Lo que cambia con Trump. Y lo que no

    Esto fue publicado hace 6 días, el 31 de octubre, en mi blog, El blog de Abel. Por eso la precaución en el primer párrafo. Sostengo lo que digo en el resto.

    La advertencia de rigor: el título no es un pronóstico. Es cierto que la «guita sabia» (smart money, dicen los gringos) ve un triunfo del Donald. Pero las certezas absolutas sólo existen en matemática.

    En cualquier caso, mi énfasis aquí está en la segunda parte del título: lo que no cambiaría, ya sea Trump o Harris el inquilino de la Casa Blanca a partir del 20 de enero de 2025.

    Mi enfoque parece excéntrico: ante la elección del próximo martes, la «casta  opinadora» dice que es la más importante en la historia de EE.UU., y despierta una atención, y hasta pasiones, sin precedentes en el resto del mundo.

    Sin embargo, se trata de la mirada tradicional de la geopolítica: se supone que toma en cuenta los datos de la geografía física, demográfica y económica, para evaluar las capacidades y, hasta cierto punto, los objetivos posibles de las naciones.

    Atención: «hasta cierto punto». Los hombres, y las mujeres, hacen diferencia con sus ambiciones, sueños y temores. Empiezo así con un breve repaso de lo que cambiaría si siguen los Demócratas o vuelve Trump.

    Dos observaciones necesarias para poner los límites a la audacia del planteo (la bola de cristal está empañada…): 1. Me limito a analizar la posibilidad de cambios en la política exterior de EE-UU. El enfrentamiento en esta elección incluye la gestión de la economía y -muy visible- una batalla cultural. Ambos aspectos influirán -es inevitable- en su política exterior, así que los voy a mencionar, sin profundizar.

    2. Los invito a tener presente la frase que usé  «… si vuelve Trump». El Donald ya fue Presidente entre el 20 de enero de 2017 y la misma fecha de 2021. El mundo cambia, y las grietas en la sociedad se hacen más profundas, pero el personaje es conocido. 

    Y los sentimientos y los reclamos de sus votantes ya estaban muy vigentes. No sólo entre los obreros que perdieron sus empleos en la industria con la globalización, o se sienten amenazados por la inmigración. También entre megabillonarios del petróleo o de internet, fastidiados por las reglamentaciones que promueven las (otras) élites.

    Qué se plantean hacer Harris y Trump con el resto del mundo

    Creo que es necesario -por el ruido de la mencionada batalla cultural- hacer una aclaración obvia: la «Agenda 2030» y el «Pacto para el Futuro» no son políticas del gobierno de EE.UU.

    Son declaraciones elaboradas por diplomáticos y funcionarios en el marco de la ONU, y tienen el mismo peso en las decisiones de Washington como en las que se toman en otras capitales importantes: Cero.

    Si tienen lugar en la discusión política, y en los discursos de políticos en busca de repercusión -como nuestro actual presidente- se debe, justamente, a la batalla cultural en curso. Esos documentos se redactaron manteniendo la convención que los gobiernos tienen un objetivo común en disminuir la pobreza en el mundo y mantener la habitabilidad del planeta.

    Los Republicanos en la era Trump, como otras fuerzas políticas afines en otros países, entre ellos el nuestro, consideran que son ideas socialistas y peligrosas. Pero es una discusión para sus respectivas tribunas: muy pocos gobiernos estarían dispuestos a sacrificar sus intereses inmediatos en pos de esos fines.

    En realidad, desde que a principios de este siglo se empezó a desvanecer la ilusión de un «Fin de la Historia» tanto Demócratas como Republicanos son conscientes que EE.UU. debe definir sus objetivos fundamentales en política exterior y establecer prioridades para el uso de sus recursos.

    La diferencia está en lo que cada partido define como «objetivos fundamentales». En mi opinión, esa diferencia no es -no puede ser- demasiado grande.

    Es cierto que los Demócratas tienen una tendencia histórica -la señalaba, entre otros, el difunto Dr. Kissinger- hacia un «intervencionismo wilsoniano».

    Los dirigentes Demócratas afirman, y hasta cierto punto lo creen, que es en interés de EE.UU. promover las instituciones liberales, y que los gobiernos se basen en «el consenso de los gobernados». Eso no les impidió apoyar y/o asociarse con dictaduras -algunas de ellas bastante horribles- pero mantienen el discurso, y algunas presiones en esa dirección.

