Es sorprendente que una enfermedad cerebral empiece en las tripas, pero podría ser el caso del mal de Parkinson: la revisión estadística de 52 años de datos médicos de 1,6 millones de suecos, suministrada por las autoridades médicas de ese país, muestra que a décadas de la extirpación de sus apéndices, los operados eran un 20% menos propensos a esta enfermedad neurodegenerativa que los no operados. El artículo lo firma la doctora Viviane Labrie del Van Andel Research Institute de Michigan y acaba de salir en Science Translational Medicine.
¿Tiene alguna implicación clínica el hallazgo? Por ahora, no. Pero podría tenerla. El dato concreto es que se puede haber pasado por una apendicectomía en la niñez o juventud, y sin embargo desarrollar un Parkinson, con sus temblores y rigidez, en la mediana edad. Sin embargo y hasta que surjan nuevos datos, las posibilidades son un 20% menores.
No son tan menores como para recomendar la extirpación del apéndice como prevención. Una operación es mucho menos inocua que una vacuna. Pero además, faltan dos cosas: primero, que aparezcan otros números de otros investigadores que confirmen o refuten a Labrie. La segunda cosa que falta en caso de confirmación es el mecanismo biológico por el cual el apéndice se vuelve capaz de afectar la “substantia nigra”, el núcleo de células cerebrales encargadas del control motriz. La muerte progresiva de este núcleo va desatando los síntomas motrices del Parkinson.
Por ahora la única pista la da una proteína llamada synucleína, normalmente involucrada en la transmisión de señales nerviosas entre neuronas. En los parkinsonianos, esta proteína tiene un plegamiento anómalo. Mal plegada, forma grumos intracelulares que matan a la célula portadora.
La degeneración morfológica de la synucleína es contagiosa de neurona a neurona, y puede ir propagándose durante décadas, como una reacción en cadena de plegamientos anómalos, desde el foco inicial (el apéndice), hasta la substantia nigra cerebral.
Esto haría del Parkinson una enfermedad “priónica” como la encefalitis espongiforme, síndrome de Kreutzfeld-Jacob o “mal de la vaca loca”.
En los años ’90, ésta fue la primer enfermedad neurológica contagiosa que se descubrió no estaba causada por un agente infeccioso vivo (como una bacteria) o “casi vivo” (como un virus). Increíblemente, el agente era algo mucho menos sofisticado: la propagación de una reacción química que muta a una proteína de una forma soluble, funcional y neurológicamente saludable a otra patológica, insoluble y pegajosa, capaz de formar grupos que por alguna causa envenenan a las neuronas. Las proteínas capaces de esta transformación desde entonces son llamadas “priones”, y su descubrimiento revolucionó la neurología. Sin embargo, no generó ningún tipo de curas.
El Kreutzfeld-Jacob es fatal. Mata neuronas en tal cantidad que el cerebro de los animales o personas contagiadas, en los estadíos terminales, parece una esponja por la cantidad de huecos. Para eliminar el “mal de la vaca loca” de Europa y Francia hubo que matar a decenas de miles de vacas contagiadas con priones. En prevención, diez puntos. En clínica, cero.
En epidemiología, ni uno ni otro caso. Algunos estudios previos al de Labrie dan resultados confusos: la remoción del apéndice como foco inicial de synucleína priónica parece primero promover una leve propensión al Parkinson, y más tarde en la vida, a disminuir su incidencia entre los operados. La ciencia forense tampoco aclara el misterio: Labrie estudió 48 apéndices extraídos a pacientes recién operados, y absolutamente todos ellos tenían synucleína priónica, es decir grumosa, en sus nervios.
Parece razonable concluir que la apendicitis y la synucleína priónica están muy asociados. La investigadora cree que a lo largo de la vida, esos 48 apéndices podrían haber actuado de “semillas” de futuros casos de Parkinson. Pero no logra explicar cómo o por qué el 80% de los pacientes no habrían contraído esta enfermedad.
Daniel E. Arias