Hace 70 años: una entrevista a Teófilo Tabanera, el padre del programa espacial argentino

“En nuestro país se disponen a dar el primer paso para viajes siderales”. Así tituló la revista Mundo Argentino el artículo firmado por Gregory Sheerwood, posible seudónimo de un periodista especializado en artes y espectáculos.

El entrevistado era el ingeniero Teófilo Tabanera (1909-1981), “padre del programa espacial argentino”, como le llama el Ing. Pablo De León, y la fecha de la publicación es el 19 de mayo de 1954. Hace setenta años, justo cuando miles de jóvenes leían con gozo la revista Más Allá. Y 3 años antes del Sputnik, el primer satélite artificial.

El artículo plasma los conocimientos a los que, en ese entonces, accedía el público curioso a los esperados primeros pasos en el espacio. El entrevistado es un gran ejemplo de una época en que los argentinos soñaban con construir una patria en vez de ponerla en venta.

El mendocino Teófilo Melchor Tabanera, Ingeniero Electromecánico por la Universidad Nacional de La Plata, fue una figura clave en la historia de la exploración espacial argentina. Su interés empezó como espectador del cine visionario de Georges Méliès y en los albores de la primera cohetería. Muy pronto dedicó su vida a difundir, organizar e impulsar iniciativas que, en los años ’30, eran considerados “sueños locos”. Entre sus compañeros de aventuras estuvieron su inspirador, director de la primera revista astronáutica de América Latina, Ezio Matarazzo, los militares Ángel María Zuloaga y Aldo Zeoli, y otro precursor: el inventor y ufólogo Ariel Ciro Rietti.

 En 1949, Tabanera creó la Sociedad Argentina Interplanetaria, la primera organización de entusiastas del espacio en América Latina. Participó en la reunión que creó la Federación Astronáutica Internacional y aportó su entusiasmo a la organización. Escribió los primeros libros sobre exploración espacial en español y participó en numerosos cursos y congresos. En 1960, fue el primer administrador de la Comisión Nacional de Investigaciones Espaciales (CNIE). Organizó lanzamientos y proyectos internacionales casi sin fondos e invitó a su país a expertos internacionales, como Wernher von Braun y la tripulación del Apolo XI, a meses de su regreso de la Luna. Fue vicepresidente de la Federación Astronáutica Internacional durante siete mandatos y cofundó la Academia Internacional de Astronáutica.

Por el apego a sus sueños, y por sus aportes para poner al país en el casi imposible camino a las estrellas, la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE) bautizó con su nombre el Centro Espacial en Córdoba, ubicado a 30 km al sudoeste de la ciudad de Córdoba.

En 1979, el editor de Factor presenció una charla suya en la Escuela Técnica N. 9 Ing. Luis A. Huergo e intercambió unas palabras con él. Le bastó aquel encuentro para comprobar que uno de los fuertes de Tabanera fue su pasión por la educación.

Agradecemos a a Mágicas Ruinas por el rescate del texto de Mundo Argentino, la revista que durante los años ’50 dirigió Ernesto Sábato.

Por GREGORY SHEERWOOD

Hemos publicado en el número 2248 un notable artículo de Alexander Patrick, quien afirma que “muchos que hoy viven podrán ver los rápidos viajes a Marte y a la Luna”. Hoy insertamos un reportaje al presidente de la Sociedad Argentina Interplanetaria, ingeniero Teófilo Tabanera, que viaja constantemente hacia los cuatro puntos cardinales para asistir a las reuniones de hombres de ciencia que se vienen realizando con el objeto de resolver los viajes siderales, que cada día apasionan más en todas partes.

—Usted quiere decir que considera posibles los viajes siderales a la Luna, a los planetas, entre satélites, etc.

