Gustavo Zorzoli, educador, profesor de Matemática, ex rector del Colegio Nacional de Buenos Aires, publicó hace pocos días esta columna. La reproducimos:
«Días atrás, en La Nación, leí una nota cuyo título era «MIT: estudiar en la mejor universidad, un sueño posible para los argentinos». En ella se entrevistaba, entre otros, a un ex alumno del Colegio Nacional de Buenos Aires. Se trata de Ignacio Pérez Bedoya, uno de esos típicos estudiantes que a menudo circulan por esta institución argentina y del cual la gente sabe poco o nada.
Ciertas circunstancias me hicieron pensar muy seriamente en las causas por las que nuestro país tiene tanta facilidad para encontrar a los Maradona, a los Messi, a los Ginóbili, a los Fangio, a los Del Potro o a las Sabatini, y no a las y los Pérez Bedoya.
Nuestra historia ofrece testimonios que permiten asegurar razonablemente que existe una estructura formal o informal que funciona como una especie de «colador», de forma bastante eficiente, cuando se trata de descubrir a las figuras deportivas; mientras que desperdiciamos talentos, esfuerzos y recursos, y empeñamos nuestro propio futuro al momento de reconocer, impulsar e invertir en tantas chicas y chicos que se destacan en las ciencias, las artes o las letras.
Cada cual tiene algo que lo distingue, que parece inusual, que va más allá de lo esperado o esperable. Quienes enseñamos en la escuela secundaria no sabemos muy bien cómo explicar en qué consiste esa diferencia que les permite a algunos alumnos hacer la pregunta que a nadie se le ocurrió antes, o dar una respuesta creativa, o trazar la pincelada allí donde nadie lo hizo, o afinar un «do» como los dioses. Sin embargo, ahí están sentados frente a nosotros, en sus pupitres, escuchando (o no) nuestras clases y se asoman, algunas veces de forma sigilosa, otras con las estridencias propias de la adolescencia. En esos momentos, quienes ejercemos una de las profesiones más honorables en toda sociedad, apreciamos el vértigo que nos ofrece la docencia, el mismo que sentíamos durante nuestros primeros años de vida cuando nos hamacábamos en la plaza. Esos instantes magníficos son únicos y hacen de la práctica de la educación un privilegio y, al mismo tiempo, generan un compromiso casi ilimitado.
Lo decepcionante en muchos casos es que estas chicas y chicos tan prometedores se pierden en los laberintos sinuosos de los claustros «despersonalizados» de muchas instituciones educativas. Parecería que solo una cantidad infinitesimal es rescatada por el azar, y no por un sistema educativo que se mantiene lamentablemente indiferente y más preocupado por la regularidad de los estudios de sus alumnos que por su originalidad.
Por fortuna, no fue el caso de Ignacio Pérez Bedoya. Hace cuatro años, con apenas 17 años decía en una entrevista: «Mi idea es volver para aplicar todo lo aprendido acá, contribuir con el país. No es irme y nunca más volver; mi idea es ir, estudiar y volver». Actualmente es estudiante de Ingeniería Electrónica, Ciencias de la Computación y Física como carreras de grado, con minors en Matemática y Música, y un máster en Ingeniería Electrónica y Ciencias de la Computación en el MIT (Massachusetts Institute of Technology). Sí, se encuentra estudiando todo eso a la vez. Hay que decir que esto sería prácticamente imposible en cualquier universidad argentina. No porque él no pudiera afrontar esta tarea, sino porque las regulaciones en la Argentina no contemplan ni esta ni otras tantas singularidades, aquellas que quizá podrían hacer del nuestro un país de vanguardia. Como lo fue aquel en el que Bernardo Alberto Houssay egresó como bachiller del Colegio Nacional de Buenos Aires a los 13 años, se graduó como farmacéutico a los 17 y de médico a los 23 (todos títulos obtenidos en la Universidad de Buenos Aires), hasta alcanzar el premio Nobel de Medicina en 1947.
