Las vacunas que vienen. Y por qué tardan.

No es la más cercana al licenciamiento pero sí la que más suena: la vacuna antiCovid-19 de Moderna, Massachussets.

HABRÁ VARIAS VACUNAS EN 18 MESES. ¿SERVIRÁN?

Con 141 fórmulas en desarrollo a fecha de hoy, habrá vacunas (varias) en 18 meses, algunas antes. El asunto es si servirán, por separado, y si no serán nocivas en caso de –práctica no siempre posible- juntar varias en una sola fórmula.

En julio se lanza un testeo masivo de fase III de la vacuna contra el Covid-19 de la biotecnológica Moderna, de Massachussets, con 30.000 adultos sanos participantes. La fórmula se inyectará al azar en la mitad del grupo, mientras el resto, o “grupo control”, recibe un placebo (sustancia inocua).

Los resultados son impredecibles. Lo que está claro es que con tantos participantes, si la vacuna tiene alguna efectividad tardará muy pocos meses en demostrarla de modo estadísticamente medible. Expuesto a la circulación viral (que viene disparándose en todo lugar donde la economía se reabre), el grupo control, que ignora que no está vacunado, tendrá más infecciones por Covid-19. El grupo efectivamente inoculado, menos.

La primera pregunta es cuánto menos. La segunda es cuándo alguna agencia regulatoria de peso considerará que ese número está fuera de discusión, y amerita licenciar, fabricar, distribuir y vacunar. Que no es soplar y hacer botellas.

Para que la FDA, la normalmente artrítica agencia regulatoria de los EEUU avance “a velocidad warp” (ultralumínica, en la saga televisiva “Viaje a las estrellas”), necesitó de un decreto presidencial de Donald Trump. En el caso de Moderna, ese decreto le habrá permitido a este “start up” bostoniano ignoto hace tres meses llegar desde una fase I en marzo, con medio centenar de voluntarios, a una fase III masiva a debutar en julio. Es el equivalente de aquel pique solitario de Maradona en el estadio Azteca de México el 22 de junio de 1986, cuando atravesó la cancha entera en leve zigzag y a través del seleccionado inglés como un misil.

En fase III, para completar la analogía, Moderna estaría en el área enemiga y a punto de fusilar el arco de Peter Shilton. Cualquiera creería que cosas así jamás sucedieron en la historia de la farmacología moderna, y estaría equivocado. No se olviden de Jonas Salk.

“Warp Speed” tiene la colaboración del NIH, o Instituto Nacional de la Salud, la repartición federal más parecida que hay en EEUU a un Ministerio de Salud, amén del Veteran’s Health Administration, cuya red de hospitales y centros de salud para excombatientes de las FFAA abarca todo el territorio de los EEUU. Pero sobre todo, tiene la chequera del gobierno (“la mano de Dios”, siempre recordando aquel partido histórico de 1986, pero el gol argentino anterior).

Con “Warp Speed”, AstraZeneca, una biotecnológica con bastante más historia que Moderna, ya lanzó otra fase III masiva, con 10.000 voluntarios, y espera tener resultados publicables en septiembre de este año. Esta vacuna fue desarrollada por la Universidad de Oxford, Reino Unido.

Por cuestiones de bioseguridad, las vacunas siempre tuvieron tiempos  de desarrollo casi geológicos, rara vez menores que una década, y frecuentemente más largos. Pero no fue en absoluto el caso de la vacuna Salk contra la poliomielitis, a la que sin licenciamento alguno en 1954 el NIH le permitió un “trial” de 1,8 millones de participantes, como medida de la desesperación de los EEUU para frenar su epidemia de 1952. Pero eran otros tiempos, con menos regulaciones. A los que por fuerza, parecemos volver.

Por dar un ejemplo de desarrollo demasiado cauteloso, los anticuerpos generados por el virus del sarampión se aislaron en 1916, pero el primer intento de vacuna es de 1958, y su licenciamiento, de 1963. Fueron 47 años de recorrido para una enfermedad mucho más contagiosa que el Covid-19, y que en población infantil llega a un 5% de mortalidad, y a veces deja secuelas neurológicas discapacitantes. En ese casi medio siglo no hay modo de calcular los pibes muertos por meningitis o encefalitis secundarias a sarampión en todo el mundo. Siendo cautelosos, estamos hablando de millones.

