La Amazonia arde. Para los argentinos, significa sequías

Las quejas de los noruegos y los alemanes sobre la deforestación del Amazonas no me interesan: si están tan preocupados por el calentamiento global, que los vikingos exploten menos gas, y que los nibelungos quemen menos carbón. Pero como argentino, el bosque amazónico sí es asunto mío: de ahí sale al menos el 20% de las lluvias de la llanura pampeana, y casi toda la lluvia monzónica de la llanura chaqueña.

Hablo de 1,5 millón de km2 de territorio, de la economía de 10 provincias y de los dos ecosistemas donde sale casi todo el producto bruto agropecuario argento.

El Capitán Motosierra”, como le gusta autodenominarse al presidente Bolsonaro, puede parecer una molestia transitoria, un clon militarizado de aquel vendepatria hoy fantasmal, Fernando Collor de Melo. Pero representa a un vasto y muy estable grupo de las burguesías brasileñas que en el siglo XX se fumó, como si nada, la tercera mayor formación forestal del planeta (la Mata Atlántica, de la que queda sólo el 7% en pie, en manchones dispersos en parques nacionales). Es el mismo bloque extractivista que en julio de 2019 disparó la tasa comparativa interanual de deforestación amazónica en un 274%. Asunto reportado por Ricardo Galvao, el director del Instituto Nacional de Pesquisas Espaciais (INPE), despedido al toque por Bolsonaro.

Hoy los ganaderos, madereros, mineros y constructores de diques exultan, pegándole fuego al monte. El 10 de agosto, los “fazendeiros” del estado de Pará organizaron el “Día del Fuego” y coordinaron la quema de pastizales y áreas de deforestación. Reclamaron: “Queremos trabajar y la única forma es ‘tumbar’”, explicaron a los medios. Desde que Bolsonaro asumió la presidencia, Galvao contó 72.843 focos de incendio con sus satélites de observación. Hasta que le saltó la térmica, habló públicamente y lo despidieron.

Desde el lunes que San Pablo, a 2700 km. de la mayor “queimada” de la historia brasileña, está oscurecida bajo el humo. En el área incendiada hoy arden 9500 focos de fuego. El tránsito aéreo sobre los estados de Pará, Amazonas y Acre fue interrumpido, así como el dictado de clases en las escuelas. Hay gente hospitalizada por inhalación de humo hasta en Paraná, estado “gaúcho” y bien al Sur.

¿Asunto de los vecinos? No, chamigo. Si desaparece la selva, la seca invernal de la Región Chaqueña se irá alargando hasta que la franja más húmeda y oriental, la pegada al Paraná quede en el mismo estado que la franja semiárida y occidental: un polvaderal espinoso, por alargamiento de la temporada seca de 3 a muchos más meses. Es decir, en términos agroecológicos, se produciría una expansión hacia el Este del Chaco Semiárido a expensas del húmedo. Sin duda habrá viento desde el Norte en verano, pero llegará cada vez con menos nubes, de menor desarrollo y densidad.

En cuanto a las lluvias de primavera y verano de la Pampa Húmeda, las hay de dos tipos: cuando no vienen del Atlántico llegan desde el Amazonas. Nuestros aguaceros de verano son frecuentemente la evapotranspiración de millones de árboles amazónicos inyectada en los vientos que bajan desde el Caribe, impulsados hacia el Sur por el calor tropical.

¿Quiere una imagen visual de la cosecha gruesa en la provincia de Buenos Aires con la selva amazónica reducida a manchas aisladas? Piense en febrero de 2018, las plantas mustias como papel arrugado, cuando la seca ya nos había hecho perder U$ 7000 millones en soja, girasol y maíz y las vacas, bajo el rayo de sol, se caían muertas en los feedlots y los potreros durante las olas de calor. Piense en eso pero todos los años y para siempre, como nuevo nivel “normal”. Si además hay una oscilación climática tipo “Niña”, peor.

Las precipitaciones amazónicas son hasta en un 60% “de ciclo cerrado”: el agua sube desde las raíces a las hojas, de las hojas a las nubes como vapor, y baja de las nubes a las raíces, como lluvia. En suma: llueve porque hay selva, y hay selva porque llueve.

