(Los dos capítulos anteriores de esta historia están aquí y aquí)
POR QUÉ PERDIMOS EL PULQUI: TANTA DIVERSIDAD MATA
Los aspirantes a piloto aprenden muy rápido que la pista tiene un “punto de no retorno”, variable según el tipo de avión y aeródromo. Es el lugar a partir del cual una vez atravesado en carrera de despegue, ya no hay suficiente pista delante para frenar. A partir de ese punto sólo se puede acelerar aún más hasta que las alas generen suficiente sustentación para salir volando. La opción es hacerse puré en la cabecera de salida.
Creo que algo de eso sucedió con el Pulqui, proyecto que pasó el punto de no retorno en 1953, y en lugar de acelerar se dispersó inofensivamente en pulir y pulir prototipos con cantidades decrecientes de plata y de gente. Sólo que la que se hizo puré –en materia de prestigio, luego, y muy lentamente, en todo lo demás- fue la Fábrica Militar de Aviones. En aquel momento de apogeo se llamó Instituto Aerotécnico (Institec) y a continuación, IAME (Industrias Aeronáuticas y Mecánicas del Estado).
En 1956 el Pulqui fracasó oficialmente por una decisión secreta del comodoro Heriberto Ahrens que el resto de la Fuerza Aérea Argentina (FAA) acató. Pero no toda.
Como es fama, en 1956 y ante la “inminente” desprogramación de los Gloster Meteor (¡los últimos volaron en 1971!), Ahrens se reunió con el Ing. Guillot, a cargo de la fábrica de aviones en Córdoba. Le preguntó cuánto tardaría en equipar a la Fuerza Aérea con 100 Pulquis. Guillot contestó que con los componentes que en stock podía entregar 10 aviones de inmediato, pero que para llegar a 100 necesitaría 5 años.
Ahrens respondió que ante semejante tardanza “no tenía otro remedio” que aceptar una propuesta de 100 F-86 Sabre “llave en mano” de los EEUU, repotenciados con la turbina canadiense Orenda, que “tiraba” 2,9 toneladas de empuje. Eran 0,6 toneladas más que la Rolls Royce Nene II.
Y era un “bluff”: la USAF entregó los Sabre de 2da mano “por goteo”, en el estado en que habían vuelto de Corea (hechos fruta), en cantidad de 28, con turbinas GE originales ya agotadas, y se tomó 6 años para el último. Nos estaba enseñando nuestro nuevo lugar en el mundo el Tío Sam. Cucha, perro.
Si el tío Heriberto era socio de aquel tío, es tarde para averiguarlo: desgraciadamente, hoy sólo puede juzgarlo la historia. Pero si Ahrens pudo evitar el escarnio de sus pares u hoy una investigación póstuma, si 62 años más tarde el olvido lo iguala a miles de militares mejores es, señoras, señores, porque 3 años antes de 1956 el proyecto Pulqui NO aceleró al pasar el punto de no retorno. Y eso sucedió porque el IAME estaba disperso en demasiadas cosas.
Al respecto, quisiera impugnar, al menos un poco, la tesis ya famosa de Alejandro Artopoulos, casi un epitafio del Pulqui. Cito su “abstract”:
“El Pulqui II fue un proyecto de avión caza desarrollado en la Argentina durante un poco más de cuatro años entre 1949 y 1953. No solo se trató del diseño número treinta y tres de la estatal Fábrica de Aviones de Córdoba, también representó para la Argentina la oportunidad única de formar parte de la élite de países que dominaron tempranamente la tecnología de aviones propulsados por motores jet. Si bien los prototipos fueron probados en vuelo con relativo éxito, el proyecto industrial de producción en serie nunca se concretó. La administración peronista lo abandonó para fundar un polo de industria automotriz en Córdoba. Un proyecto industrial con menos ambición tecnológica pero con proyección estratégica, ya que pondría a la Argentina, por al menos una década, al frente del proceso de industrialización de Latinoamérica”.
El proyecto industrial al que se refiere Artopoulos, es decir el IAME, llegó a emplear a 15.000 personas, mayormente obreros especializados, técnicos e ingenieros, entre ellos, decenas de genios mundiales de diseño venidos de media Europa, algunos por criminales de guerra, la mayor parte, escapando de la pobreza de posguerra. Transformó para siempre la economía cordobesa y al menos, hasta 1976, la nacional. Nos hizo, hasta bien entrados los ’60, EL país industrial de la región.
Con elegancia borgiana, Artopoulos sentenció: “Tuvo que morir el Pulqui para que naciera el Torino”. Sin embargo, esta verdad profunda esconde un error de apreciación: el Pulqui (sucede fácilmente con los aviones de caza), se había vuelto un emblema nacional. Y con los emblemas hay códigos: si uno arría la bandera es para rendir la nave. El Pulqui, para mal del IAME, era su bandera.
Por eso en 1953 fue un error grave no acelerar el proyecto y sacarlo volando. Porque la nave rendida no fue este avión en sí: fue toda una industria de alta tecnología que perdió una apuesta arriesgadísima (pero ya empeñada) en competir a la par con los grandes constructores de la 2da Guerra. 100 Pulquis en la Argentina y darle la coproducción bajo licencia a algún fabricante yanqui o europeo nos habrían vuelto un jugador mundial al menos de la categoría de Francia. Y de golpe.
