CARNE, PERO NO DE CAÑÓN
No hay que ser Héctor Huergo ni Alberto Samid para saber que el precio de las carnes va a subir como un cohete, muy por encima de la inflación. Basta ver los brotes de Covid-19 entre los obreros de los frigoríficos de los grandes productores mundiales para entender que se vienen cierres sanitarios, y que los que acepten reconvertir sus instalaciones para no enfermar a los laburantes perderán eficiencia. Y eso a su vez podría provocar una crisis de superproducción “aguas arriba” de la industria, es decir en el campo. Y cuanto más intensiva la producción pecuaria allí, más frágil.
“Cold, Crowded, Deadly Virus Stalks Workers at US Meat Plants”. En cristiano: “Frías y hacinadas: un virus letal acecha a las trabajadoras de las plantas frigoríficas de EEUU”. Esto no está en el diario del Polo Obrero sino en Bloomberg, agencia de noticias insospechablemente conservadora. Con este virus los trabajadores de la carne son carne. Carne de cañón.
Ante todo, los hechos. En marzo las autoridades sanitarias de Texas abrieron una investigación sobre el agrupamiento emergente de casos de Covid-19 ligados a una enorme planta frigorífica de 1000 empleados, propiedad de la firma JBS de San Pablo, Brasil, en el condado texano de Moore.
Ésa viene a quedar en el rincón más polvoriento y vacío de la llanura noroeste del estado de la estrella solitaria, con apenas 20.000 habitantes. No es un lugar por el que pinten turistas, sino un “backwaters” total. ¿Cómo es que en tamaña soledad hay 380 enfermos? Es 10 veces la cifra por cada mil habitantes de las ciudades texanas de más estrépito: Dallas, la capital cultural e informática, Houston, la petrolera y económica, y San Antonio, la política.
El condado de Moore no es un cisne negro sino parte de un “cluster” epidemiológico emergente no en Texas o en los EEUU, sino en el mundo. JBS, el mayor procesador de carnes del “ut supra” citado mundo, enfrenta el mismo problema en otras de sus muchas plantas. Y le pasa lo mismo a otros frigoríficos vacunos, porcinos y avícolas de distintos capitales en Canadá, España, Irlanda, Australia y Brasil. (Obvio, inevitablemente Brasil: tiene el mayor rodeo vacuno del planeta, además de un cierto problema presidencial). El virus SARS CoV-2 campea en esas instalaciones. Y sería raro que no estuviéramos también en esa foto, aunque haciéndonos los giles.
Estén adonde estén, los frigoríficos ya son zona roja de la peor pandemia respiratoria desde la llamada “gripe española” de 1917-1920, esa que no era española en absoluto. Sólo que “respiratoria” en el caso de la catástrofe actual es un decir, porque a lo sumo describe el modo favorito de transmisión de este SARS CoV-2: por inhalación de aerosoles exhalados por infectados todavía sanos, entre los días 0 y 5 del contagio, en promedio, antes de que aparezcan los primeros síntomas.
Fuera de ello, este virus sorprendente ataca con entusiasmo también el corazón, los riñones, los intestinos e incluso el cerebro, de modo que es respiratorio e “anche piú”, y no tenemos la lista completa de qué otros órganos y sistemas afecta. Al SARS CoV-2 lo estamos descubriendo en la misma medida en que éste, hasta hace poco sólo cliente habitual de murciélagos cavernarios del género Rhinolophus de la provincia china de Hubei, nos va descubriendo a nosotros, su nueva dieta.
Huésped anterior del SARS CoV-2 antes de pegar el salto y devenir en patógeno humano
El Centro para la Prevención y Control de Enfermedades de los EEUU, o CDC, organismo federal y la mayor agencia epidemiológica del mundo, tenía detectados 5000 casos de Covid-19 con testeo positivo en 19 estados a fecha del 27 de abril, lo que supone al menos el 3% de los trabajadores de la carne.
Pero el CDC corre jadeando tras la pelota por falta de kits de diagnóstico. Sin embargo, los pocos que hay y malos como son (tienden a dar falso negativo) alcanzaron para certificar que en estados ganaderos como Iowa y Dakota del Sur, una quinta parte del personal de los frigoríficos grandes ya tiene o tuvo el virus.
¿Estamos ante una conspiración vegana?
No, sólo asuntos de medio ambiente fabril
¿Estas operarias eminentemente negras y mexicanas están separadas 1,80 metros unas de otras?
Se requiere de investigación fina y meticulosa, pero las generales de la ley en la industria muestran por qué se volvió zona roja del SARS CoV-2 con tanta facilidad.
Lo normal en los frigoríficos es la proximidad casi hombro con hombro de los trabajadores en la que se podría llamar “línea de desmontaje”, una cinta donde la carcasa de un animal recién sacrificado desfila a gran velocidad mientras los operarios le van cavando y asestando cortes, cada cual el suyo, según una rutina preasignada. Lo habitual es que cada operación dure uno o dos segundos, entre la llegada de la pieza a destazar y su partida hacia el puesto de trabajo siguiente.