Ud. retira la selva y pone soja o vacas (210 millones ya, y contando), y las lluvias desaparecen. El paisaje es otro de la noche a la mañana: en lugar de un bosque de tres estratos donde la luz no llega al suelo, lo que queda es matorral espinoso, resolana y polvo. Sí, más o menos como en el estado de Matto Grosso do Sul. Ahí Ud. también descubre que el suelo no era fértil y profundo, sino delgado, arcilloso, rojizo, volátil y de yapa, flojo en nutrientes. En la selva, Brasil viene practicando una agroganadería kamikaze.

Duradera como viene siendo (55 millones de años ya, y todavía tirando), la selva Amazónica se ha creado a sí misma. En términos de funcionamiento ecosistémico, produce su propia lluvia y se autofertiliza gracias a una descomposición “express” por parte de hongos y bacterias de la materia vegetal muerta. Sin llegar a ser un «tupperware» cerrado, ya que recibe nutrientes del Sahara aerotransportados por los vientos, cantidad de agua fluvial desde las raíces andinas de sus grandes ríos y vapor generado por el Mar Caribe, de todos modos es el equivalente biológico de un piloto que vuela tirándose de los pelos. Y hoy ostenta el mayor rodeo vacuno del mundo. Lo que ya no hay es agua para tanta vaca o tanta soja.

Esa nueva y persistente sequía en los estados que más selva arrasaron es el único freno real a la expansión sojera y ganadera. En tiempos del presidente Luis Inazio “Lula” Da Silva, como novedad absoluta, también lo fue el gobierno. Con su entonces Ministra de Medio Ambiente, Marina Silva aplicando la ley a rajatablas, y una nueva constitución en 2008 que otorgaba la administración de la selva al millón de indios que todavía no han sido echados o exterminados, la tasa de deforestación bajó en un 80% respecto de la habitual en tiempos de Enrique Cardozo. Pero nunca desapareció. Estaba tomando aliento.

Bastó que Lula autorizara la construcción de la represa de Belo Monte, sobre el Tapajoz-Tocantins, para que la Ministra se fuera con un portazo. Lo novedoso es que se llevó un 20% de los votos del padrón, que el PT creía propios. Esa historia proviene, curiosamente, del fracaso del Programa Nuclear Brasileño, y la hemos contado aquí, aquí y aquí.

Marina Silva se vengó: logró que en el Parlamento se levantaran muchas manos a la hora del “impeachment”, ese golpe híbrido legislativo-mediático-judicial que tiró de la presidencia a Dilma Rousseff y puso en su lugar a Michel Temer. Luego siguieron unas elecciones con proscripción del candidato con más intención de voto (Lula), y henos aquí con el Capitán Motosierra. Silva debe estar queriendo matarse.

Que Bolsonaro pueda llegar o no a término de su presidencia es anecdótico. Lo que cuenta es que hay bloques enteros de la burguesía brasileña que siguen viendo la selva no como una proveedora de agua y recursos biológicos sino como un problema económico que se corrige con “queimadas” en la estación seca, topadora y motosierra el resto del año, y culatazo y bala cuando los originarios no se avienen.

Humaitá, tierra paraguaya en el siglo XIX, hoy selva brasileña en combustión.

Hora de hacer cuentas

Es común para los argentinos ponerse paranoicos con Brasil toda vez que ellos tocan algún activo común. Durante las dictaduras de Onganía, Levingston y Lanusse, y luego también durante las de Videla, Viola y Galtieri, eran las 40 represas sobre el alto Paraná. Si en plan guerrero los brasucas abrían simultáneamente las compuertas de todas ellas, habría 11 metros de agua al pie del Obelisco porteño. Eso decían los militares de entonces.

No teníamos muy afinados los modelos matemáticos del Paraná. Sin echar culpas a las computadoras de entonces, una cuenca tan enorme y compleja la comprende sólo Tata Dios. Por otra parte, nuestros hombres de armas jamás se preguntaron cómo soportaría Brasil, cuya cosecha eléctrica –y máxime en el Sur- sale en un 90% de sus ríos, la depleción de esos embalses.

Yacyretá de noche, bella foto de Germán Ramírez bajada de Wikipedia. La luna está “trucada”, en grados de arco jamás tiene ese tamaño.

