A pocos kilómentos de la Capital Federal -en parte formalmente dentro de la famosa Área Metropolitana- avanza una catástrofe que no tiene que ver con la pandemia. Y tal vez por eso no está en la mayoría de los medios. Reproducimos este informe de Patricia Kandus, Natalia Morandeira y Priscilla Minotti, investigadoras del Instituto de Investigación e Ingeniería Ambiental (3iA) de la Universidad Nacional de San Martín.
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«En el primer semestre del año se detectaron mediante datos satelitales más de 3700 potenciales focos de incendio en el Delta del Paraná, la mayor cantidad en los últimos nueve años.
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Las quemas indiscriminadas de pastizales y sin planificación afectan los modos de vida de los isleños, destruyen la vegetación y el hábitat de la fauna litoraleña, y dejan expuesta la falta de una discusión colectiva sobre los criterios de uso del territorio.
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Un territorio fluvial que se prende fuego. Suena a oxímoron, pero los humedales del Paraná no son sólo el río sino también la extensa planicie que los rodea: un mosaico de bañados, pajonales, pastizales, bosques y lagunas entreveradas con arroyos, e interactuando con ellos toda la población isleña, también la fauna nativa y el ganado. El Delta del Paraná ocupa unos 19.300 km2, cerca de los principales centros urbanos de la Argentina. Hoy, desde esas islas, se levantan columnas de humo que llegan a Rosario, a San Nicolás o San Pedro, y la alarma crece.
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En lo que va del año, más de 3700 focos de calor, que son potenciales fuegos, fueron detectados por datos de sensores satelitales VIIRS (radiómetro de imágenes infrarrojas visibles, en inglés) con una resolución en píxeles de 375 metros de lado. La cantidad de potenciales focos de incendio acumulados este año supera ampliamente los focos detectados durante los primeros semestres de los últimos nueve años.
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Aún si el fuego se apaga, lo quemado persiste. De estos focos, el 82,5% se concentran en la provincia de Entre Ríos, gran parte en las islas de la Reserva (municipal) de Usos Múltiples Islas de Victoria (más del 60% de los focos totales). Los restantes 11,4% y 6,1% ocurrieron en Buenos Aires y Santa Fe, respectivamente. Se trata de un problema que atraviesa las fronteras jurisdiccionales, tanto en tierras de propiedad privada como en tierras fiscales arrendadas a privados.
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Para sumar complejidad (y preocupación): 2020 es un año de extrema sequía en el Delta, producto de una bajante histórica del río Paraná. Los suelos secos de zonas antes anegadas, con mucha materia orgánica, así como la vegetación seca en pie, resultan en material combustible y dificultan el control de los incendios.
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El fuego en contexto
La quema de pastizales es una práctica de manejo que ocurre en el Delta del Paraná, aunque no es abiertamente reconocida. En las islas de esta área, más del 80% de la vegetación es herbácea y sumamente diversa, mientras que apenas el 4% está ocupado por bosques nativos y otro tanto lo ocupan las plantaciones forestales. Esto contrasta con la imagen que tenemos de las islas, porque más allá de su belleza y diversidad, los bosques suelen estar en albardones, a la vera de los ríos y arroyos que navegamos, lo que nos hace pensar que toda la isla es así. Lo que se suele quemar son los humedales herbáceos y con ello se afecta también su enorme biodiversidad. Las islas poseen una enorme variedad de humedales donde se han citado más de 700 especies de plantas vasculares y una diversidad de fauna litoraleña que usa estos ambientes como hábitat (al menos 50 especies de mamíferos, 260 de aves, cerca de 300 de peces, 27 de anfibios, más de 30 de reptiles y una enorme variedad de invertebrados).
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Hoy, la reciente denuncia penal presentada por el ministro de Ambiente contra quienes presuntamente iniciaron incendios intencionalmente, convive con el silencio de la mayoría de los propietarios y arrendatarios.
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El fuego ha sido usado históricamente para proveer pasturas: ya hacia 1830 el naturalista francés Alcides D’Orbigny describió las quemas de campos hechas con el propósito de renovar los pastos del ganado. D’Orbigny señaló que ello traía aparejada una gran destrucción y pérdida del hábitat, al punto que era un espectáculo dantesco ver los animales que huían de los incendios y las aves de presa que los atrapaban. El fuego también se ha usado ampliamente en las islas para cazar animales silvestres, así como para despejar cubiertas vegetales, facilitar el ingreso de maquinaria para realizar obras hidráulicas o sistematización de tierras destinadas a forestación. Hoy en día, en muchos lugares el fuego ha sido reemplazado por el uso de herbicidas.