Ignacio, sin embargo, como seguramente ocurre con otras y otros jóvenes, ya había demostrado ser capaz de resultados excepcionales. Solo por mencionar algunos de sus logros, en 2012 fue segundo subcampeón en la 29ª Olimpíada Matemática Argentina; en 2014, obtuvo la medalla de oro de la VIII Olimpíada Metropolitana de Física; ese mismo año se distinguía por tener el quinto mejor puntaje a nivel nacional en el Certamen Nacional de la XXIII Olimpíada Argentina de Biología; en 2015 formó parte de la delegación argentina que participó de la 47ª Olimpíada Internacional de Química y alcanzó una medalla de Plata, y en 2016 mereció otra medalla de plata en las Olimpíadas Latinoamericanas de Astronomía. Sí, todo eso junto. Y al mismo tiempo, egresaba como bachiller del colegio para irse al MIT, mientras aprendía inglés, latín, francés, alemán y japonés, iba al Conservatorio Manuel de Falla a estudiar piano y jugaba al tenis los domingos con sus amigos. Eso sí, no dejaba el voluntariado del colegio en el que ayudaba a los aspirantes a ingresar al colegio que él había elegido a los 12 años.
Una sola anécdota baste para dar cuenta del ingenio de Ignacio. Cuando era muy chico, se acercó al docente a cargo de la Olimpíada de Matemática del colegio para pedirle que le ensañara las funciones trigonométricas. Eso del seno, el coseno y la tangente. El profesor, entusiasmado ante un joven que lo examinaba, le habló de Pitágoras, los triángulos rectángulos y una de las relaciones más elegantes de la matemática: seno cuadrado más coseno cuadrado de cualquier ángulo es igual a 1. A la semana siguiente Ignacio volvió al aula y le dijo exultante al mismo profesor: «No se imagina la cantidad de problemas de astronomía que pude resolver con lo que usted me enseñó».
Pero Ignacio no es un caso en solitario. Nicolás Gort Freitas (egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires y dos veces representante de nuestro país en las Olimpíadas Internacionales de Biología) fue recientemente becado para hacer su doctorado en Harvard con solo 23 años, después de haberse formado en diversas universidades del mundo: Buenos Aires, San Francisco, Berlín, Londres, Hyderabad y Seúl. Hace pocos días, Manuel González, de la Escuela Técnica ORT, y Josué Laszeski, del Instituto Gobernador Fontana de Chubut, e Inés Bauer y Julián Rodríguez, del Colegio Nacional de Buenos Aires, se destacaron por su participación en la 30ª Olimpíada Internacional de Biología que se desarrolló en Szeged. Por otra parte, Alejandro Altamirano, del Instituto Politécnico Superior General San Martín de Rosario; Nicolás Manno, de la EET Nº 27 Hipólito Yrigoyen de la CABA, y Tobías Viola Aprea, del Colegio Nacional de Buenos Aires, sobresalieron por su actuación en la Olimpíada Internacional de Química 2019 realizada en París.
Muy probablemente sea hora de que todos estos jóvenes, que conforman una larga lista, reciban en actos televisados en cadena por su altísimo rating y simultáneamente difundidos online, el «balón» o el «botín» de oro por sus méritos en cada una de las disciplinas en las que se destacan. Quizás ese día llegue pronto, muy pronto.
De no ser así, los argentinos seguiremos siendo incapaces de poner en la tapa de los diarios, entre las páginas web más visitadas de internet o de transformar en trending topic en las redes sociales, los éxitos cotidianos de estos jóvenes que sobresalen cada día por hacer cosas maravillosas. No solo no los valoramos lo suficiente, sino que a menudo nos da pudor hablar de eso. Así seguimos alimentándonos de aquello que no hacemos o hacemos mal.
Ignacio, Nicolás, Josué, Manuel, Inés, Julián, Alejandro, Tobías…, cada cual necesita un Estado que los mire, los cuide, les dé todas las oportunidades, las herramientas, el conocimiento y especialmente el reconocimiento para ser y explotar -hasta donde quieran y puedan- sus capacidades. Para eso es imperioso que cada uno de nuestros niños y jóvenes tenga una escuela capaz de cubrir las necesidades. Eso requiere que la sociedad en su conjunto recupere el valor que la escuela tuvo y se lance hacia el futuro con decisión.
Gracias Bernardo, gracias Ignacio, mil gracias».