Aunque la idea de Artopoulos es original y persuasiva, no hacía falta sacrificar este caza para fabricar pick-ups Rastrojero, tractores Pampa y motocicletas Puma, los 3 grandes éxitos de mercado interno del IAME. A no dudar, estos 3 eran vehículos mucho más necesarios que el Pulqui para generar trabajo calificado, desarrollar el mercado interno argentino y expandir la metalmecánica cordobesa.
Lo que sí hacía falta era degollar otros proyectos aeronáuticos excelentes pero menos exportables… salvo que el Pulqui se volviera un ícono y les abriera camino en el mundo, “por marca”. Porque el problema no es la calidad de los muchos vehículos con o sin alas en que se involucró el Institec y luego el IAME, sino su cantidad. “Zorro que corre tras todas/no caza ninguna gallina”, como dicen en Ulan Bator.
En 1953 la decisión (espantosa) de empezar a tirar bebés por la borda para poder llegar remando a puerto con el mejor de todos debieron haberla tomado el Brigadier General Juan Ignacio San Martín, ya ascendido a Ministro de Aeronáutica, y su jefe, el presidente Juan D. Perón. Pero San Martín estaba encandilado (¿y quién no?) con los proyectos que le presentaban tantos tecnólogos de fuste, europeos y/o nacionales, y Perón estaba encandilado por San Martín. Ambos tenían el “sí” fácil y se entiende por qué. “Un contador, ahí”, como dicen en Chascomús.
Cada una de esas joyas aeronáuticas insumía miles de horas de ingeniería en diseño, y si pasaba a prototipo, centenares de miles. Si luego no avanzaba a construcción en línea de montaje, toda esa inversión se perdía, sin contar los materiales. En 1950 el país todavía era rico, el gobierno, fortísimo y todo dispendio parecía posible.
No así 3 años más tarde.
El Ia-38, uno de los demasiados proyectos excelentes que habría que haber liquidado a tiempo.
La lista de proyectos aeronáuticos a matar o al menos “frizar” era horriblemente sencilla: todos los del IAME, salvo el Pulqui y la fábrica de sus turbinas Rolls Royce. ¿Y por qué? Porque si fracasaba comercialmente el Pulqui y además caía Perón (en 1953, ya no era una imposibilidad), todos aquellos aviones maravillosos quedarían desamparados por una nueva nomenklatura genuflexa ante los EEUU, de la que el Tío Heriberto fue un exponente puro y duro. Y voy mostrando algunos de tales proyectos, para que nos entendamos.
Ia-30 Ñáncú, caza de escolta de largo alcance de los bombarderos Lancaster y Lincoln con que Inglaterra nos pagó su deuda de guerra. Era casi transónico. Se lo sacrificó por el Pulqui.
Ia-37, prototipo de planeo de un interceptor supersónico de Reimar Horten que no llegó a construirse. Alas delta con 60º de flecha, y cabina de pilotaje “prone”, con piloto acostado.
Tomemos el nítido bimotor Ia-30 Ñancú, diseño del marqués (sic) Cesare Pallavicino, vehemente genio de la Caproni italiana. El marqués tuvo la suerte de acceder a un par de codiciados motores Rolls Royce Merlin (los que ganaron la guerra aérea en Europa Occidental). Con esas dos plantas que sumaban 3600 HP y su aerodinámica perfecta, el aparato daba 780 km/h. en vuelo horizontal (record no superado por otros pistoneros a fecha de hoy). “Crucereando” a 550 km/h llegaba a 2700 km, y se le podía surtir armamento de todo tipo.
¿Podía existir un mejor caza escolta para los “nuevos” bombarderos Lancaster y Lincoln que nos acababa de dar la RAF? ¿O un mejor caza de ataque para reventar aeródromos o flotas invasoras por sorpresa y desde lejos? En 1947, no. En 1948, sí: el Pulqui de Tank, quien acababa de llegar a la Argentina.
Eso hizo que el Ñancú quedara en prototipo, aunque siguió volando hasta accidentarse en 1951. El brigadier Juan Ignacio de San Martín debe haber llorado cuando le bajó el pulgar y el marqués Pallavicino inventado maldiciones itálicas nuevas, ¿pero cuántas horas/hombre de pilotaje y mecánica le comió al Pulqui este límpido avión sólo con seguir volando? En el Institec y luego el IAME, ser lindo y veloz te volvía inmortal (y caro).
A veces (no siempre) los inmortales eran los pilotos de prueba. El capitán Carlos Bergaglio, piloto del Ñancú y célebre por su mala leche, tuvo que ser desenterrado a pala de la cabina tras ponerse el avión “de gorra”. Como cuenta Ricardo Burzaco, historiador aeronáutico:
«¡Al fin te moriste, hijo de puta!- celebró un suboficial, dando la primera palada.
¡Navarro, tiene 15 días de arresto!- gritó Bergaglio desde abajo del avión, obviamente vivo».
Como nada se moría del todo en el Institec y luego en el IAME, nadie le ponía paños fríos a la fiebre de Reimar Horten por las alas voladoras y a su odio por los fuselajes, empenajes y otras “ideas viejas”. Toda superficie aeronáutica debía generar empuje, ésa era su persuasión filosófica. Los fuselajes y empenajes sólo generan resistencia, fuera con ellos. Si Tank pensaba 10 años delante de los diseñadores del Atlántico Norte, Horten corría 40 años delante de Tank. Veía el futuro del futuro. (Uno se da cuenta por qué se enamoraron de ese proyecto…) (Continúa)
Daniel E. Arias