La diferencia es que en nuestra historia de vida para los mayores de 60 años, siempre hubo sarampión. Formaba parte del paisaje, tan irremediable y obvio como una cordillera o un desierto, hasta que de pronto llegó la vacuna, y chau, pareció desaparecer. Era un horror habitual, no una súbita sorpresa viral capaz de hacerle clavar los frenos el mundo, como hoy el Covid-19. Y eso frenó el desarrollo de aquella vacuna.

Pero a la búsqueda del tiempo perdido, no bien se licenció la vacuna antisarampión, se la combinó con dos fórmulas más (antipaperas y antirubéola), ambas de desarrollo muy rápido (menos de 5 años) y se logró la famosa “triple viral”, o MMR. Esa herramienta resultó tan potente que a partir de 1978 se planteó la posibilidad de eliminar del planeta al menos al virus del sarampión.

En aquellos años gloriosos, la Organización Mundial de la Salud (OMS) estaba haciendo lo propio con los Variola major y minor, los virus de la viruela, los dos mayores asesinos de humanos de la historia. Y la OMS lo logró, la viruela oficialmente “murió” en 1980.

Para no hacerse grandes ilusiones: los virus del sarampión y los de la viruela generan una inmunidad robusta. Los anticuerpos y linfocitos con que los neutralizamos son efectivos y persisten décadas, algo que no sabemos si sucederá con la respuesta inmune contra el SARS CoV-2.

Fue por esa eficacia que en 2015 la OMS publicó que desde 2000 la triple viral llevaba salvadas 17,1 millones de vidas sólo contando las víctimas de sarampión. Pero a no engañarse: cuando la OMS hizo esta declaración, 1980 y el fin de la viruela se habían olvidado, y ese organismo de las Naciones Unidas se batía a la defensiva y en retroceso contra los “padres anti-vacuna”, cuyos gurúes les dicen que las vacunas causan autismo.

Ése es un ejemplo de “fake news” tan viejo como la primera vacuna antivariólica de Edward Jenner (1796). Don Edward era un médico rural inglés. Observador, como buen ornitólogo, entendió que podía usar el virus de la “viruela boba” contagiada por las vacas a las ordeñadoras para bloquear inmunológicamente a los virus Variola major y minor de la viruela humana.

Jenner, hombre de su tiempo, por supuesto no tenía siquiera idea que existieran cosas tan extrañas como los virus. Pero como todo paisano del campo, sabía que las ordeñadoras jamás contraían viruela. Raro privilegio, porque en tiempos de Jenner esa virosis más bien horrenda mataba rutinariamente al 10% de la población rural británica, y al 20% de la urbana.

La práctica de Jenner fue escarificar a las personas con el fluido de las pústulas de la “viruela boba” de las ubres vacunas, para impedir el desarrollo de la viruela en serio. Antes de Jenner eso se hacía con la supuración de las pústulas de los enfermos de la viruela humana real, apostando intuitivamente a contagio reducido y por ende a una enfermedad menor, algo que a veces se lograba. Pero en entornos urbanos, ese caso fabricado contagiaba a otros y desataba epidemias locales idénticas a las espontáneas, con mortalidades de hasta el 35%. Era como usar fuego contra el fuego, pero no en un bosque sino en un barco petrolero. Los alcaldes y los condados terminaban prohibiendo la escarificación.

Muy a su pesar, en 1777 y como comandante supremo del Ejército Continental, George Washington volvió obligatoria la práctica entre sus soldados, pero lo hizo –no era tonto- en hospitales improvisados de aislación en su campamento de invierno en Valley Forge. Logró una mortalidad muy reducida, del 1%, lo que luego le permitió entrar en batalla, darle repetidas veces la salsa al Ejército de Su Majestad, liberar a las 13 colonias y el resto es historia.

Pero del otro lado del Atlántico, Jenner escarificaba gratis a sus paisanos con una zoonosis parecida a la viruela pero que no era viruela y sin embargo impedía la viruela. Como su práctica no mostraba mortalidad alguna ni necesitaba de aislación de los inoculados, se hizo famosa y empezó a dejar sin clientela a la élite de matasanos, curanderos y predicadores que vivía de –presuntamente- impedir, curar o exorcizar la viruela en las grandes capitales británicas.

