La sociedad argentina y el campo. Primera parte

Reproducimos este valioso ensayo de Roy Hora, doctor en Historia Moderna por la Universidad de Oxford, profesor en la Universidad de San Andrés y en la Universidad Nacional de Quilmes, e investigador principal del CONICET. Es un intelectual que escribe sobre lo que ha estudiado.

«Argentina, el país del «vértigo horizontal» de las grandes planicies, respira campo. Pero al mismo tiempo es un país apabullantemente urbano, en el que los imaginarios sobre ese campo se construyen a menudo a la distancia. Los conflictos recurrentes por el reparto de la renta agraria, en un contexto de fuertes transformaciones tecnológicas y de cambios en la propiedad de la tierra, dejan ver las discusiones irresueltas y plantean nuevos debates sobre la relación entre campo e industria, el tipo de impuestos deseables y la sostenibilidad del modelo actual.

Tras un segundo aumento de los derechos que gravan las exportaciones agrícolas, impuesto a solo tres meses de que Alberto Fernández asumiera la Presidencia, el malestar viene creciendo entre los empresarios del campo. Por el momento, la pandemia de covid-19 que asola al mundo ha sacado el tema del centro del escenario, dirigiendo la atención hacia problemas más urgentes y, de paso, deshilachando la protesta que las asociaciones ruralistas, reunidas en su Mesa de Enlace, habían programado entre el 9 y el 12 de marzo. El malestar agrario, sin embargo, no ha desaparecido, y más tarde o más temprano volverá a expresarse. Aunque es muy improbable que alcance la virulencia del conflicto del campo del otoño de 2008, el espectro de esa protesta continúa acechando. Doce años atrás, durante cuatro meses de intensa disputa, la Argentina urbana aprendió sobre impuestos a las exportaciones y siembra directa, sobre productores de soja y piquetes agrarios. Visto a la distancia, la principal consecuencia de la mayor protesta agraria de toda la historia argentina fue la constitución del «campo» como una fuerza sociocultural y, sobre esa base, aunque de manera mucho menos exitosa, como un actor dispuesto a alzar su voz en la disputa política. Una década más tarde, mucho de ese legado sigue vigente.

¿Cuánto hay de novedoso en el panorama que se abrió en 2008, tan decisivo para entender el malhumor propietario que vuelve a desplegarse ante nuestros ojos? Quizá no tanto como algunos suponen. Basta una rápida mirada hacia atrás para constatar que, desde muy temprano en la historia argentina, cierto grado de tensión constituyó un rasgo definitorio de la relación entre el empresariado rural y el Estado. No podía ser de otro modo en un país que ya en la última parte del siglo XIX contaba con un sector público de dimensiones considerables cuyo financiamiento, inevitablemente, dependía del agro pampeano, su motor económico y su único generador de divisas.

El campo como locomotora

Contra lo que afirma el mito liberal y reafirma el populista, para 1910 Argentina ya había forjado un Estado que era mucho más que un guardián nocturno. Su tamaño, medido en términos de erogaciones per cápita, se encontraba entre los mayores del mundo. Un sistema educativo que era motivo de orgullo nacional, un presupuesto militar elevado, grandes inversiones en infraestructura (ferrocarriles y puertos, edificios públicos y agua corriente) y una abultada deuda externa ayudan a explicar por qué el Estado costaba, ajustado por el tamaño de la población, tanto como en Francia o Alemania. Pero a diferencia de estos países, que poseían economías más diversificadas y menos asimetrías regionales, aquí solo la pujante economía exportadora surgida en las fértiles praderas pampeanas podía saldar esa cuenta. De manera directa o indirecta, el grueso de esos recursos salía del campo.

Considerando la temprana emergencia del Estado más robusto y costoso de América Latina, no sorprende que el problema del tamaño y la calidad del gasto público animaran el debate cívico desde antes de la era democrática. Y que la presión fiscal diese lugar a pujas y disputas y, en ocasiones, también a movilizaciones. En los principales distritos pampeanos (Buenos Aires y Santa Fe) las hubo al menos desde comienzos de la década de 1890, y en ellas participaron tanto agricultores como ganaderos y terratenientes.

Por su significación, conviene detenerse en la rebelión fiscal del verano de 1911-1912, buen ejemplo de las protestas que movilizaron al empresariado del campo a comienzos del siglo XX. En esos meses, un abrupto incremento del impuesto inmobiliario rural en la provincia de Buenos Aires puso en pie de guerra a la clase propietaria. Las empresas agrarias no podrán sostener ese nivel de impuestos e irán a la quiebra, dijeron, palabras más, palabras menos, muchos exaltados. Al calor de esa rebelión fiscal, Defensa Rural, un partido de base terrateniente nacido en los salones de la Sociedad Rural Argentina, se propuso desafiar al gobierno provincial. Animados por la sanción de la Ley Sáenz Peña, que aseguraba elecciones mucho más transparentes y participativas que las anteriores, los grandes estancieros dijeron presente. Es importante destacar que la constitución del empresariado rural como un actor político no tuvo lugar en el seno, sino contra el gobierno del Partido Conservador. Una prueba más de que la idea de bloque histórico no describe bien la relación entre Estado y clase propietaria en la Argentina oligárquica.

¿Por qué los ruralistas desafiaron a una fuerza política tan poderosa como el oficialismo de entonces? Porque eran la única voz que hablaba en nombre de un sector de actividad que, desde la izquierda hasta la derecha, todos veían como la locomotora del país. Al fin y al cabo, el sector agroexportador había convertido la economía argentina en una de las de más veloz crecimiento del planeta en la «primera globalización». Y porque, pese a la pregnancia del sentimiento antielitista que por entonces ya tenía un lugar en la vida pública, los capitalistas rurales aún no eran tenidos por enemigos de la comunidad salvo por grupos minoritarios, de escasa gravitación en el debate público. En abril de 1912, los estancieros de Defensa Rural aprendieron que no es posible competir en elecciones sin el respaldo de una organización bien implantada en el territorio y mordieron el polvo de la derrota. Aun así, la creencia de que estos actores tenían cierto ascendiente sobre la población de la campaña no parece haber sido del todo equivocada.

De hecho, cuando dos años más tarde la Unión Cívica Radical (UCR) de Hipólito Yrigoyen fue por primera vez a las urnas en la provincia de Buenos Aires (en 1912 se había abstenido), su lista de diputados estuvo encabezada por Leonardo Pereyra Iraola, uno de los ganaderos más conspicuos del país. La legislación electoral daba entonces a los votantes la posibilidad de tachar nombres en la boleta de su elección (no existía la «lista sábana»), lo que nos permite conocer mejor sus preferencias. El conteo de los votos muestra que el jefe radical no se equivocó al colocar a Pereyra Iraola como mascarón de proa de su programa de renovación de las instituciones: fue el más votado de la lista radical y superó a candidatos de carreras políticas más notorias y nacidos en cunas más populares. La lección parece clara: en el principal distrito agroganadero del país, ser un terrateniente reconocido, más que un baldón, podía constituir un activo. Un personaje como Pereyra Iraola no disminuía, sino que incrementaba el atractivo de una organización política que aspiraba a conquistar el voto popular.

Pero no por mucho tiempo. Fue quizás la última vez que un exponente tan emblemático de la alta burguesía agraria que había liderado el formidable proceso de cambio rural del medio siglo previo estuvo en condiciones de encarnar un ideal inclusivo de comunidad.»

(Continuará)

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