(La primera parte de esta nota está aquí)
2. Otro mundo en serio
Aunque lo de Australia es un peldaño más en el recalentamiento artificial del mundo, las tormentas de fuego son probablemente tan viejas como la colonización de los continentes por cicádeas, helechos y coníferas primitivas, como las araucarias. Éstas son las plantas gimnospermas que inventaron la madera y el tronco arbóreo, allá por el Carbonífero, cuando Australia y Sudamérica compartían el megacontinente de Gondwana. Y con casi un 35% de oxígeno en la atmósfera en lugar de nuestro actual 20%, aquellos del Carbonífero en Gondwana sí que debían ser incendios.
Sin embargo, en estos últimos 10.000 años climáticamente estables del Antropoceno, entre los inicios de la agricultura y hasta entrado este siglo, las tormentas de fuego parecen haber sido raras. Si ahora dejan de serlo es porque entramos a otro mundo. ¡Bienvenidos al Piroceno, lectores! Ojo, puede ser inhabitable.
Un ya polvoriento estudio de Anthony Westerling, investigador en ecología del fuego de la Universidad de California en Merced, publicado en la revista Science, compara los incendios masivos (“megafires”) en EEUU entre los períodos 1970 a 1986 y 1986 a 2001, y muestra que la cantidad de eventos se cuadruplicó y la superficie quemada se sextuplicó. Inevitable: a fuerza de bombear carbono fósil a la atmósfera, estamos llegando a una temperatura media del mundo casi 1º C mayor que la media entre 1850 y 1900, y vamos de modo por ahora imparable a terminar el siglo XXI entre 3º y 5º C arriba.
El gobierno australiano de Scott Morrison desmiente esto, pero además cree que 3º C de diferencia en las temperaturas medias no son gran cosa. No hace falta rebatirlo: con apenas 1º C más, Australia se volvió el mejor campo de entrenamiento del mundo para bomberos profesionales, cuando el gobierno decida que tiene que financiarlo. Por ahí puede ser hasta un negocio. Morrison, en AgendAR exigimos un diego: “finder’s fee”, en tu jerga.
Por suerte, no todo incendio masivo logra generar una tormenta de fuego: se necesita una rara coincidencia de condiciones físicas para lograr esa circulación convectiva celular organizada: gases ardientes en ascenso por el centro (las “térmicas”), gases más fríos en descenso por la periferia (las “cizallas”), y el vórtice huracanado de aire fresco que alimenta la base. El frente de avance de un “megafire” puede medir decenas y centenares de kilómetros y ser muy retorcido, pero dentro de todo es más bien lineal.
En contraste, una tormenta de fuego tiene una huella circular concentrada, cuya superficie mínima funcional probó experimentalmente ser de 1,3 km2. Es un fenómeno de convección autosustentado que no se apaga hasta agotar todo combustible, y de una potencia difícil de describir. Los vórtices de superficie pueden chupar camiones (o personas) y llevarlos por el aire hasta la base del sistema. Las térmicas pueden tumbar panza para arriba o arrancarles las alas a cualquier avión hidrante, aunque se trate de un 747 Jumbo, y las ráfagas de cizalla perimetrales, impedir todo vuelo, incluso de helicóptero, y regar pavesas a sotavento a distancias de hasta 30 km. (en Australia). Esto último le permite a la célula, que no es ahorrativa con el combustible, regenerarse y avanzar a saltos. Si hay bomberos interpuestos, están pintados y lo mejor es que se vayan rápido.
La circulación vertical convectiva de gases y materiales puede cruzar la troposfera de parte a parte, en todos sus 10 a 14 km. de grosor. Las térmicas irrumpen en la estratosfera, donde inyectan miles de toneladas de gases y partículas de combustión que chocan contra las láminas de aire estratosférico. Éste es glacial, enrarecido y está ordenado en capas inmóviles de la estratosfera según su densidad. Las térmicas de una tormenta de fuego son como el chorro de un lanzallamas embistiendo, desde abajo, la losa de hormigón de un techo.
Estructura esquemática de una tormenta de fuego. Muchos focos unificados proveen una base de calor (1) que desata el ascenso en espiral de corrientes térmicas (2) de alta velocidad, las que llegan a perforar la estratosfera y formar un pirocúmulonimbo (A). El vacío generado por el ascenso de la térmica aspira un huracán rotativo de aire fresco (3) que fogonea la base del sistema. En ese sitio las temperaturas pueden llegar a entre 1000 y 1500º C según los combustibles.
Entonces la masa de gases y ceniza se derrama en horizontal y genera esa colosal nube abalconada, como la cabeza de un yunque, parecida a la del cúmulonimbo de una tormenta severa, o al de la voladura explosiva de un volcán pliniano. Sólo que un “pirocúmulonimbo” nacido de un incendio o un volcán genera aún más relámpagos y rayos que una tormenta de agua, por la mayor ionización y electrificación de las partículas sólidas aerotransportadas.
Los rayos que impactan sobre vegetación seca son una segunda fuente de regeneración a distancia de las tormentas de fuego, con un alcance que los australianos han medido en 100 km. Y si hay un viento suave, menor de 11,5 km/h, estas células convectivas avanzan a sotavento boyando como remolinos empujados por un río.
Vistas desde lejos, con su columna central de ceniza y humo en ascenso y coronadas por su “pirocúmulonimbo” estratosférico, las tormentas de fuego, como observó en 1999 nuestro compatriota Felipe Ivandic, jefe entonces del Servicio Nacional de Manejo del Fuego, pueden parecerse a ese ícono, el hongo atómico. Vistas en vertical desde un satélite, se les nota la estructura en espiral arremolinado de los ciclones de aire frío que alimentan la base. Las velocidades de circulación horizontal y vertical se miden en centenares de km/h.
En suma, los “megafires” inventariados por Westerling cada vez son más frecuentes y peores, pero están en otra categoría. Son pocos los que logran acceder a esta realeza de los incendios, las tormentas de fuego.
Las tormentas de fuego en la Gran Cordillera Divisoria hacen llover ceniza gruesa sobre los bañistas en las playas de Sydney, a un tercio de continente de distancia. El 1 de enero, por concentración de partículas de hollín de bajo peso molecular, volvieron el aire generalmente diáfano de esa ciudad costera el más irrespirable entre las urbes del planeta, en superación de la sopa gris de ceniza que se inhala habitualmente en Beijing y Calcuta.
Vienen de los lejanos bosques australianos las plumas de humo (muy diluídas) que ahora desfilan, impasibles, sobre Sudamérica tras haberse cruzado el Pacífico y saltado los Andes, a unos 5000 metros de altura. Sus partículas ultrafinas logran cambiar de azul a ligeramente gris el tinte del cielo despejado en Argentina, y su difracción exagera los rojos del sol poniente.
(Concluirá mañana)
Daniel E. Arias