Vuelve a sonar, como en 2016, la posibilidad que nuestro compatriota Rafael Grossi sea propuesto para dirigir el Organismo Internacional de Energía Atómica. Al menos, eso es lo que se señala en el artículo que resumimos ayer.
¿Para qué queremos a un argentino sentado en ese trono? Que se hizo incómodo, por ejemplo, en 2003, cuando quien lo ocupaba como director general, el egipcio Mohammed ElBaradei, afirmó que el organismo que dirigía, y que representa a las Naciones Unidas en el campo nuclear, no tenía absolutamente ninguna prueba científica que el gobierno de Saddam Hussein tuviera un programa de armamento nuclear. Y esto ElBaradei lo afirmó tras años de inspección exhaustiva del país con la considerable fuerza de expertos del organismo.
El gobierno del presidente estadounidense George W. Bush igual decidió invadir Irak «para eliminar su programa de armas de destrucción masiva», para lo cual recibió el respaldo del premier inglés, Tony Blair. Esto provocó la declaración inmediata del Secretario General de la ONU que ese ataque militar era ilegal, asunto que no pareció despeinar a nadie.
Como para reivindicar la necesidad de que existan leyes internacionales, el Comité del Premio Nobel de la Paz le otorgó ese galardón a ElBaradei y al OIEA en 2005, con la invasión ya consumada.
De modo que cuando uno juzga la importancia real del OIEA en el funcionamiento del mundo, está juzgando también el de ese organismo llamado Naciones Unidas. La ONU, para las superpotencias, es un semáforo de acatamiento voluntario: pueden pasar todas las luces rojas que se les dé la gana.
Sin embargo, para los países medianos y chicos, medidos por PBI, población y poder militar, una luz amarilla de la ONU es una advertencia no desdeñable. Y lo mismo es extensivo al OIEA, dado que fue fundada en 1953 justamente para que EEUU, la Unión Soviética, Francia e Inglaterra, los únicos países con armamento atómico en aquel entonces, pudieran vender centrales y reactores nucleares a los países de desarrollo intermedio, pero sin que estos pudieran desarrollar armas.
¿Quién es el argentino que puede liderar el control de la energía atómica? Para una presentación rápida, Rafael Grossi pertenece a «los diganistas», una fugaz generación de egresados del Instituto de Relaciones Internacionales de la Cancillería que tras el grado cursó, por voluntad propia, dos años de especialización en energía nuclear en INVAP y en el Centro Atómico Bariloche. Cumplida esa ordalía, Grossi pasó otra: trabajó años en la entonces llamada DIGAN (Dirección de Asuntos Nucleares y Desarme), creada en 1984 por el difunto embajador Adolfo Saracho con la venia del presidente Raúl Alfonsín y su vicecanciller, Jorge Sábato. Saracho, un idealista trabajólico, fue la segunda ordalía.
Los «diganistas» originales, los formados por Saracho, son gente de pensamiento político bastante diverso. Pero han sido un ariete para las ventas de tecnología nuclear argentina en el exterior. Dieron ayuda y soporte de embajadas a INVAP en los países en los cuales primero la Comisión Nacional de Energía Atómica y luego la mencionada empresa intentaron ventas de reactores nucleares «made in Bariloche», objetivo que se logró en Perú, Argelia, Egipto, Australia, Arabia Saudita y Holanda, así como la ingeniería del RBM a construirse en Brasil.
Si la Argentina fue invitada a partir de 2007 a formar parte del G-20 (inicialmente, el G-22), no fue por sus exportaciones sojeras o su poder militar. Fue porque su reactor RA-3, más los que exportó, más su RA-10 en construcción, son piezas claves para abastecer a parte del mundo de molibdeno-99. Éste es el radioisótopo usado en el 90% de los diagnósticos por imagen nuclear de enfermedades generalmente graves. Desde 2007, este insumo está en desabastecimiento fluctuante en casi todos los países del G-20 por el envejecimiento terminal de la flota mundial de producción (concentrada monopólicamente en 5 plantas en 5 países).
Éste no es un asunto menor, sino una de las mayores y mejor silenciadas tragedias médicas de este siglo. Al menos, es totalmente ignorada por los pacientes oncológicos, cardíacos, neurológicos e autoinmunes del Hemisferio Norte, derivados «sotto voce» a diagnósticos de menor potencia. Argentina, en cambio, su autoabastece de molibdeno-99 y sus excedentes en éste y otros radioisótopos posibilitan la medicina nuclear en parte del Cono Sur.
Argentina hoy está en el G-20 (por lo que ello valga) porque desde que se puso en línea el OPAL australiano en Sydney, en 2006, quedó claro que, hoy por hoy desplazó a oferentes líderes en reactores (Francia, EEUU, el Reino Unido, Japón, Corea, Rusia y Canadá). INVAP tiene los mejores reactores multipropósito. Son plantas complejas y hechas a medida del cliente, de producción de radiosótopos por una parte, de formación de expertos por otra, y finalmente de investigación en materiales. Y ganan las licitaciones por calidad, raramente por precio y menos aún por financiación.
La otra carta fuerte de la Argentina en el NSG es la central nucleoelèctrica compacta CAREM. Es una de las tres propuestas màs viables en plantas de potencia de poca potencia (entre 10 y 300 MW), y la ùnica actualmente en construcciòn.
