Milei y después. La Argentina que cambió

El título que elegí se puede entender de dos maneras distintas. Por eso, empiezo por decir cuál es la que yo elijo. Muchos analistas ven a la irrupción de Javier Milei y los «libertarios» en la política argentina como un hecho nuevo e imprevisto que cambió todo, y los confirman en esa opinión estos tumultuosos cinco meses de gobierno.

Tienen razones para pensar así. ¿Quién preveía, sólo tres años atrás, que un gritón panelista de TV iba a ser presidente de Argentina?

En cambio, yo creo, y voy a tratar de convencerlos a ustedes, que la llegada de Milei a la presidencia es una de las consecuencias de 
cambios profundos que se manifestaron en este siglo. Cambios que tienen origen, sí, en un problema argentino anterior: la falta de un modelo de desarrollo económico consistente. Problema que enfrentamos al menos desde mediados de la década de los ´70 del siglo pasado, cuando el modelo de industrialización para el mercado interno y pleno empleo encontró un límite. Más o menos al mismo tiempo que empezaron a crujir los «estados de bienestar» europeos.

Pero en este siglo la falta de un modelo aceptado por una mayoría de los argentinos fue acompañada por transformaciones sociales -en parte provocadas por esa ausencia, y en otra gran parte, por causas que están acelerando esas transformaciones en la mayoría de los países del mundo. Pero que el conjunto de nuestra dirigencia política no vio, o no quiso ver.

Afirmo esto con tanta convicción porque yo también me equivoqué. Hasta hace poco más de un año pensaba, como otros estudiosos con mejores credenciales, que las dos grandes coaliciones que hegemonizaban el sistema político nacional, las versiones actuales de las corrientes que nos expresan a los argentinos desde hace casi 80 años, el peronismo y el rechazo al peronismo, daban estabilidad a la política local. No fue así.

Hoy creo que hubo algo más que la frustración con gobiernos, que la misma gente que los había votado vivió como fracasos, o como desilusiones. La sociedad argentina había cambiado, y la dirigencia – y los analistas. no nos dimos cuenta de la profundidad de ese cambio.

No es que surgieron de repente realidades que no existían antes. Nada surge de repente en las sociedades humanas. Los cambios se dan cuando esas nuevas realidades crecen.

Esbozo aquí tres de ellas.

La pobreza y la exclusión -que existieron siempre, por supuesto- vienen creciendo en nuestro país desde los ´70 del siglo pasado, y se agravaron, mucho, en la segunda mitad de los ´90.

Sucedió que en este siglo, en el breve gobierno de Duhalde, se ensayó en 2002 una solución -el Plan Jefes y Jefas (de hogar, desocupados)- para paliar esa crisis que había llegado a límites insoportables. Los gobiernos kirchneristas ampliaron y formalizaron esa red de protección, con medidas tan necesarias como la Asignación Universal por Hijo, y un variado número de políticas sociales.

El gobierno de Mauricio Macri aumentó el número de beneficiarios de esos planes, porque sus medidas económicas no favorecieron el crecimiento del empleo privado. En realidad, durante su gestión desaparecieron muchas empresas pequeñas y medianas, las que en nuestra estructura son las mayores generadoras de empleo. . Por encima de la diferencia en las políticas económicas, la gestión de Alberto Fernández continuó esa tendencia en este campo, acentuada por las restricciones que impuso la pandemia.

Estos planes sociales evitan -en la mayoría de los casos- la indigencia. Pero no sacan a ningún beneficiario de la pobreza. Ni le dan la identidad, el respeto, que en otro tiempo brindaba el trabajo formal.

Es necesario decir que surgieron, y surgen, esfuerzos dignos para organizar y valorar las tareas que hacen los excluidos de la economía formal. Que, es cierto, trabajan bastante más que un empleado con horario. Así, la llamada «economía popular». Pero depende de los subsidios del estado nacional.

Nada necesariamente negativo en eso, por sí mismo. Muchos futuristas sostienen que es el destino de la mayoría de la humanidad, a medida que las máquinas se hacen cargo del trabajo. Como sea, el punto no es lo que va a pasar, sino lo que está pasando. Una gran parte de los «incluidos» -de las extensas clases medias argentinas, en la medida que «clase media» todavía significa algo- han empezado a mirar a los excluidos como en los países europeos se mira a los inmigrantes: gente ajena, oscura, hasta peligrosa, que se aprovecha del esfuerzo de los «ciudadanos de bien», una expresión que usa mucho Milei.

El hecho que los excluidos hacen los trabajos necesarios. que los «incluidos» no aceptan, no cambia esa mirada. Los hechos no cambian los prejuicios, en general.

No es el único cambio. Ni el más novedoso. Después de todo, el prejuicio hacia los «cabecitas negras» -hoy se abrevia «cabeza»- viene de los comienzos del antiperonismo, en los ´40 del siglo pasado. Lo que sucede es que se ha extendido mucho, y se le escucha a muchos votantes del peronismo, también.

