Los argentinos vivimos a la exploración espacial, la parte más espectacular, la que lleva adelante un puñado de Grandes Potencias, con dos actitudes distintas. Este no es un caso de nuestra famosa «grieta». Esas dos miradas, una con interés, entusiasmo en algunos, comparte lugar en una mayoría con desapego y hasta cierto fastidio: casi como un espectáculo destinado a distraer de problemas más urgentes e importantes (aunque quizás no les importan tanto a esas Grandes Potencias).
El autor de esta nota ha sido un entusiasta de la aventura espacial desde hace mucho tiempo, y la ve como una gran aventura de los seres humanos. En la que nuestro país puede y debe tener una participación en la medida de sus recursos -no por ese entusiasmo por la aventura, que para el Estado argentino sería sí un descuido de tareas prioritarias, sino porque nos dejaría afuera de desarrollos científicos y tecnológicos. Ese es un lujo que la Argentina no se puede dar, si quiere conservar alguna autonomía.
Pero ese es otro debate, y muy largo. Aquí aprovechamos el lanzamiento del Crew Dragon, para decirle adiós a la NASA. A la gran organización que, más de medio siglo atrás, recogió el desafío de la entonces Unión Soviética y ganó la carrera: llevó a seres humanos a la Luna. El sueño de Luciano de Samosata, Cyrano de Bergerac, H. G. Wells, Julio Verne, tantos otros…
Y uno cree que aquí hay una lección que podemos aprovechar los argentinos. El proceso de burocratización que acecha a las grandes empresas tecnológicas, sobre todo cuando empiezan los ajustes y se toman decisiones estratégicas equivocadas.
En los años de la Guerra de Vietnam, y la Crisis del Petróleo, la economía de los EE.UU. enfrentaba problemas. Richard Nixon decidió ajustar el gigantesco presupuesto de la NASA, se cancelaron algunas de las misiones lunares previstas y la organización debió definir su próximo gran objetivo.
El razonamiento no fue equivocado. El costo de las misiones es muy alto, y lo seguirá siendo mientras el vehículo, el cohete, debe ser descartado en cada misión. Imagínense si cada carabela se destruyese la primera vez que cruzaba el Atlántico… Entonces NASA decidió desarrollar un vehículo reusable. Y descartó los grandes cohetes Apolo, que hoy no son más que estatuas en las afueras de su sede en Cabo Cañaveral.
Sucedió algo que los que tienen experiencia en la industria aeronáutica conocen, con amargura, de muchas experiencias: el transbordador era muy buena idea en los paneles de diseño. En la práctica, un fracaso.
No hizo más económicos los vuelos espaciales. Frente a ese dato, la explosión del Challenger, con su pérdida de vidas humanas, fue sólo un hecho más en el camino de su reluctante descarte.
Y sin grandes cohetes, que tuvo que empezar a desarrollar desde cero, la NASA sufrió la humillación: los astronautas norteamericanos tenían que viajar a la Estación Espacial Internacional en naves rusas.
En un estilo que tiene raíces en la tradición yanqui -Robert Heinlein escribió «The Man who sold the Moon» «El hombre que vendió la Luna» en 1949- su reemplazo en la exploración espacial humana, será una empresa privada.
Lo de Elon Musk es todavía muy incipiente. Como ya dijimos en otro lugar, es necesario tener claro que para que eso ocurra, SpaceX aún tiene un largo camino; al fin y al cabo, los primeros prototipos de la Starship apenas han conseguido dar pequeños ‘saltos’, antes de volver a aterrizar.
Pero para la NASA, el mensaje es claro, para los que sepan verlo. Doug Loverro, el hombre responsable por todo el sector de la NASA dedicado a los vuelos espaciales tripulados, renunció bruscamente la semana anterior a este lanzamiento.
A. B. F.