—Absolutamente posibles. Y tanto que también nosotros nos disponemos a construir un cohete que incursionará por regiones situadas más allá de los cien mil metros de la Tierra. Es hora de que los argentinos hagamos algo concreto en este sentido. Considero que ha llegado la hora de que también nosotros salgamos de la zona puramente teórica, especulativa, para meternos de lleno en el terreno práctico, en la zona de los hechos visibles, concretos. La construcción de ese cohete es otro de los motivos del viaje que haré dentro de pocos meses al otro lado del océano. Representaré a nuestro país en el Congreso Mundial Interplanetario que se llevará a cabo en agosto en la ciudad de Innsbruck, Austria. El problema de los viajes a la luna me apasiona. Quizá dentro de diez, veinte, treinta o cincuenta años usted, yo, cualquiera de nosotros esté metido en un satélite artificial, navegando a mil setecientos kilómetros de la Tierra y a la velocidad de más de veinticinco mil kilómetros por hora…

Observo con atención al que habla. Lo hace despaciosamente, con la naturalidad del que se refiere a acontecimientos naturales, inevitables, comunes. ¡Salta a la vista! Pertenece al grupo de Cristóbal Colón, esto es, de esos individuos que viven mirando siempre hacia adelante, mucho más allá de sus narices, de los que propugnan la realización de lo nuevo en contraste con los que no se cansan de decir: ¡No! ¡Eso no puede ser! ¿Imposible!, porque prefieren atenerse a lo precedente, a los hechos y teorías del pretérito, que puede ser pasado remoto o recientísimo. En otras palabras: el enfrentamiento de cualquier problema, por pequeño que sea, implica la superación de numerosas dificultades de distinto orden. Es entonces cuando aparecen netamente diferenciados los dos tipos clásicos del espíritu humano: el que mira con sentido positivo, que analiza los problemas y dificultades para ponerse de inmediato a la búsqueda de las soluciones, investigando y experimentando; y el que mira todo con sentido negativo, que analiza las dificultades para oponerlas como justificativo de su temor de realizar o su desgano de hacer; o aquel otro que lo niega todo por temor a lo desconocido. El conocimiento de la posibilidad de que la Argentina participase en la aventura del viaje sidéreo a la Luna había ocurrido inesperadamente en torno de una mesa de café. La mesa de un café es una especie de Ministerio del Interior al que afluyen noticias veraces y chismes de todo calibre sobre lo que ocurre en la cuadra, en el barrio, en la ciudad. Alguien había llegado a la manera de César: se sentó, pidió café y dijo:

Fue la chispa que encendió la polémica interminable: uno quiso llamar a Vieytes para que trajeran una camisa de fuerza para el informante; otros apoyaron, segurísimos de que así sería… Mientras arreciaba el fuego cruzado de los “sí” y de los “no”, yo me tomo las de Villadiego y aquí estoy ahora, en busca de la verdad, abordando al presidente de la Sociedad Argentina Interplanetaria, ingeniero Teófilo Tabanera, quien viaja periódicamente hacia los cuatro costados del mundo para asistir a los rendez-vous de los que están empeñados en la solución de los viajes siderales. Naturalmente, califica de absurda la noticia lanzada por el contertulio sembrador de rumores fantásticos.

—El viaje a la Luna sería una de las últimas etapas de la aventura sideral —prosigue el ingeniero Tabanera—. En los Estados Unidos, país al que se considera el más avanzado en este terreno, están todavía en el período de las primeras experiencias, lanzando cohetes teledirigidos a más de cuatrocientos mil metros de altura con monos, ratas y otros animales a fin de observar el efecto de los rayos cósmicos y hacer otras numerosas mediciones y observaciones útiles. Se cree firmemente que los Estados Unidos, Rusia y Gran Bretaña están construyendo satélites artificiales. Como son ultrasecretos, el que está interesado en el problema ha de experimentar e investigar por su propia cuenta. De ahí que los argentinos nos dispongamos a construir un cohete que permitirá ver qué pasa más allá de los cincuenta, cien mil o doscientos mil metros de altura. Tenemos que resolver infinidad de problemas. En la Luna, verbigracia, nos cocinaríamos de día y nos congelaríamos de noche, además de que pereceríamos rápidamente de asfixia y de sed, pues no hay, aparentemente trazas de oxígeno ni de agua. Otro aspecto importante que ofrecerá graves inconvenientes a los viajes interplanetarios será la presencia de meteoros, meteoritos y polvo sidéreo. Descartando los meteoritos, que, a pesar de ser los más grandes, algunos de miles de toneladas de peso, son los más escasos, debemos preocuparnos principalmente de los meteoros. Alrededor de ocho mil millones de meteoros entran en la atmósfera terrestre cada día. Pero sólo una cantidad ínfima puede ser vista o llegan a la superficie terrestre (meteoritos), pues la atmósfera reduce su velocidad y los consume por roce. En el espacio sideral, o en la Luna o en los planetas sin atmósfera, el problema puede ser grave, porque no existe esa capa protectora que posee la Tierra.