Rafael Grossi fue parte de esta movida de exportación tanto desde adentro como desde afuera del OIEA. A este organismo con sede en Viena adhieren todas los países integrantes de las Naciones Unidas (ONU), pero también los de otro club más reservado: el «Nuclear Suppliers Group» (NSG). Allí una veintena de estados negocian tensamente los límites de lo que, en materia de tecnología nuclear, se puede y no se puede exportar, y a quién y en qué condiciones de vigilancia e inspecciones forzosas por el OIEA, o «salvaguardias», en la jerga.
Largamente presidido por Grossi, el NSG no es una entidad oficial de la ONU, ni se limita a aceptar las bajadas de línea del viejo «Club de la Bomba» de los años ’60 (EEUU, el Reino Unido, la entonces llamada Unión Soviética, Francia y China). Esos 5 países hoy integran el Consejo de Seguridad de la ONU, organismo «que atrasa». El NSG nació por necesidad, porque el mundo hoy es más complejo, más multipolar y menos obediente.
Por una parte, desde 1974 la India, Pakistán, Corea del Norte e Israel obtuvieron armas atómicas sin permiso o con la vista gorda selectiva de tales o cuales miembros del club de los países armados. En el mundo actual también hay países de gran desarrollo tecnológico nuclear que deciden unilateral o bilateralmente abstenerse de desarrollar armas atómicas. Son los que dicen: «No tenemos bombas porque no queremos, no porque no podamos», y eso, como mensaje impone un doble respeto.
Fue el caso de Sudáfrica, que detruyó sus bombas de fisión en 1990, bajo la presidencia de Nelson Mandela. Pero también ha sido el de dos países que podrían construir una bomba con toda facilidad, y se juraron uno a otro no hacerlo: Argentina y Brasil. Desde 1987 fueron instrumentando (gracias a los diganistas, entre ellos Grossi) el actual ABBAC, la Agencia Bilateral Brasileña Argentina de Control, organismo legal de salvaguardias que desde épocas de los presidentes Alfonsín y Sarney viene preservando a la región de una escalada armamentista. El OIEA acepta los controles del ABBAC, haciendo un «monitoreo del monitoreo». El ABBAC cumple más de 100 inspecciones sorpresa por año.
De modo que el lector hasta ahora sabe que Rafael Grossi es argentino y un sobreviviente de la DIGAN, aquella breve aristocracia intelectual y política de nuestra diplomacia que el presidente Carlos Menem y su Ministro «de Relaciones Carnales», el Canciller Guido Di Tella, intervinieron y desvirtuaron. Sabe tambièn que Grossi formó parte desde muy joven de la buena vecindad nuclear con Brasil. También intuye que debe haberle mantenido despejado el camino a INVAP desde el NSG para que nuestra empresa barilochense pudiera vender su tecnología nuclear a algunos países.
Añado otra nota sobre Grossi: fue el hombre clave de la negociación entre el OIEA e Irán, y que culminó en 2015 con el desmantelamiento del reactor plutonígeno de Arak donde esa república islámica se aprestaba a obtener plutonio 239 para un programa de armas. Fue tal vez el último episodio en que el OIEA, organismo crecientemente ignorado por el unilateralismo de los EEUU, logró matar en el huevo un «hotspot» de posible guerra nuclear misilística entre estados que se detestan: Israel e Irán.
El año pasado, el presidente Donald Trump dio por muerto ese tratado, cuyo monitoreo por parte de los expertos del OIEA era escrupuloso, y reinstituyó las sanciones económicas contra las exportaciones petroleras de Irán. La economía persa difícilmente aguante ese castigo,y lo más probable es que este destrato le dé manija al sector màs duro de la dirigencia iraní a desarrollar «la bomba». Porque nuevamente, en materia de ley internacional, EEUU borra con el codo lo que firmó con la mano.
Nadie dice que Grossi en la OIEA pueda remediar con Poxipol los destrozos diplomáticos de la administración Trump en la frágil trama de acuerdos y salvaguardias que, desde los ’50, vienen impidiendo una nueva guerra mundial. Lo que está en juego es serio: cualquier «guerrita nuclear», aunque lograra limitarse a Pakistán vs. la India, o Israel vs. Irán, harìa arder centenares de ciudades en «tormentas de fuego», fenòmenos meteorològicos producidos por incendios muy masivos. Eso podría inyectar suficientes residuos de hollín en la estratósfera de todo el planeta como para oscurecerla, impedir la fotosíntesis terrestre y marina y desatar hambrunas planetarias.
Por antecedentes y origen, un argentino en la OIEA no soluciona la precariedad del cuadro, pero si la hay, puede ser más parte de la solución que del problema. Y ciertamente, no lo veo a Grossi bloqueándole exportaciones a INVAP.
Es hora de que el país lo proponga para dirigir el OIEA. Por ahora, tiene votos como para ganar. Los tenìa tambièn en 2016, cuando el presidente Mauricio Macri prefirió ignorarlo y nominar al japonés Yukiya Amano, quien ya cursa (contra los reglamentos del OIEA) su tercer directorio. Para conseguir el voto de Macri, el premier japonés Shinzo Abe viajó a la Argentina y prometió inversiones en ferrocarriles e infraestructura de U$ 7500 millones de dólares. ¿Alguien las vio?
¿Tendrá esta vez Grossi el aval de su propio país?
Daniel E. Arias