Para enfrentar el hantavirus – 1° parte

El virólogo Oliberto Sánchez, de la Universidad de Concepción, Chile, que nos hizo dos propuestas –a falta de una- para luchar contra el hantavirus.

Hace dos días informamos en AgendAR de una propuesta de científicos chilenos de la Universidad de Concepción para avanzar en común en soluciones al problema que comparten ambos países.

Con ese punto de partida, Daniel Arias ha desarrollado el tema. Siguen apareciendo casos, se extiende el miedo en ciudades y pueblos, pero sigue sin tomarse en serio esta amenaza.

LUCHA CONTRA EL HANTAVIRUS: A COORDINAR CON CHILE

Chile viene demostrando un manejo público mejor que el nuestro frente al problema del hantavirus andinopatagónico, la cepa Andes Sur. Por su exclusiva capacidad de contagio interhumano, esta cepa será una bomba epidemiológica de tiempo haciendo tic-tac. Eso, mientras no se la desarme desde ambas vertientes de la cordillera a la vez, en campaña coordinada.


En casi todo el mundo los hantavirus nos enferman a pasto y nos matan como a moscas, pero están divididos en demasiadas especies y cepas como para atacarlos con un arsenal poco diversificado, y sólo existen dos continentes libres de hanta: Australia y la Antártida.

Pero en ocasión del brote argentino de 2018/9, con 28 compatriotas infectados y ya 10 de ellos muertos, la Universidad de Concepción, nacional y de la región del Bío-Bío (UNC), cursó una propuesta a la Secretaría (ex ministerio) de Salud Argentino. La UNC quiere coordinar los desarrollos de fase I, II y III de una vacuna que en Chile se mostró efectiva en animales de laboratorio. La iniciativa supone gastar plata, y sigue sin respuesta.

La entusiasta prensa chilena llamó a esta vacuna “la primera contra un hantavirus”. No es así: no está probada en humanos. Y además existe desde hace años la Hantavax contra la variedad asiática más frecuente, la del virus Seúl. ¿Vale la pena dársela, si uno vive en suelo coreano o japonés? Sin duda. ¿Y si es suelo finlandés, francés o húngaro? Europa Occidental y Central tienen otras especies hanta (Puumala y Dobrava-Belgrado), y no consta que la Hantavax les haga mella. Pero causan 200.000 casos/año, con una mortalidad –según especie y cepa viral- de entre el 1 y 12%, lo que es muchísimo.

Los hanta, recién identificados en 1953, tienen algunas especies y cepas que nos enferman a pasto y nos matan como a moscas, pese a que ninguno -salvo el Andes Sur argentino y chileno- se transmite entre personas, cosa que por ahora limita su potencial epidémico a brotes recurrentes y muy letales, pero autolimitados: como vino, se va, sin explicación, y sólo se sabe que volverá. Pero aquí y en todo el mundo, el abordaje clínico ante los casos agudos es realmente primitivo e inespecífico, lo que explica la mortalidad espantosa de los brotes (en Chile ha llegado al 69% antes de 2000). Si seguimos sin una vacuna dedicada al hanta Andes Sur, terminaremos inaugurando una epidemia regional o incluso mundial.

¿Qué nos proponen los primos?

La vacuna chilena es una investigación que empezó en 2014 en la mejor universidad chilena en ciencia por cantidad y calidad de publicaciones, la de Concepción, pública. Aparentemente esta vacuna tiene una respuesta antigénica impresionante, del 95% o más… pero eso en ratones y hamsters.

No somos ni una ni otra cosa, biológicamente hablando: falta estudiar su respuesta en humanos, y ahí puede haber sorpresas, buenas y/o malas.

Si unimos fuerzas con la UNC –nos han invitado privada y públicamente- conviene repasar previamente nuestras peores costumbres científicas. Pasar “al tiro” las 3 fases de uso en humanos de una vacuna y llegar a un licenciamiento por parte del ANMAT supone varios años de trabajo intenso multicéntrico (varios hospitales a la vez). Todas las fases se deben cursar “a doble ciego”, comparando resultados entre grupos efectivamente vacunados y otros sin vacunar.

Por último, todo este camino debe estar despejado, es decir presupuestariamente vacunado contra ajustadores como la actual dirigencia sanitaria federal. No es fácil explicarle a un banquero del Hemisferio Norte que estamos creando una vacuna contra una oscura endemia patagónica antes de que se transforme en una pandemia aparentemente «salida de la nada», como la gripe H1N1 de 1918, que lo mate a él y a sus hijos. Pero la línea argumental es ésa.

Además debe garantizarse una predisposición del organismo regulatorio argentino a no rechazar un desarrollo local. Nada de esto es fácil.
El funcionario tipo del ANMAT entra en “parálisis tónica” ante cualquier desarrollo farmacológico local, que por definición viene sin el paraguas de una aprobación previa de la FDA, la poderosa Food and Drug Administration de los EEUU.

Seguramente con toda esta información “in mente”, el Dr. Oliberto Sánchez Ramos, virólogo de la UNC y desarrollador de la vacuna antihanta Andes Sur, propuso a nuestra Secretaría de Salud también un plan “B”: gestionar la crisis como aquí se hizo con la fiebre Junín, o “mal de los rastrojos”. Si hubo respuesta, no se difundió.