Los meteoros son partículas de diversos tamaños, desde trece milímetros las mayores hasta cinco diez milésimas de milímetro las menores y viajan a velocidades fantásticas del orden de los treinta a cuarenta kilómetros por segundo. Los cuerpos más peligrosos por su dimensión, aquellos de trece milímetros de diámetro, son los menos de temer, ya que existe una probabilidad de choque de un navío cohete con uno de ellos cada… cinco mil millones de horas. En cambio, los más pequeños, son de cinco diez milésimas de milímetro (más pequeño que cualquier grano visible de arena). Por el contrario, son más abundantes y chocaríamos con ellos a razón de dos mil novecientos cincuenta encuentros cada hora. Como su velocidad es enorme, pueden perforar o, por lo menos, dañar la envoltura exterior de la nave si no es suficientemente fuerte. Sin embargo, una chapa de acero de no más de un milímetro es suficiente para salvar el peligro. En cuanto a los tripulantes que salgan de la nave, la cantidad de choques posibles es menor, pero su vulnerabilidad es mayor. No quisiéramos recibir en nuestro cuerpo un bombardeo de quinientos de esos minúsculos corpúsculos por hora, ni siquiera cincuenta, puesto que, en pocas horas, estaríamos llenos de perforaciones microscópicas, pero dañinas. Tendremos, en consecuencia, que inventar una coraza que esperamos no será tan pesada como las que vimos en los museos y que usaban los caballeros medievales.

En cuanto a los Rayos Cósmicos, de los que sabemos muy poco, hasta ahora resultan aparentemente tan peligrosos como las irradiaciones que se producen en las pilas atómicas o en las explosiones que de cuando en cuando suceden en alguna región del mundo. Nuestra atmósfera otra vez nos protege de este peligro cósmico, pero en este caso la ayuda el magnetismo de la Tierra, que desvía los rayos, que no son otra cosa que partículas cargadas de electricidad y se mueven a velocidades de más de cien mil kilómetros por segundo. Estas partículas, sumamente pequeñas, son núcleos atómicos de muchos de los elementos químicos existentes y poseen una energía enorme, mayor de la que pude ser obtenida hoy en día en cualquier fuente de radiación terrestre, natural o artificial. En este aspecto habrá todavía bastante que investigar, enviando cohetes a grandes alturas, tal como lo hacen los norteamericanos. Una vez sabido a ciencia cierta todo lo que puede saberse sobre los rayos cósmicos, habrá que ponerse a la tarea de buscar solución a dos problemas: primero, manera de protegerse de ellos; segundo, posibilidad —si la hay— de aprovechar su energía. En fin, que éstos y muchísimos otros problemas tendremos que resolver con la construcción de ese primer cohete espacial, primera etapa del viaje que algún día no lejano realizaremos a la Luna.

La afirmación simple, sencilla, natural de este hombre de mi ciudad suena a cosa fantástica, desconcertante. Sin embargo, los infinitos acontecimientos de la historia dicen que pronto será realidad uno de esos sucesos recuerda aquel hecho memorable ocurrido el 17 de diciembre de 1903, cuando el profesor y hombre de ciencia doctor Newcomb demostraba ante la Academia de Ciencias de Francia que, debido a los pesados materiales hasta entonces conocidos, era imposible sustentarse en el aire y volar con motor de explosión; ese mismo día, por rara coincidencia, los hermanos Wright realizaban su primer vuelo a motor e insistían por décimo octava vez ante las autoridades pertinentes que se les concediera la patente repetidamente negada por creer que se trataba de ideas des cabelladas. De esto hace poco más de cincuenta años. Hoy los aviones vuelan tan alto y a velocidades que rompen la barrera del sonido.

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