Otro de los cambios, y muy importante, es generacional. Por supuesto, esto ha sido así en toda la historia humana. Viejos papiros egipcios mencionan la falta de respeto de los jóvenes. Pero que sea esperable, no hace que deje de ser un cambio.

En este siglo, la mayoría de los jóvenes no espera -muchas veces, no busca- un trabajo permanente. Más, les es difícil conseguir un trabajo formal, si no es por vínculos familiares o «contactos». Si es de clase media -en el sentido muy amplio que lo es la mayoría de los argentinos- es probable que considere probar suerte en Europa, Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda… Son (todavía) una minoría pequeña la que se decide a hacerlo, bastante menor que la suma de los inmigrantes que vienen a encontrar trabajo en Argentina. Aún si les sumamos quienes viven aquí y trabajan para empresas o clientes del exterior, aprovechando la deslocalización del trabajo en el mundo digital, son una pequeña porción de la «fuerza laboral». Pero influyen poderosamente en la actitud de los jóvenes trabajadores. Y en la realidad de las relaciones laborales.

Así, la legislación laboral y los sindicatos aparecen irrelevantes para muchos jóvenes. El sector etario donde fue más extendido el voto a favor de Milei.

Por supuesto, esto que describo es parcial. Todavía pervive mucho de la Argentina peronista. Y de la antiperonista. Y hay valores comunes que movilizan también a los jóvenes, como mostró la reciente, masiva, manifestación en defensa de la universidad pública y gratuita.

El tercer factor es, por supuesto, la economía. Resumo algo que he repetido muchas veces: el modelo económico de industrias protegidas, produciendo para el mercado interno y -en unos cuantos casos- para los países vecinos, que entre 1945 y 1975 brindó  crecimiento, casi pleno empleo y prosperidad -aunque no estabilidad- a Argentina, «cumplió su ciclo». Todos los intentos de resucitarlo han terminado en un capitalismo prebendario, proveedor del Estado o usufructuario de los «nichos» que proporciona.

Y los intentos «modernizadores», aperturistas -Martínez de Hoz, Menem-Cavallo, Mauricio Macri- terminaron en crisis más o menos severas. Nada hace pensar que no pasará lo mismo con el de Milei.

Así, la dirigencia política argentina -más precisamente, quiénes sean elegidos por la mayoría- están condenados a buscar un nuevo camino. Tanto si el gobierno actual se autodestruye en pocos meses -es posible- o dura tanto como el de Menem. Esto último me resulta difícil de creer, debo decir.

¿Hay algo nuevo, algo que aparece en este siglo, en este ciclo que yo mismo señalo se repite desde hace 50 años? Sí. Es el olvido de las consecuencias políticas de algo muy familiar a los argentinos en la segunda mitad del siglo XX: la alta, altísima inflación.

El final de la Convertibilidad, la Gran Devaluación del año 2002, provocó un salto inflacionario aún mayor que el que causó en el pasado mes de diciembre la devaluación del ministro Caputo. La dirigencia de ese momento estaba aterrada -fresca la memoria de las hiperinflaciones de Alfonsín y de los primeros años de Menem. Aún economistas «nac&pop» proponían una dolarización.

Finalmente, con medidas moderadas y prudentes se llegó a estabilizar la economía. Y luego empezó el crecimiento «a tasas chinas». Cuando estas empezaron a aminorar -siempre sucede, hasta en China- una modesta tasa de inflación parecía un precio aceptable para una política distributiva.

Claro, ya en 2022 y 2023, la inflación no era «aceptable». Pero la dirigencia argentina -en el gobierno; desde la oposición siempre se pueden plantear soluciones drásticas- estaba convencida que «ajuste» era una palabra horrible, que iba a ser rechazada por la sociedad.

Recuerdo haber discutido en esos años -siempre sostuve que la inflación era el factor que más desordenaba la vida de la gente, además de la economía- con funcionarios albertistas, cristinistas y hasta algún massista. Y su respuesta era la misma, y aparentemente sensata: «No se ganan elecciones con una política antiinflacionaria».

Hasta el próximo olvido, la lección que han aprendido todos los políticos argentinos -lo digan o no en público- es «El gobierno no gana elecciones con alta inflación».

Todo este largo texto -sin estadísticas ni ecuaciones; Pareto me llamaría «ageometroi»- es para tratar de convencerlos que es necesario empezar a pensar ya políticas económicas, sociales, de relaciones internacionales, adecuadas para la Argentina y el mundo que ya están a nuestro alrededor.

Debemos empezar por descartar la fácil asunción que Milei es una anomalía, y que una vez que este improvisado experimento «anarco-capitalista» se  autodestruya  volverá la «normalidad». Un pasado mítico anterior a 2015, o 2003, o 1945, o 1916… No hay máquinas del tiempo, compatriotas.

Abel B. Fernández

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