Peor aún, como medicina es la que cura, esa práctica casi silvestre y sin pergaminos académicos de Jenner desacreditaba una teoría central de la medicina vigente entonces: la de los “miasmas”, o “malos humores”, causa vaga y presunta de casi toda enfermedad de las que hoy llamamos “infecciosas”. Quien la desafiara, tenía garantizado el odio de los catedráticos.

La Sociedad Antivacunas británica en combate: los inoculados por Jenner se llenan de brotes de vacas, vomitan vacas, se portan como vacas, etc.

La difamación que soportó Jenner por parte del mundo médico y religioso es inimaginable, y perdura aún después de su muerte. Cuando tras muchas dudas en 1853 el Parlamento hizo ley la vacunación obligatoria antivariólica en el Reino Unido, surgieron al toque Sociedades Antivacuna muy militantes en Europa y América del Norte. Todavía se recuerda una manifestación de unos 80.000 habitantes de Leicester en apoyo a una joven madre encarcelada por impedir la escarificación de sus hijos.

“Escarificación” ya era en sí un eufemismo, un “si pasa, pasa”. Los médicos adeptos al ya difunto Jenner evitaban la palabra “vacunar”. Y es que sus colegas antivacunas –y eran legión- aseguraban que los inmunizados con el líquido de las llagas de las ubres vacunas adquirían la pasividad y estupidez atribuidas a las vacas. Las caricaturas antivacunas de la prensa inglesa de aquella época son fantásticamente creativas.

En 1998 los antivacunas de este mundo eran unos pocos tilingos dispersos, sin verdadera capacidad de bloqueo. En el RU los agrupaba la “Association of Parents of Vaccine Damaged Children” (APVDC), Asociación de Padres de Chicos Dañados por las Vacunas, en una lucha más bien perdida contra el licenciamiento de la vacuna DPT contra la difteria, el tétanos y la tos convulsa. Son 3 infecciones bacterianas que antes de sus respectivas vacunas eran causa común de muerte infantil.

Pero aquel 1989 los antivacunas se pusieron “on fire” y alcanzaron la respetabilidad científica gracias, paradójicamente, a un “Journal” que, desde 1823 era visto como el más prestigioso del mundo en medicina clínica. Es “The Lancet”, una publicación británica. Y el nuevo blanco fue otra vacuna múltiple, la “triple viral” o MMR.

Aquel viejo artículo todavía merece ser leído (puede hacerlo aquí). Lo encabezó el entonces doctor Andrew J. Wakefield. Sobre un grupo de 12 chicos, el “paper” afirmaba que la triple viral había disparado 9 casos de trastornos psiquiátricos, incluido autismo, más 1 de psicosis desintegrativa (¿y eso?) y 2 de meningitis.

En suma, que una fórmula inyectada desde 1971 a centenares de millones de chicos bajo la autoridad de centenares de agencias regulatorias y de la OMS, con pocos efectos colaterales, al perspicaz Wakefield le resultó 100% neurotóxica. Qué desliz, miles de pediatras e infectólogos destruyendo el cerebro infantil en 5 continentes y durante 27 años, hasta que Wakefield y sus 13 apóstoles advirtieron que la triple viral, o MMR, era malísima.

Pero como Galileo Galilei tenía razón y la Iglesia no, 5 siglos más tarde la autoridad científica debe ponerse a prueba ante cada desafío, y la duda no es algo que los investigadores se tomen en joda. De modo que se investigó la investigación de Wakefield.

