Extranjerización: fondos de capital estadounidenses compran Biosidus, vanguardia del negocio de biotecnología en Argentina

La firma argentina de biotecnología tiene nuevos dueños desde EE.UU.
La firma argentina de biotecnología tiene nuevos dueños desde EE.UU.

La compañía ACON Investments anunció que, en sociedad con Humus Capital Partners, una compañía de inversiones argentina, adquirieron la participación accionaria mayoritaria en Biosidus, la fabricante y proveedora de productos farmacéuticos biosimilares de alta calidad más grande de Argentina, con exportaciones a más de 25 países a lo largo de cuatro continentes.

Para Biosidus, la empresa que a puro riesgo propio y apalancada en los biólogos que producía la Universidad Nacional de Buenos Aires introdujo hace 4 décadas la ingeniería genética en la farmacología argentina, esto es una solución. Para el país, más que un síntoma, es la enfermedad en sí.

Esta movida sigue un patrón de extranjerización similar al de Bioceres que recientemente comentamos aquí.

ACON y HCP continuarán la estrategia de expansión internacional de Biosidus, aprovechando su historial de más de 150 millones de dosis de productos farmacéuticos biosimilares administradas en las últimas dos décadas.

La cartera de productos de Biosidus incluye algunos de los biosimilares más exitosos desarrollados hasta la fecha, con un enfoque en el tratamiento de la insuficiencia renal crónica, el cáncer, la esclerosis múltiple, la deficiencia de la hormona del crecimiento y la osteoporosis, entre otros.

ACON es un inversor con trayectoria en América Latina: puso más de $1.600 millones de dólares en la región en las últimas dos décadas, y apostó a la experiencia y reputación de Humus Capital (HCP) en Argentina.

Santiago García Belmonte, CEO y accionista de Biosidus dijo que esta compra por ACON y HCP permitirá llevar a su empresa «al siguiente nivel». En representación de ACON, José Miguel Knoell, Socio Director de la Compañía, dijo estar entusiasmado de asociarse a la trayectoria en innovación de Biosidus y a su tradición de desarrollar medicamentos avanzados a un costo accesible en los mercados emergentes. Ramiro Lauzan, Socio Director de HCP, llamó a Biosidus «una pionera dentro del orgulloso legado del ecosistema científico», y apuesta a que esta asociación la vuelva más fuerte y le dé más presencia global. Pese a ser una empresa mediana, que factura unos U$ 60/año, Biosidus ya es global. «El siguiente nivel» quizás pase por serlo de un modo muy contundente.

Fundada en 1996, ACON es una firma de inversión internacional con sede en Washington que administra unos $ 5.300 millones de dólares y tiene oficinas en Los Ángeles, São Paulo, Ciudad de México y Bogotá. Fundada en 2010, HCP es otro fondo de inversión con sede en Buenos Aires, que invierte básicamente en empresas familiares de industrias muy diversas en Argentina, Chile y Uruguay, a menudo como socio local de preferencia de inversoras multinacionales.

Biosidus surgió en los ’80 como una rama «high tech», basada en la ingeniería genética, emergente del viejo grupo Sidus, fuerte en farmoquímica tradicional, y con una facturación sostenida de U$ 200 millones/año. Desde fines de los ’80, acaparó la atención cuando empezó a producir citoquinas humanas (hormonas del sistema inmune) primero en bacterias modificadas y luego en cultivos de células CHO (Chinese Hamster Ovary), de ovario de crías de hamster). Revolucionó la medicina argentina, porque con una cadena propia de ciencia básica, aplicada y tecnología, sin perde un centavo en compra de patentes externas, puso al alcance de la población argentina moléculas que son «game changers» en enfermedades severas. Antes, al depender de la importación, resultaban intratables por impagables.