Pero los ríos son activos físicos más o menos locales y con dueños. Como copropietarios del curso medio del Paraná, podíamos -y pudimos- negociar con los brasileños la cota de sus 40 represas aguas arriba, para fijar la de la única nuestra (Yacyretá), y que todavía nos quedara todavía algo de diferencia de alturas como para construir Paraná Medio, si alguna vez pintan la plata y la necesidad. ¿Pero cómo discutir sobre activos tan móviles como las caravanas de nubarrones que se forman sobre el Amazonas y vienen bajando hasta que son atacadas por vientos fríos del Oeste o del Sur, y entonces riegan nuestras llanuras?

Tenemos dos problemas con El Capitán Motosierra, pero sobre todo con la mucha y poderosa gente que lo defiende. Las lluvias que abastecen las altas cuencas del Paraná y el Uruguay caen, por supuesto, en territorio brasuca. Esos ríos son nuestras dos principales fuentes de hidroelectricidad de base, con Yacyretá y Salto Grande respectivamente. Son 3200 y 1890 MW instalados, en una y otra represa. Yacyretá sola produce el 22% del consumo eléctrico argentino.

El Paraná, además, es la sede de nuestra principal red de puertos agroindustriales privados y públicos: el Gran Rosario, con 20 productoras de aceite y harina de soja que abastecen aproximadamente la mitad del consumo mundial. Esos 70 kilómetros de costa son la mayor vía de salida de las cosechas del Chaco Húmedo, del NEA y del NOA hacia el Lejano Oriente. Ya en 2018 hemos tenido días de bajante en el que los barcos debían salir hacia China con media carga, o menos, para no quedarse varados. Eso ya lo publicamos en AgendAR.

No podemos tomar un aumento interanual comparativo del 274% de quema del Amazonas para julio de 2018/19 como un problema sistémico, planetario, que añade carbono a la atmósfera y jode equitativamente a todo el resto de la humanidad. Aquí no lo es. Porque a nosotros, los vecinos de abajo, nos jode en primer lugar, y mucho más.

En Argentina nadie quiere hablar de eso. Cuando algunos colegas lo hacen, se ponen la toga y adoptan la lírica del ecologismo planetarista de los noruegos (el segundo mayor exportador de gas del mundo), o de los alemanes, (el mayor consumidor de carbón de Europa). A Bolsonaro, tan proyanqui que terminó de vender Embraer, ese orgullo nacional a la Boeing, la resulta casi un favor: responde en plan nacionalista. Justamente él.

Muchachos, seamos más argentinos. Lo que está haciendo Bolsonaro con el ecosistema amazónica es objetivamente la principal amenaza GEOFÍSICA de fractura política del Mercosur. Si El Capitán Motosierra quiere bajar unilaterlamente el arancel común de la región del 12% al 6% o rompe con el pacto, comparativamente es casi un asunto menor. ¿Acaso puede generar más devastación industrial en Argentina que la que ya sembró el actual gobierno argentino? ¿50 a 100 PyMES cerrando cada día?

Pero damas y caballeros, cuando desaparezca esa selva, desaparecemos como país agropecuario, se va al diablo “la Argentina profunda”, como la llaman sus entusiastas. La Sociedad Rural Argentina (SRA), la Confederación de Asociaciones Rurales de Buenos Aires y la Pampa (CARBAP), la Asociación de Cooperativas Argentinas (ACA), la Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (AAPRESID) y el resto de las asociaciones ruralistas deberían estar llamando a Cancillería y puteando. Y contratando a ecólogos y climatólogos y haciendo cuentas por la propia: más vacas y soja en el Amazonas, ¿son cuántas menos vacas y soja aquí? O no saben qué hacer, o no entienden.

Y entiendo que no entiendan. En la llanura chaqueña nuestros hombres de campo y gobernas han sido deforestadores puros y duros durante todo el siglo pasado y parte del actual. Pero al haber barrido el bosque de –por ejemplo modélico- Santiago del Estero (“El país de la selva”, lo llamó Ricardo Rojas), a lo sumo lo suplantamos por desierto arbustivo e improductivo en el interior (60 millones de hectáreas en 9 provincias) y villamiserias en el conurbano. Nunca afectamos a los brasileños.

Hay que hacer cuentas, estimades. Nadie quiere.

Daniel E. Arias