Emergieron algunos problemas metodológicos. Uno de los cofirmantes, el prestigioso gastroenterólogo pediátrico John Walker Smith, había reunido a 12 chicos con trastornos cognitivos y/o neurológicos. Wakefield se había encargado de cocinar sus historias clínicas de un modo que sugiriera que los problemas de aquellos pibes habían sido secundarios a la vacuna MMR. “Secundarios” suene menos fuerte, menos causativo, menos determinista, menos irritante que decir “consecuencia de”. Pero a buen entendedor…

En realidad, habría sido difícil mostrar lo contrario: la aceptación de la triple viral en el Reino Unido a fecha de publicación era casi unánime. Con la misma certeza, se podría haber demostrado que los chicos habían incurrido en el autismo, o la psicosis desintegrativa (¿?) o la meningitis por haber nacido británicos, o por ingerir agua potabilizada con cloro, o escuchar “God Save the Queen”, o a Queen. El “timing” también cerraba bien: los síntomas de autismo suelen manifestarse después del año de vida, y la primera dosis de la triple viral se suministra antes del año.

La “investigación” de Wakefield había sido financiada, además, por padres litigantes contra los fabricantes de la vacuna MMR. A ellos sí se los puede entender. Personalmente, me encantaría poder sacarle plata a la “Big Pharma” para mi hija autista, aúnque supiera que son inocentes de su misterioso trastorno cognitivo. La enfermedad es discapacitante, carísima y las terapias, bastante inoperantes. Sería formidable poder echarle la culpa a gente con tanta chequera, y no a mis genes o a mi historia.

Fogoneados por la publicación en The Lancet, los juicios contra los fabricantes de vacunas se dispararon: 1000 en el RU y 5000 en ese paraíso del litigio, los EEUU. El conflicto de interés que el Dr. Wakefield omitió declarar ante The Lancet (a saber, que trabajaba financiado por litigantes) habría sido causa casi segura de rechazo de su artículo.

Pero había causas más serias para rechazarlo, simplemente metodológicas y precautorias. Pasaron 32 años y todavía nadie con 3 dedos de cultura científica entiende cómo al comité de edición de semejante revista le filtraron un bolazo tan incendiario ¡¡sustentado sobre únicamente 12 casos!!

1200 habrían sido pocos, dado el tamaño del reclamo. Como decía el cosmólogo y planetólogo Carl Sagan: “Hay que tener la cabeza abierta, pero no tanto que a uno se la caiga el cerebro”. Y como repetía, por si alguno no había entendido bien: “Las afirmaciones gigantes exigen pruebas gigantes”.

El Medical Research Council (MRC) desautorizó el estudio de Wakefield al toque de su publicación, en 1998. Pero la bola de nieve se había puesto a rodar y desde entonces ha seguido creciendo. El artículo tuvo y sigue teniendo citas en los medios de masas. Y es que desde los ’90, por causas políticas y sociales complejas y que me exceden, el prestigio de la medicina científica –y de la ciencia- estaban (y siguen) en retroceso y el macaneo New Age, en auge.

En febrero de 2004 el Sunday Times rastreó y publicó los nombres de los financistas de aquella “investigación”. En marzo 2010, apretados por sus colegas, los cofirmantes de Wakefield abjuraron del artículo. A partir de entonces, sigue accesible en The Lancet pero con el “matasellos electrónico” de “Retracted”, que en el gremio es como la marca de Caín. Sin embargo, el daño ya era imparable. En 2005, la aceptación de la triple viral había bajado al 81% en suelo británico.

El establishment pediátrico salió a vengarse: en 2006 el GMC le entabló a Wakefield “et al”. el juicio por inconducta profesional más largo de su historia. Terminó recién el 24 de mayo de 2010 cuando a Wakefield le revocaron la matrícula de médico.

En la ocasión, había padres con pancartas frente a Regent’s Place, en el 350 de Euston Road, Londres, sede del BMC, apoyando a Wakefield, según ellos “una víctima del sistema”. Pero otro titán editorial científico, BMJ (British Medical Journal), con firma de su editora en jefe, Fiona Godlee, le escribió este responso a Wakefield: “Una cosa es tener un estudio malo, un estudio lleno de error, y que los autores entonces admitan que cometieron errores. Pero en este caso tenemos un cuadro muy diferente, lo que parece ser un intento deliberado de causar una impresión por medio de la falsificación de datos”.

“Pero entre tanto, el daño ocasionado a la salud pública continúa, acicateado por medios que informan sin objetividad y por una respuesta sin efectividad por parte del gobierno, de los diarios y de la profesión médica”, añadió el BMJ en un editorial adjunto. Un réquiem, si se quiere. Sin embargo, el que diga “Este Lázaro no resucita” no entiende cómo funciona el mundo.

