«Dejar a la gente sin trabajo porque se resfría es raro». Pero el COVID-19 no es un resfrío común

Este lunes 9, hace 6 días, la Agencia CyTA-Leloir, una fuente muy seria a la que AgendAR acude habitualmente, hizo una nota a Pablo Goldschmidt, virólogo y especialista en enfermedades infecciosas. Ese mismo día, el diario Clarín la reprodujo íntegra, con un título más periodístico “El pánico (por el coronavirus) es injustificado”.

Goldschmidt dice ahí “Las opiniones mal fundamentadas expresadas por expertos internacionales, replicadas por medios de comunicación y redes sociales repiten el pánico innecesario que ya vivimos anteriormente. El coronavirus identificado en China en el 2019 provoca ni más ni menos que un resfrío fuerte o gripe​, sin diferencia hasta hoy con el resfrío o la gripe tal como la conocemos”.

Estas notas no fueron recogidas por las autoridades sanitarias ni -a decir verdad- tuvieron mucha repercusión entre el público, aunque Clarín tenga una circulación miles de veces mayor que CyTA. Pero algunos días después, en la radio «Con Vos», en el programa La Inmensa Minoría, le hicieron un reportaje a Goldschmidt, que pueden escuchar acá. Y por algún motivo esa nota sí se viralizó. La están reenviando por whatsapp jubilados y madres…

Atención: los argumentos de este especialista son sólidos y claramente explicados. Vale la pena leerlo o escucharlo críticamente. Por otro lado, la realidad local ya lo está refutando, con esa voz ronca que tiene. Creo que el planteo de Goldschmidt contiene una falacia grave, y vale la pena analizarla aquí para entender mejor a lo que nos enfrentamos.

Por supuesto no desde los datos médicos; no estoy en condiciones de hacerlo (recomiendo esta nota de Daniel Arias, que la ha actualizado, y, sobre todo, la página oficial sobre el COVID-19). Escribo desde lo que sé de comunicación, y alguna experiencia en asignación de recursos.

Empiezo por reconocer lo obvio: hay muchas enfermedades mucho más letales que el coronavirus. Aún en estas semanas de la pandemia, están provocando más muertes. Ni hablemos de los accidentes de tránsito, o las guerras… Desde un humanismo abstracto, se podría reclamar que los esfuerzos y la atención que se vuelcan al COVID-19 se dediquen a la tuberculosis o al dengue o la malaria…

Pero ese humano abstracto no hace esfuerzos ni tiene recursos. Quienes sí los tienen, gobiernos, instituciones, atienden al peligro más inmediato y más cercano a sus intereses y responsabilidades.

Y el COVID-19, esta variante del coronavirus es un peligro inmediato y cercano a nosotros, los argentinos, como al resto del mundo. No en sí mismo: como dice Goldschmidt -y también se dijo en AgendAR- es de letalidad relativamente baja, si se lo compara con la pandemia más explosiva y memorable del siglo XX, la «gripe española» de 1917-1920. Pero el COVID-19 sí crea las condiciones para que se desarrollen en el enfermo infecciones sobreañadidas más peligrosas, como la neumonía a neumococos, de letalidad creciente según edad avanzada o cuando median patologías previas como diabetes, trastornos circulatorios o tabaquismo.

(Por eso la mejor decisión que puede tomar, si todavía no lo hizo: vacúnese contra la gripe y contra la neumonía. Y hágalo ya).

Es cierto que, como dice Pablo Goldschmidt., nada de esto es nuevo o muy peligroso si se cuenta con un buen sistema de salud. Pero aquí aparece la característica verdaderamente mortal de esta variante del coronavirus: comparte con los rinovirus del resfrío común la facilidad para el contagio.

Cuando uno contagia a varios, y esos a otros varios… la masa de infectados crece en forma exponencial. Un hospital, un sanatorio que puede atender muy bien a dos, y arreglarse para atender a diez, se ve desbordado cuanto se presentan pacientes de a decenas o de a cientos. Los médicos, los enfermeros, los respiradores mecánicos, no alcanzan para todos. Eso es lo que pasó en Wuhan, pasa en Italia, está empezando a pasar en España…

Aparece el inevitable triage: se atiende a los que tienen mejor chance de sobrevivir. Los otros…

Un buen sistema hospitalario, un sistema de salud estatal es una necesidad práctica como reaseguro. Porque ninguna empresa privada están en condiciones de hacer las inversiones necesarias para prever una emergencia que puede o no ocurrir en cualquier momento en un lapso de diez años. Tampoco una obra social. Se fundirían.