Hubo hitos dramáticos en esa historia: la EPO, o eritropoyetina, que permite que la gente en insuficiencia renal tenga niveles normales de glóbulos rojos, en lugar de quedar postrada por falta de los mismos (y de oxígeno en sus tejidos). O el Filgrastim, que estimula la hiper-producción de células blancas inmunológicas y hoy se suministra antes de una quimioterapia fuerte, de modo que el bajón de defensas del paciente sea menos profundo y dure menos tiempo. Y así se podría seguir.

Antes de que Biosidus transfectara células BHK con genes humanos, la EPO en Argentina sólo se conseguía recolectando orina de la población de una localidad rural correntina minúscula, cercana a los Esteros del Iberá, alejada de ciudades y caminos y fuertemente endogámica. Por una rareza genética tipica de las situaciones de aislamiento, los pobladores de esa aldea expresaban cantidades inusuales de EPO en su orina. Recolectarla, trasladarla con cadena de frío y extraer la hormona para volverla un fármaco era carísimo. Nadie accedía al medicamento: los propios nefrólogos desconocían su existencia o ignoraban cómo conseguirlo.

La EPO de Biosidus fabricada masivamente en instalaciones que parecían (siguen pareciendo) de ciencia ficción. Es un mundo en el cual, tras blindajes y aislamientos múltiples, hay personas ejecutando mediciones y ajustes misteriosos en computadoras muy distintas de la que uso para escribir este artículo, y «racks» giratorios de botellones llenos de solución nutriente, rosados por la adherencia interna de una película de células CHO. Esas instalaciones sacaron de la postración a decenas de miles de argentinos con insuficiencia renal, o en diálisis. Hasta dieron origen al primer juicio de la historia argentina por parte de un jubilado contra su obra social, que se negaba a suministrársela «porque no estaba en el vademecum habitual» (y le resultaba más barato dejar al paciente tirado en una cama).

Era 1991, pero el juez marplatense a cargo del caso convocó a un tribunal de bioética. Por primera vez en la historia argentina, hubo contadores, actuarios y médicos discutiendo ante un tribunal con filósofos. Ganó el jubilado por goleada. Cada biofármaco que introdujo Biosidus tiene historias similares, extraordinarias, de buen final y mayormente desconocidas.

Biosidus se volvió una «rock star» de los suplementos científicos de los diarios de papel, pero también de las tapas. En 2002 modificó genéticamente otro organismo para expresar la somatotrofina hipofisiaria, u hormona del crecimiento humano (hGH). Pero esta vez no se trató de cultivo de células CHO en botellones, sino de una vaca lechera Jersey, «Pampa». Se la transfectó como embrión, que nació y creció hasta edad reproductiva. Y después se procedió a clonar esta vaca en la progenie llamada «Pampa Mansa». Con la hGH extraída de leche de esa progenie puede gestionarse el tratamiento de todos los casos de enanismo infantil del país.

La hGH es una hormona efectiva pero que requiere de inyecciones diarias. Es un tratamiento que en los ’90, antes de la producción local podía costar U$ 2000 mensuales por cada chico. Las obras sociales y prepagas no querían saber nada de él. La hGH es la misma hormona que un médico deportivo le negó, por demasiado cara, a un pibe rosarino con un fuerte enanismo. Era muy habilidoso en el fútbol y lo apodaban «La Pulga». Su familia pagó el tratamiento como mejor pudo. Eso sí, Rosario se perdió un jugador interesante, un tal Lionel Messi. También el país.

Biosidus era entonces una empresa mediana pero todavía familiar, dirigida entonces férreamente por Marcelo Argüelles, CEO del grupo SIDUS. «El otro Marcelo», Criscuolo, también bioquímico, estaba a cargo de Biosidus. Corrían los ’80, cuando «los inversores sabios» enterraban fortunas en las mesas de dinero de la City. Argüelles prefería hacerlo en mesas de laboratorio. Los dueños de otros laboratorios lo tenían por una excentricidad de dandy (Argüelles fue corredor, y alguna vez tuvo una colección de autos). El hombre explicaba su apuesta en otros términos: era forzoso «incubar» a «Bio», como se la conocía dentro del grupo: cuando ésta creciera, mantendría a la empresa madre. No se equivocó.

