Las nuevas armas de las Grandes Potencias. «Contraindicaciones»

Hace tres días, AgendAR acercó a sus lectores parte de una interesante nota de Carlos A. Mutto sobre la competencia de China, EEUU, Rusia y la Unión Europea en la exploración, y futura colonización, del espacio exterior. Que también abarcaba los inevitables aspectos militares.

Es un tema que nos atañe; esas armas están lejos de nuestras posibilidades actuales, pero no sus consecuencias. Vivimos en el mismo planeta. La nota inspiró los siguientes comentarios de Daniel Arias:

1) El uso del láser como arma antisatélite sigue en el limbo, ya se trate de sistemas montados en tierra, mar u en órbita. La eficiencia de conversión entre potencia eléctrica suministrada a un láser y la potencia térmica del haz de luz emitido sigue siendo muy baja.

Por ahora, el «top» de avance en esto lo tienen los cañones laser desplegados en fase de demostración en algunos destructores y portaaviones de la U.S. Navy, pero son armas defensivas de corto alcance. Su función es interceptar móviles cercanos (lanchas torpederas, aviones) que lograron traspasar el perímetro externo de un buque de guerra, que hoy suele andar en los 200-300 km. fijado por los misiles antiaéreos de mayor alcance. Como fuente de potencia, estos láseres se sirven libremente de las máquinas de impulsión del navío.

Para enceguecer a pilotos, en cambio, se necesita mucho menos potencia. Pero hoy en día ningún piloto ataca a un buque con bombas de gravedad, al estilo de nuestra Fuerza Aérea en Malvinas, sino con misiles desde posiciones «stand off», bien lejos del barco.

Los láseres navales yanquis no dan para armas antisatélite: la pérdida de potencia del haz al traspasar la atmósfera lo vuelve térmicamente inofensivo en alturas orbitales.

Por lo mismo, los láseres montados en satélites carecerían de la potencia necesaria para «matar» a otros satélites o quemar al menos sus placas fotovoltaicas (el blanco más lógico). Es muy difícil generar y almacenar electricidad en grandes cantidades en un satélite «satelicida», en parte por la eficiencia de conversión de sus propias placas fotovoltaicas, en parte por las limitaciones de las baterías para acumular grandes cargas. Probablemente en la próxima década y media estas dos fronteras se hayan corrido mucho, pero todavía no estamos en el escenario «Flash Gordon». Y máxime, si las armas lumínicas están montadas en minisatélites como los cubesats.

2) Las armas antisatélite de los EEUU y China son muy sofisticadas en materia de guiado, pero brutalmente primitivas en su modo de destruir el blanco. Se las desarrolló en EEUU en tiempos de Ronald Reagan y se las llamaba «smart pebbles», piedritas inteligentes, porque son «impactores» de energía cinética. Dado que en el vacío no podés generar una onda de choque, lo que deja bastante de lado el uso de espoletas de proximidad, el modo de discapacitar un satélite enemigo es pegándole de lleno a velocidades raramente inferiores a los 8 km/s, es decir al menos 8 veces la de una munición de cañón antiaéreo.

Este tipo de armas fue testeado muchas veces y tuvo éxito en al menos dos ocasiones, en medio de furibundas críticas de todas las potencias espaciales salvo los EEUU (primero en testear un «smart pebble» en 1985) y China (que hizo lo propio en 2007).

Las críticas se fundan en que los satélites impactados se transforman en miles o decenas de miles de fragmentos que conservan la energía cinética resultante del paralelogramo de velocidades del blanco y del impactor, y que por lo tanto siguen mayormente en órbitas erráticas durante décadas, capaces durante muchísimo tiempo de destruir por impacto a otros satélites en órbita baja, lo que a su vez multiplica N veces el número de «chatarra satelicida» en órbita. El efecto tiene hasta nombre: «Síndrome de Kessler», o «efecto de ablación multiplicado en cascada», según una presentación ya célebre de Donald Kessler, de la NASA, en 1978.

Esta reacción en cadena de satélites que detruyen satélites cuyas esquirlas a su vez destruyen de modo incontrolable otros satélites pueden volver imposible de utilizar para cualquier finalidad la zona de órbitas bajas, advirtió Kessler en su momento, sin ningún peligro de que el Pentágono de Ronald Reagan se lo tomara en serio.

Hoy el síndrome de Kessler empieza a ser una tragedia de contaminación ambiental lenta, casi equivalente a la del impacto trófico y químico de los microplásticos sobre el mar. Nadie la ve, pero los efectos empiezan a sentirse, en este caso en forma de salidas de servicio inexplicables de satélites que venían funcionando bien. Dado que casi la mitad de los satélites son militares o al menos duales, como dice correctamente Mutto, es obvio que de esto no se habla en público.

El síndrome de Kessler fue tema de una película bastante exitosa de Alfonso Cuarón (Gravity). El director no macaneó en absoluto en su escenario predictivo, salvo con un asunto: la reacción en cadena ya empezó, pero no de un modo súbito y espectacular, como en el film. Por ahora es un fenómeno lentísimo, y bien disimulable.

Sin embargo, también es creciente. Por supuesto, no existe todavía un modo eficiente de eliminar de órbita los ya centenares de miles de residuos tecnológicos que orbitan la Tierra a velocidades de 20 km/s en promedio como resultado no sólo de pruebas militares de una imbecilidad maravillosa, sino de la incapacidad de nuestra especie de construir una industria sin contaminar los ambientes más lejanos y exóticos, en este caso toda la esfera de las Low Earth Orbits, cuyo techo está en los 1000 km. desde la superficie. Una tuerca, un simple grumo de pintura, a esas velocidades, son formidablemente destructivos.

Todo esto debería generar legislación interdictiva de los impactores y de otros sistemas «satelicidas» por parte de las Naciones Unidas, pero el Consejo de Seguridad no está dispuesto en absoluto a permitirlo.