La fama de The Lancet sobrevivió a esta farsa, pero la de la vacuna triple viral todavía sigue averiada. Peor aún, la caterva mundial de terraplanistas incontaminados por la ciencia que aún cita a Wakefield extendió la “fatwah” a todas las vacunas en general. Son todas malas. Es el mantra repetido de gente que no lee The Lancet ni a palos porque no podría entender sus contenidos, pero logra que aquel artículo siga matando chicos de complicaciones del sarampión… a 32 años de publicado y desmentido.

Aquí no faltan tilingos New Age y en altos cargos públicos. Pero si suspendieron disimuladamente esa parte del esquema vacunatorio estatal argentino en 2018 no fue por haber leido a Wakefield sino por fugar divisas: la fórmula cuesta en dólares, había otras prioridades, “pasaron cosas”. Sin la triple viral, en 2019 el sarampión volvió a la Argentina con 144 casos, uno de los cuales resultó fatal: el primero desde 1998.

En Francia, para preservar la “inmunidad de rebaño” de las escuelas, los padres que se niegan a darle la MMR a sus hijos son penalmente punibles. En mayo de 2019 el alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, cerró 9 “yeshivas” (escuelas talmúdicas) de la secta jasídica de los Harevim en Brooklyn, por su oposición militante contra las vacunas. Multó con U$ 1000 dólares a los padres de cada escolar no vacunado: es que en la ciudad se habían disparado 498 casos, concentrados en general en las áreas ortodoxas de Williamsburg, Lakewood y Monsey.

LONDON, ENGLAND – JANUARY 28: Dr Andrew Wakefield (C) stands with his wife Carmel as he talks to reporters at the General Medical Council (GMC) on January 28, 2010 in London, England. Dr Wakefield was the first clinician to suggest a link between autism in children and the triple vaccination for measles, mumps and rubella known as MMR. Today’s GMC ruling states that he had acted «dishonestly and irresponsibly» in carrying out his research. Vaccination take up rates dropped dramatically after Dr Wakefield’s research was published in 1998. (Photo by Peter Macdiarmid/Getty Images)

El ya no doctor Andrew Wakefield, a 31 años de “su hora más gloriosa”, y todavía en carrera

Ante la severidad del brote de 2019, los principales rabinos jasídicos acataron la vacunación. Pero centenares de contestatarios viajaron al Norte hasta Albany, la capital política del estado, a reclamar ante la Legislatura la vigencia de una polvorienta ley de tiempos de la “escarificación”, que prohibe al estado imponer vacunas por fuerza. ¿Y quién estuvo en la ocasión para alentar por Skype a los rebeldes? Sí, efectivamente, el señor (ya no doctor) Wakefield, a 31 años de “his finest hour”.

Eso fue hace apenas un año. ¿Qué les diría hoy el buen exdoctor a sus nuevos fans antivacunas, tan distintos de sus hippies canosos? ¿Qué queda por decir, después de que el Covid-19 mató a más de 25.500 personas solamente en el estado de New York y a 17.200 en la ciudad, y justamente por la inexistencia de una vacuna?

Debido a los antivacunas yanquis en 2019 hubo 1282 casos de sarampión en 31 estados, el peor número en 27 años según el CDC (Centro de Control de Enfermedades Infecciosas del NIH). Con esa gente todo debate científico es muy difícil. Ante el Covid y sin vacunas estamos como en la Edad Media, pero eso a muchos nuevos antivacunas (los talibanes pakistaníes y afganos, por ejemplo) les encanta. La Edad Media, después de todo, es SU terreno.

Extraños compañeros de cama como son, Wakefield, los talibanes y demás integristas deberían celebrar. En mayo de este año la OMS avisó que la pandemia del Covid-19 interrumpió el calendario vacunatorio de 80 millones de bebés en 68 países. Se espera una rampa de difteria en Pakistán, Bangladesh y Nepal, y de cólera en Sudán del Sur, Camerún, Mozambique, Yemen y Bangladesh. En cuanto a la poliomielitis y el sarampión, lo mismo, pero en casi todo el mundo.

(Concluye mañana)

Daniel E. Arias