    En cambio, Trump deja muy claro que sólo le interesa defender lo que él define como los intereses concretos del pueblo estadounidense y de sus empresas. El resto del mundo, no es su problema, en tanto no afecte esos intereses.

    Por eso, muchos partidarios articulados de Trump sostienen que su triunfo es deseable para reducir el riesgo de una guerra aún mayor en Ucrania, con un uso posible de armas nucleares.

    Siempre en mi falible opinión, este argumento tiene peso. Después de todo, durante el mandato de Trump, los demócratas lo acusaban de «soft on Putin», blando con el presidente ruso.

    Pero ese peso es limitado. Si bien la integridad territorial ucraniana no sería una consideración importante para Trump (no se sabe si lo sería para Harris) y el Donald ha reclamado a los europeos que se hagan cargo de los gastos de su propia defensa, es improbable que EE.UU. abandone el punto central de su estrategia global desde la Primera Guerra Mundial: impedir que una Potencia o una coalición hostil alcance la hegemonía militar en Eurasia.

    EE.UU., como Gran Potencia, sólo tiene a mi entender otro objetivo de igual o mayor importancia: conservar la hegemonía militar en el Hemisferio Occidental. Los latinoamericanos debemos tener en cuenta esto.

    Por mi parte, no me animo a pronosticar cuál sería un final aceptable -¿un armisticio?- de la guerra en Ucrania para Trump o Harris y para la Federación Rusa. Lo único que digo es que no creo que incluya la provisión de combustible para la Unión Europea de la que Merkel trazó las bases junto a Putin. Es evidente que ese no es un objetivo para los EE.UU.

    En otro de los actuales, y eternos, puntos calientes del globo -el Medio Oriente- no veo diferencias profundas entre los dos candidatos.

    Algunos de los pensadores norteamericanos de la escuela realista -que miran con simpatía a Trump- han sostenido públicamente que el apoyo a Israel le trae más costos que beneficios a EE.UU. Pero durante su administración, Trump defendió las políticas israelíes y dispuso el asesinato de un prestigios general iraní.

    Y en el otro gran escenario de enfrentamiento, el Indo-Pacífico… Si de algo no se puede acusar a Trump, es de ser «blando con China».

    Eso sí, la preocupación de algunos publicistas yanquis con los BRICS como posible alianza anti «occidental», es pura paranoia, resabio de un pensamiento que vaticinaba «un siglo americano». En los BRICS está India, un interlocutor necesario para cualquier potencia que quiera equilibrar el peso económico y demográfico de China.

    Para Argentina ¿qué cambiaría con el triunfo del Donald? ¿Y con el de Kamala?

    En el escenario político, la victoria de uno o de otra tendría un impacto muy importante. Con el de Trump, Milei se sentiría reivindicado en su alineamiento, su discurso y hasta su estilo. Si ganara Kamala, la oposición local experimentaría ese mismo estímulo, y los medios gráficos se encargarían de amplificarlo.

    Pero cualquiera de los dos, será un impacto efímero.

    El futuro presidente de los EE.UU. tendrá temas más urgentes de que ocuparse a partir del 20 de enero.

    Y Argentina, por población, por extensión territorial, recursos, y por -a pesar de errores y locuras- el tamaño de su economía, es un actor importante en Latinoamérica.

    Pero es irrelevante en los términos de la ecuación de poder global, excepto como proveedor de commodities. En lo que compite, justamente, con los EE.UU.

    No hemos sabido desarrollar en forma consistente las claves del poder en el mundo actual: el desarrollo científico y tecnológico.

    Desarrollo al que el nivel de nuestros investigadores nos permite aspirar. Actualmente, muchos de ellos y ellas lo están mostrando en otros países…

    Entonces, la identificación con «Occidente» (EE.UU. e Israel) de nuestro actual gobierno es tribunera. Como señalé en un artículo en el que intenté esbozar una geopolítica desde nuestra ubicación geográfica y productiva, nuestros clientes principales no están en «Occidente».

    También es tribunero, o sentimental, el antiimperialismo de una parte de la oposición.

    No estamos en condiciones de participar en los enfrentamientos globales. Nuestras Fuerzas Armadas no pueden, por ahora, ni siquiera defender nuestros intereses en el Atlántico Sur.

    Nuestra mejor estrategia es, entonces, desarrollar nuestras propias capacidades. En el mundo peligroso de estos años y los que vienen, nadie nos ayudará si nosotros no nos ayudamos.

    Abel B. Fernández