La primera parte de este artículo puede leerse en La responsabilidad de Boeing en las dos catástrofes aéreas.
¿Quién tuvo la idea de añadirle al MAX este hoy debatido parche informático llamado MCAS? No importa tanto qué cabezas rueden, sino saber qué estaban pensando. El MCAS es un añadido para corregir los vicios de vuelo de un diseño enteramente nuevo e inherentemente inestable desde el punto de vista de la física newtoniana.
¿Cómo embarcar semejantes motores?
Por asuntos de cargas estáticas y dinámicas respecto del centro de masa, un MAX tiene sus enormes motores colocados en una posición poco ortodoxa. Como se ve en cualquier foto, esos motores son “turbofanes extremos”: obtienen la mayor parte de su empuje del aire ventilado a velocidad subsónica y sin quemar alrededor de la turbina, que eyecta un reducido caudal de gases quemados a velocidad supersónica por sus toberas.
Es una idea muy ahorrativa en combustible y en ruido, nacida en los ’70 con otro “best seller” de Boeing, el 747 Jumbo Jet, y que cambió la historia de la aviación: la puso por primera vez al alcance de las clases medias inferiores en el Hemisferio Norte. Antes del 747, la gente se empilchaba paquetamente para volar y los aeropuertos eran lugares 5 estrellas. Si es viejo, se acordará.
Los LEAP, motores turbofan del 737 MAX, tan bocones que alojan a un argentino parado. El problema era cómo despegar esos motorazos 43 centímetros del piso. Foto de La Capital de Rosario.
Nacido con flacos y obsoletos turbojets en sus modelos iniciales (como el 737-100), el modelo de cabotaje de Boeing fue copiando al 747, al adoptar turbofanes cada vez más potentes, ahorrativos y “bocones”. Así creció en tamaño y prestaciones hasta que llegaron los LEAP, motores disruptivos si los hay. Tienen un diámetro interior de boca de 1,76 metros: un adulto argentino promedio entra parado en esa caverna, y todavía sobra lugar para un sombrero. El aumento de empuje se mide comparando el caudal del aire ventilado “crudo” perimetral contra el de gases quemados en una cifra llamada “by-pass ratio”. En el papi de la línea MAX, el New Generation, la tasa andaba en 5 volúmenes de aire “crudo” contra 1 de gases quemados. En los MAX con motores LEAP, anda en 9 contra 1. Y sumando ambos caudales fríos y calientes, cada motor empuja unas 140 toneladas.
Eso le da a los MAX un “impulso específico” un 15% mayor que el New Generation, con el ahorro consabido de JP1 (es el querosene aeronáutico, y no lo regalan). También hay una reducción de gases de carbono un 20% menor y la mitad de la emisión de óxidos de nitrógeno (otro gas invernadero) por milla volada. Re-económico y re-ecológico pero a un costo: las turbinas LEAP no solo son boconas sino pesadas: 2780 kilos cada una, casi 400 kg. más que las de los 737 New Generation.
El asunto era entonces cómo lograr un despeje de seguridad de al menos 43 centímetros entre semejantes “turbinones” y la pista. No es bueno que estén cerca del suelo, porque pueden impactar contra el mismo en un aterrizaje brusco (sucede bastante), o aspirar basura del mismo durante el rodaje o el despegue. En un aeropuerto movido, no hay tiempo de barrer la pista entre partidas y llegadas, y una vulgar tuerca tragada por la turbina la hace puré por dentro.
¿Se podia colocar esos motorazos en alguna otro lugar más alto, como la cola? Boeing lo pensó, y cosas más extrañas también, pero eso habría implicado un rediseño absoluto de la célula (el conjunto fuselaje y alas) y admitir ante aerolíneas y pilotos que el nuevo 737 no era un 737 en absoluto. Comercialmente, era como sacar otro album de los Rolling Stones, pero con Mick Jagger gordo, pelado y cantando boleros. La compañía aeronáutica de Seattle, Washington, prefirió esperar a 2030 para lanzar su siguiente “hit” regional conceptualmente nuevo.
Pero sobre todo, prefirió conservar el uso de esa curiosidad regulatoria estadounidense, los “Grandfather Rights”. Según esa filosofía de licenciamiento, un MAX tiene ganados los derechos de un 737-100 de 1967 en casi todos sus componentes sin necesidad de revalidarlos, aunque se trate de un avión incomparablemente distinto. El licenciamiento yanqui es como el matrimonio católico: indisoluble. Ese marco regulatorio está pensado para favorecer más la longevidad y diversidad de una progenie que su seguridad. En general, si uno recuerda clásicos como el 707 o el 747 (o los 737 “verdaderos”), las cosas así salen más o menos bien. Bueno, no siempre.
La solución MAX fue levantar esos motorazos de sus góndolas subalares y colocarlos muy arriba y adelantados respecto de la raíz del ala, además de alargar 20 cm. el tren de aterrizaje. Todo ese peso y ese empuje casi pegados a la nariz generaron momentos angulares indeseables sobre el centro de masa del avión. En buen criollo, una tendencia espontánea del aparato a cabriarse de morros. Mirar pa’ arriba, dicen en mi barrio.
