra francoparlante y «québecoise», Hydro-Quebec. Con la tradición separatista del Québec y lo archipodrido que está de la misma el resto del Canadá angloparlante, estas dos firmas no se hablaban mucho entre sí.
Esto, a la larga (ver próximo capítulo) salvó el proyecto de Embalse, cuando AECL y la CNEA empezaban a tener enfrentamientos cada vez más graves porque, muy contra lo que decían los contratos firmados, los canadienses nos estaban falluteando en las transferencias de tecnología. Y ni te cuento con las entregas.
Lo de la tecnología, en plena obra, era fatal para las firmas proveedoras argentinas de componentes. ¿Qué especificaciones les podía dar la CNEA para su fabricación, si los canadienses no entregaban los planos ni las planillas de cálculo, y con cada reclamo argentino volvían, volvían a volver a la carga con la exigencia que firmáramos el Tratado de No Proliferación (TNP), que además sabían de antemano que no firmaríamos? AECL parecía dividida en un Dr. Jeckyll y un Mr. Hyde, según los días, o habitada intermitentemente por el demonio, estilo Linda Blair, y no teníamos exorcista a mano. La interferencia de los EEUU era evidente.
Menos evidente fue la astucia con que los máximos ejecutores de Embalse, los ingenieros nucleares Jorge Cosentino y Eduardo Díaz, terminaron resolviendo parte de este asunto. Cada vez que la CNEA recibía un «NO» contundente de Ontario-Hydro, don Eduardo Díaz conseguía esa misma información técnica en Hydro-Quebec, que se había hecho relativamente amiga e incluso había aceptado mandar, mientras durara la obra, un contingente reducido de ingenieros a Córdoba para mediar con la intemperante AECL, gastos pagos por CNEA.
El encargado de «ablandar» al Ing. Guy Monty, «Commissaire» de Hydro-Québec, había sido el mentado Eduardo Díaz, y tuvo que presentar ante la plana de la firma québecoise toda la experiencia de la CNEA en montaje, operación y programas de calidad. Díaz narra que hizo de solista en maderas, bronces y cuerdas, pero lo logró. A la semana de su regreso desde Quebec, el télex (¡qué viejazo!) imprimió la aceptación de los canadienses francófonos.
La otra manganeta para salvar la obra fue la constitución de CNEA-Montajes. Era una empresa formalmente distinta de la CNEA, fundada únicamente para que operara de manera ágil en obra con el variopinto elenco de australianos, neozelandeses, galeses, escoceses, ingleses e incluso algunos canadienses que se había traído AECL a Córdoba, ninguno de ellos con gran kilometraje en construcción CANDU, ni muy ejercitado en diplomacia o castellano.
CNEA-Montajes y el agujero del mate no son inventos argentinos, como el colectivo y el dulce de leche, que tampoco lo son. CM sí fue una reinvención útil para apuros de este tipo de la figura de MCS (Main Construction Subcontractor) o SPC (Subcontratista Principal de Construcción). Los popes de AECL podían haberse vuelto chantapufis, pero no idiotas, y se daban cuenta de que aquí habían quedado como jamón del sandwich entre el dueño de la obra, la CNEA, y su ejecutor, CM, que tenían distintos modales pero eran la misma cosa.
Pero en la empresa canadiense entendían también que sin CM la obra no avanzaría jamás, y si no lo hacía, lo único que iba a cobrar AECL era un juicio internacional por incumplimiento de contrato, y un descrédito en su mercado natural: los países de desarrollo mediano con programas nucleares independientes. Si la Argentina había servido de vidriera valiosa a KWU-SIEMENS para mostrar sus fierros y su confiabilidad como proveedores, también podía servir de «showroom» para que la hasta entonces prestigiosa AECL, ahora habitada por el espíritu tóxico de Henry Kissinger, hiciera un papelón terminal.
Algo hay de formidable y duradero en la tecnología CANDU para que AECL lograra sobrevivir en estas condiciones hasta 2011, cuando finalmente cerró para ser vendida al grupo Lavalin (una constructora canadiense más experta en shoppings que en centrales atómicas) por 11 millones de dolcas, equivalentes a U$ 8,5 millones. Lavalin compró por chirolas una firma que construyó 49 centrales nucleares excelentes en 7 países, tal vez las mejores del mundo por disponibilidad. Pero me estoy adelantando demasiado a los hechos.
Sí los telefonazos del State Department asustaban a los contadores canadienses de AECL, la hiperinflación que se desató tras el 4 de junio de 1975, con el “Rodrigazo” (una devaluación del 160% del peso en 24 horas) los paralizaba. Con el casi el 1000% de inflación en el año posterior al Rodrigazo, ¿con qué les íbamos a pagar la obra terminada?
Pero los roles estaban también invertidos: en 1980 el «dolca», que no es una marca argentina de café instantáneo sino el dólar canadiense, llegó a tener una inflación del 22%. Un empresario argentino se mata de la risa ante una cifra tan amigable, y sigue trabajando para el estado y cobrando. Pero las centenares de empresas de suministros de AECL carecían del largo entrenamiento criollo ante tales eventos. Por eso vivían incumpliendo pedidos.
Embalse, que debió construirse en 6 años, tardó 10 debido a las frecuentes detenciones de obra. Y los “canuks” querían renegociar todas las condiciones del contrato, o irse al diablo. O ambas cosas.
Es frecuente que los socios estratégicos de la CNEA quieran tomárselas cuando la Argentina se queda sin un mango. Pero el problema real venía desde afuera. Presionada como nunca por los EEUU, la AECL había pasado de dulce novia a amarga suegra: si iban a completar ésta e incluso hacer futuras centrales con nosotros, quería ampliar las salvaguardias a “full scope”, es decir, darles alcance nacional y no exclusivo a la/s obra/s vendida/s. Repetían ese mantra, a sabiendas de que era una causa perdida y que aquí nadie iba a firmar el TNP. Eso había estado claro desde el principio.
Algo había estropeado irremediablemente la relación entre la CNEA y la AECL, y no era únicamente el desconcertado caos de la obra en Embalse, que mal que mal, avanzaba y crecía. Tampoco era la economía desquiciada del post-Rodrigazo, aunque con eso último habría alcanzado.
Era otra cosa peor: “el efecto Indira”. En 1974 los indios detonaron su primera bomba atómica, y sí que se pudrió todo.
Este tacho gigante que llega a la Central Nuclear Embalse es la calandria, donde 380 tubos de presión que contienen 4560 elementos combustibles con 84 toneladas de dióxido de uranio natural se bañan en agua pesada. Pese a las apariencias, es una pieza más liviana y barata que un recipiente de presión. Casi cualquier metalúrgica grande argentina de los ’70 podía copiarla.
Daniel E. Arias