«Bio» no perdió tiempo en buscar mercados externos. En los del Hemisferio Norte, su rol se volvió el de proveedor de biomoléculas genéricas que aún se venden con el nombre de los gigantes farmacológicos estadounidenses o europeos. A la firma criolla le sobraba calidad para ser marca propia, pero pagaba su pecado original: venir de una república que exporta básicamente de productos primarios o casi sin elaboración. En la economía mundial del conocimiento, nuestra «marca país» juega en contra.

Hasta ayer nomás, Biosidus era, para ciertos argentinos, un orgullo secreto, una firma «de bandera» para los escasos argentinos que habitan la economía del conocimiento. Aunque oculta de la vista del público internacional por su elección forzosa de fabricar genéricos, casi no dejó continente sin pisar. Tiene un negocio global de biosimilares (moléculas prácticamente idénticas a citoquinas y otras hormonas humanas) en Asia, África, Europa del Este y América Latina. Biosidus cuenta con dos plantas de fabricación, una en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, ahora dedicada a Investigación y Desarrollo y a la producción de biomoléculas, y otra en la Provincia de Buenos Aires, donde se encuentran las operaciones de llenado aséptico, liofilización y empaque.

Hace poco, Bayer Monsanto se compró el 5% del paquete accionario de Bioceres, otra compañía «de bandera» para la escasa tribuna de los argentinos a favor de un renacimiento científico, industrial y tecnológico del país. Bioceres, señores, tiene las patentes más valiosas de la historia nacional, punto. Hablamos de miles de millones de dólares. Hasta hace meses, esa joya era 100% argentina. El caso de Biosidus es la segunda desnacionalización significativa en el mercado de las biociencias «top» argentina.

Se podrá argumentar que desde los años ’80, la adquisición de compañías pequeñas, ágiles y creativas es el modo habitual en que las grandes y burocráticas acceden a la innovación. Y es cierto. Pero hay que estar medio ciego para no ver que estos casos son tragedias.

Se podrá argumentar que somos un país «sexy» en innovación. Y que por eso la Argentina sigue «inventando» este tipo de compañías chicas pero apetitosas, llenas de «game changers» biotecnológicos. Y que eso es indicio de la robustez del sistema científico y universitario público en biociencias. Aceptado.

Nuestro «jogo bonhito» en biotecnologías es indisociable del status de la Universidad de Buenos Aires como la mejor del mundo hispanoparlante, o de la fortaleza en ciencias duras de las nacionales de Córdoba, Rosario, La Plata y la de San Martín. Asunto que se explica por una fortaleza en recursos humanos científicos en ciencias de la vida. Hecho que su vez se deriva de que nuestro país sea el único de la región con tres premios Nóbel en bioquímica y medicina, «un orgulloso ecosistema científico» -como lo describió Ramiro Lauzán- nada habitual en Sudamérica. Y no por otra cosas somos también el único país hispanoparlante que controla con firmas propias más del 60% de su mercado interno… y que exporta. Como siempre, más decisivo que sustituir importaciones resulta sustituir exportaciones. Cambiar la marca país.

Pero una golondrina no hace un verano. Lo que no es un indicio de robustez para la economía nacional es que nuestras firmas emergentes en biociencias sean compradas por multinacionales o por fondos de inversión externos. Cuando eso sucede, el flujo de los dólares se invierte: empiezan a irse. Como se fue Messi. Los goles de «La Pulga» en el Barcelona no le dan puntos a ningún equipo de Rosario.

Si un gigante farmacológico estadounidense se compra una firmita emergente californiana,  la plata queda dentro de los EEUU, «el ecosistema de ellos». Pero así como el fútbol argentino nunca mejoró exportando genios, este 2018 parece un año en que, por desinversión pública y privada en ciencia y tecnología, empezamos a exportar firmas que son nuestros equivalentes a Messi en biociencias.

Seguimos pagando el efecto de «la marca país».

Y agravándolo.