El MCAS es un “engañapichanga” informático para anticiparse y picar la nariz, de modo de evitar la pérdida. Y no es cierto que la inconducta del MCAS sólo se haya manifestado en las aerolíneas del Tercer Mundo: hubo capitanes de vuelo de Southwestern y United que denunciaron viajes al estilo “montaña rusa”, lucha continua de hombres contra el maldito robot por controlar la actitud del avión. El tipo de incidente tiene hasta nombre propio: “stabilizer runaway”, o “descontrol de los timones de profundidad”. Pero la FAA desoyó al menos dos advertencias serias de capitanes: sólo fueron admitidas (y enterradas) en una base de datos de la NASA, que las aerolíneas jamás consultan, ya que no viajan al espacio ni se ocupan de aviones experimentales. O eso creen.
Queda para análisis de adónde salió una idea tan loca como fabricar masivamente un avión que, por física newtoniana, es inestable, y de corregir sus vicios por “software” y velocidad de procesamiento de datos.
La noción se generó en la aviación militar y con pleno éxito. Lejos del ideal enunciado tan bonitamente por Marcel Dassault, diseñador del Mirage (“Un avión lindo vuela bien”), la informática que corrige automáticamente los planos de control de un avión inestable ha sido un éxito.
El F-117 Nighthawk, el avión más feo y aerodinámicamente inestable del mundo, que sólo logra volar a fuerza bruta de cálculo computacional. Ante el radar, tiene el tamaño de un pájaro.
Es lo que le permite volar sin autodestruirse a los aviones “stealth”, casi invisibles al radar, y darles no poca agilidad. Ha sido el caso del avión más feo de la historia, una especie de caja de zapatos estilo gótico, el bombardero F-117 Nighthawk, que debutó en la Primera Guerra del Golfo bombardeando a placer a la gente de Saddam Hussein.
Por no hablar del del “ala voladora B2”, chata como un huevo frito y carente de planos de deriva, el avión que habría querido diseñar el germano-argentino-cordobés Reimar Horten, si hubiera vivido hasta estos tiempos de computadoras ultrarrápidas. Cualquier aerodinamista anterior a los ’70 habría jurado por Isaac Newton y Jacob Bernouilli, padres de la mecánica clásica y de la aerodinámica respectivamente, que ambos aviones no pueden volar. Y la verdad es que sí pueden, pero a puro software y fuerza bruta de cálculo: las computadoras de vuelo enmiendan constantemente la actitud de ambos aviones miles de veces por segundo, e impiden que derrapen y se desintegren en el aire.
No obstante en ambos casos, los humanos a bordo son pocos y sacrificables: lo importante es que estos aviones despeguen y cumplan la misión, no necesariamente que vuelvan y aterricen. Son drones con al menos un tripulante. Como es obvio, este principio es incomunicable e invendible a los pilotos civiles y no debe discutirse en el ámbito de la aviación comercial. Ni hablemos de confesarlo ante el público. Pero es lo que sigue.
¿Todo lo dicho significa el fin del 737 MAX en sus ya 4 modelos? Difícilmente: retractarse y discontinuar la fabricación sería el fin de la Boeing y el principio de una catarata de juicios contra la compañía que sostiene, junto con la Lockheed-Martin, el sistema de defensa aeroespacial estadounidense.
Además de ello, Boeing mantiene también centenares de miles de puestos de trabajo directos e indirectos que, por razones de seguridad, no se pueden mudar a China. Boeing no es siquiera sacrificable a los dioses de Wall Street, como lo fue el banco Lehman Brothers en 2008. Más bien los bancos la rodean como barrabravas al presidente del club. Boeing es “too big to fall”, y además, “too American to fall”. Demasiado grande para quebrar; demasiado norteamericana para cerrar). Si se derrumba, y máxime en un año de recesión mundial, la catarata de cierres y rupturas de cadena de pagos en la economía real estadounidense sería impredecible.
Los magos del software tendrán que hacer nueva y mejor magia para que los MAX sigan fabricándose y volando sin sacrificar más pasajeros, o la credibilidad de la FAA, o la de su filosofía regulatoria. Y eso deberá durar suficientes años libres de accidentes hasta que se puede derivar el próximo cabotaje largo acortando, por ejemplo, unel Boeing 787 Dreamliner, y olvidarse del MAX y de su terrible infancia. ¿Será posible? Citando la frase frecuente de Abel Fernández, del comité editorial de AgendAR: “El que viva lo verá”.
De todos modos, en el oficio aeronáutico se mastica poco vidrio: más de una aerolínea con pedidos de MAX pendientes hoy está llamando a Airbus, a ver si quedaron algunos A 320 “en parrilla” y con entrega rápida. El teléfono da ocupado.
Entre tanto, es bueno saber que en nuestras pampas criollas la “excomunión aérea” del 737 MAX, por lo que dure, fue obra de un sindicato (APLA) con muy poco poder y no pocas gónadas, y no una decisión del estado (al menos, no del argentino). Con esta ANAC nadie duerme sin frazada.
Daniel E. Arias