«Lo que esta pandemia ya está revelando es que la atención médica gratuita y nuestro estado del bienestar no son costos ni cargas, sino bienes preciosos, esenciales cuando golpea el destino.» Son palabras de Macron, no mías. Los políticos franceses hablan así. (En la práctica, este presidente de Francia ha sido otro más (y van muchos) en agravar el desfinanciamiento creciente del otrora envidiable sistema de salud pública francés).

Agregaré algo: tampoco es realista esperar que el Estado pueda mantener las estructuras físicas y de personal para cubrir algo que sabemos ocurrirá -las pandemias- pero cuyas características son impredecibles.

Pongamos por caso el virus del Ébola, por ahora confinado al centro y costa Atlánticas de África: con su fantástica letalidad y capacidad de contagio, ¿qué país, incluso riquísimo, mantener las capacidades de terapia intensiva que demanda una enfermedad tan demandante, pero tan infrecuente entre brote y rebrote?

Lo que no se puede hacer (sin pagarlo caro) es lo que hizo Italia: pasar -a fuerza de recortes- de alrededor de 500 a 320 camas de terapia intensiva disponibles cada 100.000 habitantes. Si Corea, tan próxima de China, está manejando mucho mejor este tema que Italia es porque en las malas o en las buenas, mantienen más de 1200 camas de intensiva cada 100.000 habitantes. Los EEUU, que nunca creyeron demasiado en la salud pública, no llegan a 180…

Los coreanos no incurren en este gasto únicamente por la posibilidad de una guerra con Corea del Norte. Lo hacen por la conciencia de estar ubicados en la región del mundo donde, por sobrepoblación y por la inmensa industria de cría de animales de consumo alimentario, suelen nacer, como zoonosis, casi todos los virus pandémicos respiratorios.

Ha sido el caso de todas las gripes muy severas: la de 1917, la de 1957, la de 1968, probablemente la de 1977. La solitaria excepción fue la gripe porcina de 2009, que brotó en México (justamente, en una gigantesca granja de cría de cerdos).

Lo que se puede exigir al estado es que tome las medidas necesarias en el momento oportuno para aminorar la velocidad del contagio, para que el sistema de salud cubra a los pacientes; impida el acceso de nuevos portadores; y mantenga en cuarentena a los contagiados, dentro de los límites físicos que impone la realidad. Las aplicaciones informáticas son útiles, pero no reemplazan a las personas humanas que deben atender, y obligar.

Me informan los que saben que no es nada que no hayamos hecho antes. En 1957, cuando brotó una fiebre hemorrágica en la zona maicera de la provincia de Buenos Aires, la letalidad inicial era aterradora: 30%. Y no se sabía siquiera el causante. En 1958 ya estaba identificado y con nombre («virus Junín», o de la fiebre hemorrágica argentina, transmitido por el ratón maicero). Pero aún peleando a ciegas, la salud pública argentina, liderada por el Instituto Malbrán, hizo un enorme y eficaz esfuerzo de contención y terapia con medios primitivos: tratando a los contagiados con el suero de la sangre de ese 70% de convalecientes. La mortalidad bajó bruscamente a un solo dígito. Tomó décadas desarrollar una vacuna, la CANDID-1, que se tuvo que hacer en colaboración con el Ejército de los EEUU, y que hoy se suministra rutinariamente a unos 250.000 habitantes en la región bonaerense de Junín. Es muy eficaz.

Pero esta vez el vector viral no es un ratón sino nosotros mismos, los humanos, y el ecosistema del COVID-19 no es una región acotada de la Pampa Húmeda, sino el mundo todo. Nuestro gobierno ha tomado medidas severas al observar lo que estaba pasando en Europa y en EE.UU. ¿Son suficientes? Antes de 30 días lo sabremos.

A. B. F.