Es un trabajo frenético y de alta demanda no sólo de concentración y destreza (es fácil rebanarse dedos), sino de fuerza física. El desgaste energético es alto (especialmente cuando hay que cuartear vacunos), y obviamente el ritmo cardíaco y respiratorio suben un poco. Si el barbijo se le corre al empleado no tiene mucho tiempo de reacomodárselo, porque eso demoraría toda la cadena productiva. Ésta es una industria tayloriana como pocas. Como cantaban Pedro y Pablo: “… la prisa del diario trajín/ parece un film de Carlitos Chaplín/pero sin comicidad”.
El CDC recomendó a las patronales estadounidenses que las cintas transportadoras fueran más despacio, y que los trabajadores estuvieran más separados entre sí: al menos 1,80 metros de distancia promedio (¿vio la foto?). Asimismo, les dijo que debían redistribuir los turnos de trabajo para que el número de ocupantes de las instalaciones fuera más bajo.
Pero al mismo tiempo que esa burocracia sanitaria profesional del estado federal trataba de salvaguardar a los trabajadores, el presidente Donald Trump se aseguró de que los patrones tuvieran el máximo de protección legal posible contra acciones gremiales: en la crisis, la industria cárnica ahora es estratégica. Incitá a la huelga y vas a conocer al sheriff.
El portavoz de JBS USA, un tal Nikki Richardson, explicó a la revista de tecnología “Wired” que en los frigoríficos estadounidenses de esa firma brasuca se aplicó fielmente la doctrina CDC de separación de los trabajadores tanto en espacio como en tiempo. Sí, nuevamente, las fotos, las fotos…
El problema, si las fotos macanean y Richardson dice la justa, es que entonces las cosas son peores de lo esperable. Porque desde que los estados y distintas agencias federales tomaron cartas en esta crisis industrial-sanitaria, la rampa de contagio de los obreros no dio muestras de aplanarse ni un poco.
Según el mentado Richardson, al trabajador se le da una mascarilla de calidad quirúrgica, equivalente a nuestra N95, con capacidad de filtrar hasta el 95% de las partículas de hasta 5 micrones (milésimas de milímetro) que flotan en el ambiente como aerosoles.
Las plantas estadounidenses de JBS además tienen cámaras de infrarrojo que miden la temperatura de cada empleado antes de habilitarlo a ocupar su puesto, y de yapa se contrató a una cantidad de nuevo personal abocado únicamente a mantener impecables (y en tiempo real) las instalaciones según los estándares de limpieza reforzados últimamente por el CDC, pero también por OSHA, la Administración de Seguridad y Salud Ocupacional del NIH, el Instituto Nacional de la Salud.
Siempre según Wired, el North American Meat Institute, lobby oficial de los matarifes estadounidenses, dice que todos los miembros de esa cámara adoptaron las nuevas guías de trabajo “dentro de lo posible”, como explica a la revista en un e-mail. “Lo posible” parece poco: una planta de procesamiento porcino de Missouri, ese verde y boscoso estado del Midwest, pidió al departamento de salud local que viniera a testear a su plantel laboral, y saltaron 370 positivos, todos ellos asintomáticos… todavía. Al 27 de Abril, la industria cárnica estadounidense ya tenía 20 trabajadores muertos, y contando.
En EEUU cuando se habla de testeos se habla de kits de detección de anticuerpos en general importados de China o del Sudeste Asiático, que de suyo, malos o buenos, dan falsos negativos porque en la primera semana de infección (el llamado «período ventana») la gente no suele desarrollar anticuerpos en cantidades fácilmente detectables. Nuevamente, aquí, donde empezamos a fabricar nuestros propios equipos de anticuerpos, más sensibles y bien testeados, podemos escandalizarnos un poco con el atraso de los yanquis, ¿quién lo iba a decir? Un país con 113 premios Nóbel de medicina y fisiología…
El test “COVIDAR IgG”, cuyo desarrollo fue liderado por científicos del CONICET, del Instituto Leloir y de la Universidad Nacional de San Martín, fue validado por el ANMAT con 5000 análisis en distintos centros de salud con una fiabilidad sobresaliente, se fabrican 10.000 por semana y la producción se va a escalar a medio millón por mes. La soberanía tecnológica en testeo no es un asunto de sustitución de importaciones (aunque no viene mal), sino una necesidad biológica: los virus a ARN como el SARS CoV-2 mutan rapido, se fragmentan en cepas regionales, y no es imposible que dentro de un tiempo los kits asiáticos, europeos o norteamericanos aquí empiecen a fallar más. En ese caso, más que sustituir importaciones sustituiremos exportaciones.
Continúa mañana.
Daniel E. Arias
Andrea Gamarnik, robada a los EEUU por el Instituto Leloir y nacida en Lanús, hace goles. Es hincha de El Taladro, juega bien al fútbol y desarrolló un test de anticuerpos para el Covid-19.