¿Por qué el virus Junín nos hizo importantes? Es hemorrágico y se transmite -como los casos primarios del hanta Andes Sur- por inhalación de deyecciones secas y aerosolizadas de ratones, en este caso los «maiceros» (Calomys musculinus). El primer brote identificado sembró el terror en la zona núcleo de la Pampa Ondulada argentina, municipios de Chacabuco y Junín, en 1958, tiempos del presidente Arturo Frondizi. Por suerte, aquel año la ciencia argentina estaba en un momento de relativa gloria. No tardó en perderlo.

Ante la parálisis de la cosecha gruesa, aquel verano del ’58 el Instituto Malbrán, hoy ANLIS, creó un laboratorio satélite de respuesta rápida en la zona de epidemia, cuyo crecimiento posterior en competencias y capacidades creó el actual Instituto Maiztegui.

La acción coordinada del Malbrán en primera línea de fuego y el Maiztegui desde retaguardia logró ir bajando la mortalidad del Junín de un aterrador 90% inicial a un 20% y luego a un 1%. Esto se logró transfundiendo a los nuevos casos agudos el plasma sanguíneo de los escasos sobrevivientes iniciales. Es realmente dar palos de ciego, tirar un “escopetazo” de millones de anticuerpos distintos desconocidos contra millones de antígenos también desconocidos, como se hizo durante un siglo con los sueros antiofídicos. Y esto funciona bastante en infecciones recientes, cuando todavía no se ha llegado al fallo de órganos y sistemas. El éxito del binomio Malbrán-Maiztegui no vino rápido ni fácil: el primer caso claramente salvado de la tumba con plasma ocurrió en Pergamino y data de 1965, a 7 años de la emergencia.

En 1966 el Dr. Armando Parodi, del Malbrán, estaba a punto de testear una primera vacuna argentina, pero tras el golpe militar del general Juan C. Onganía, “La Noche de los Bastones Largos” (la violenta interrupción de la autonomía universitaria) determinó su renuncia. Misteriosamente, luego se destruyeron o perdieron las muestras y documentación de la misma. Fueron años en que parecía que medio mundo se fugaba del Malbrán, a veces al extranjero, debido a la persecución ideológica y/o racial de una nueva jefatura ignorante y autoritaria, o por todo ello y simple “mishiadura”. Entre los centenares de renunciantes y emigrados estuvo el posterior premio Nobel de 1984, César Milstein, cuyo desarrollo (los anticuerpos monoclonales) hoy tiene un mercado farmacológico de billones de dólares.

En 1988, con la alternancia de cultivos soja-maíz, la pampa maicera argentina proveía con éxito creciente de hábitat al Calomys musculinus (los rastrojos poscosecha gruesa) y también de comida (el maíz tirado). También se lo beneficiaba con plaguicidas que eliminaban casi selectivamente a sus predadores (aves rapaces, gatos ferales, lagartos overos y ofidios). Si además de maíz hubiéramos podido exportar ratones, qué bonanza.

La zona núcleo de la agricultura argentina seguía produciendo centenares de casos anuales de FHA (Fiebre Hemorrágica Argentina), generalmente entre hombre de 15 y 60 años, mayormente peones rurales, y casi todos eran curables cuando se les daba plasma a tiempo, en fase de “pródromo”, enfermedad en incubación sin todavía síntomas serios. Entre peones, no es frecuente ver médicos. Y menos, con pródromos. Si sos peón, llegás al médico si te llevan cargándote a hombros, y cuando ya estás de últimas.

Habida cuenta de la letalidad del virus Junín, que en los ’90 llegaba al 30% pese a todo lo hecho por el Malbrán y el Maiztegui, la rama de guerra biológica del Ejército de los EEUU (USAMRIID) se antojó de tener una vacuna específica. En parte, por miedo a que este virus formidable fuera “weaponized”, es decir desarrollado como arma por los ya muchos enemigos nacionales y subnacionales de los EEUU, y en parte (suponemos los malpensados) para tener ese arma. También porque si algún día los soldados autodenominados americanos se instalan aquí de a miles “en visita de buena voluntad”… you never know. Es mejor prevenir que curar. Además, una vacuna contra el Junín podía funcionar bien, quizás, contra un pariente hemorrágico boliviano, el Machupo.

En 1993, el raro binomio de plata militar yanqui e investigación de campo argentina sacó la trifecta: una vacuna 95,5% efectiva contra el Junín, de paso también contra el Machupo, y que no necesita refuerzos. Se produjeron inicialmente 20.000 dosis en los EEUU. ¿Pero y aquí?

Recién en 2006, a casi 60 años del terror inicial y a 13 de anunciada la vacuna militar yanqui, el Instituto Nacional de Enfermedades Virales Humanas (INEVH) Julio Maiztegui logró el licenciamiento para producir localmente su versión. Tiene hasta nombre estadounidense (Candid # 1). En 2006 surgió el primer plan de inoculación local a U$ 2,60 la dosis, con capacidad de expandirse a 5 millones de dosis y un precio concomitantemente menor.

Funcionó. Un modo de medir la efectividad de la vacuna es que el área del virus Junín se reparte sobre 150.000 km2 de maizales “Fórmula Uno” (los de máxima producción) de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos y La Pampa. Y sin embargo, de una población en riesgo mayor de 5 millones de argentinos, con apenas 250.000 vacunados en zona sólo se enferman menos de un centenar/año.

(Continuará)

Daniel E. Arias