Un compañero de trabajo me pregunta cómo se puede explicar que editar un libro en Europa (uno de esos libros de los proyectos de investigación colectiva de los que participamos) salga 2 mil euros y en tal editorial argentina por el mismo servicio pidan 5 mil dólares.
Le contesto, un poco distraído (estoy de vacaciones): “es que acá se roba mucho”. Me responde indignado por la superficialidad de mi comentario y mi falta de oportunidad. Pero, más allá de la retórica, creo que gran parte de la psicosis argentina tiene que ver con un double bind que cualquiera que haya tratado de comprar algo en las últimas semanas habrá verificado.
Escribo desde Mar del Plata, donde todo se negocia en cash o transferencia bancaria. La manía se explica un poco por la altísma inflación (en Mar Chiquita, un chiringuito nos informó que no pueden servir carnes porque no saben a qué precio cobrarla), pero es un hábito bastante federal y extendido desde hace años: al evitar la bancarización, se evaden impuestos. Los restaurantes entregan como comprobante de pago una “pre-factura” que carece de todo valor impositivo. Una cena: si uno paga con billetes contantes y sonantes (¿pero cómo uno podría caminar con semejante bulto en los bolsillos?) hacen descuento, si uno paga con transferencia bancaria, no. De tarjetas de crédito, ni hablar.
Fuimos a comprar un tacho de basura para la cocina a esos grandes almacenes de productos para el hogar. En la caja, una pareja muy joven generó un pequeño revuelo. Habían gastado más de lo que se autoriza sin declarar la identidad (número de CUIT, esas cosas). Se negaban a que los registraran, sobre todo, decían, porque iban a pagar en efectivo. Para demostrar tal propósito, sacaron de una mochila una parva de billetes de 500 (sin considerar la denominación, equivalía al bulto de un secuestro extorsivo en las películas). Les aconsejaron, para guardar el anonimato, que partieran la compra en dos y la registraran en dos cajas diferentes (ahora que escribo, censuro mi falta de curiosidad sobre lo que había en el carrito: ¿habrán sido una pareja de asesinos seriales que llevaban serruchos para trozar cadáveres?).
Era obvio que el joven comprador no quería que le preguntaran de dónde sacó todo ese dinero. Ni qué hablar de los estacionamientos en las playas o en la ciudad, los servicios de carpa, los consumos en los bares. En diez días no hemos visto un solo comprobante fiscal.
Existe una clase media con todavía alguna capacidad de consumo, pero en modo alguno dispuesta a pagar impuestos o procurar que alguien los pague. Es lógico, en ese contexto esquizofrénico (“no hay plata”, por un lado, pero la plata circula sin control, por el otro), que la “economía informal” se lleve puesta a la otra.
No es mucho lo que se les puede pedir a quienes veranean en Uruguay u otros destinos fuera del país, pero quienes anden por acá, deberían exigir comprobantes fiscales para que los impuestos sobre las ventas se calculen sobre los montos verdaderos. El Conicet y los comedores escolares, agradecidos.
Daniel Link