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Las adaptaciones de los organismos vivos responden al régimen de disturbio, no al fuego como hecho instantáneo. La acumulación de material seco en la vegetación y de un gran volumen de materia orgánica almacenada en las capas superiores de los suelos o sedimentos hacen pensar que el fuego debe haber sido un componente del régimen natural de disturbios de estos humedales, acoplado con los pulsos de inundación y seca del río Paraná. Los disturbios de fuego suelen generar mosaicos de parches con diferentes grados de quema, que serían sucedidos por distintos procesos de recuperación, acelerados luego con el aporte de agua de las crecientes.
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En condiciones controladas, bajo una planificación regional y con una estricta consideración de las condiciones ambientales, el manejo del fuego puede contribuir a promover una variedad de respuestas de la vegetación e incluso de biodiversidad, con algunos efectos potencialmente benéficos para las prácticas ganaderas, como el rebrote de especies forrajeras. Sin embargo, realizar quemas en un contexto de sequía y bajante extraordinaria del Paraná, con múltiples focos simultáneos en toda la región sin planificación ni control, implica un riesgo de devastación de los ecosistemas, superando cualquier nivel de resiliencia que pudieran presentar las especies nativas.
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Si queremos comparar con años anteriores a 2012, es necesario utilizar datos del sensor satelital MODIS, que tiene una menor resolución espacial (1 kilómetro). Por tener píxeles más grandes, MODIS detecta menor cantidad de focos de calor que VIIRS, pero cada foco corresponde potencialmente a una mayor extensión de quema. El año 2008 es recordado por las quemas de pastizales en el Delta, y en ese caso fue Buenos Aires la ciudad que se llenó de humo y despertó alerta. Para esta fecha (17 de junio), la cantidad de focos MODIS era nueve veces superior en 2008 que lo que registramos en 2020. Según las estimaciones de la Dirección de Bosques de la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable (ex-SAyDS), la superficie quemada en la región alcanzaba en el mes de mayo de 2008 unas 206.955 hectáreas, cerca del 11% del Delta.
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Los estudios realizados en ese momento mostraron que el fuego afectó de forma significativa las capas superficiales de los suelos, con una pérdida sustancial de carbono y nitrógeno. Se estimó que volver a almacenar el carbono emitido por los incendios demoraría aproximadamente 11 años, de no mediar alteraciones. En el informe elaborado sobre ese evento por miembros de un conjunto de instituciones a partir de trabajo de campo (3iA-UNSAM, INTA, OPDS, IAFE-UBA-CONICET), se documentó cómo la vegetación y las capas superficiales de suelo quedaron reducidas a cenizas, expuestas al riesgo de erosión por lluvias, crecientes fluviales y mareales, y también se alertó sobre posibles impactos en la calidad del agua por el incremento en la entrada de sólidos en suspensión. Este tipo de quemas no sólo afectan negativamente a la biodiversidad, sino que también atentan contra la variedad de usos y modos de vida isleños, ya que la ganadería no es la única actividad que se realiza en las islas. Las quemas impactan directamente sobre la pesca y la apicultura al destruir hábitat de peces y la flora apícola. Las actividades turísticas y deportivas también son perjudicadas, al degradar la calidad del aire y de los paisajes isleños.
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Como uno de los legados de esta trágica situación, en septiembre de 2008 la Legislatura de la Provincia de Entre Ríos sancionó la Ley Nº 9.868 para el manejo y prevención del fuego. En esta norma se establece la prohibición del uso del fuego en el ámbito rural y forestal sin autorización expresa de la autoridad de aplicación. La normativa también plantea que toda aquella persona que “tome conocimiento de la existencia de un foco ígneo que pueda producir o haya producido un incendio rural o forestal” está obligada a denunciar ante autoridades administrativas y/o judiciales. Más allá del notorio incumplimiento de esta legislación, y en el caso de que se pruebe la intencionalidad de los incendios, cabe preguntarnos por qué la voluntad de unas pocas personas prima por sobre los intereses y calidad de vida del conjunto de la población isleña y de ciudades aledañas.
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No todo el Delta es un campo ganadero
El Delta del Paraná tiene una complejidad propia dada por la heterogeneidad de sus geoformas y los pulsos del río, que alternan períodos de inundación y de sequía. En estos humedales, la producción ganadera es una actividad sumamente extendida y tradicional que data de los principios de la colonización. A fines del siglo XVI, Hernandarias introdujo los primeros 300 ejemplares de bovinos, y hay registros de traslado de ganado entre las islas y la zona continental que datan del siglo XVIII. Pero la ganadería no es la única actividad productiva, ya que comparte espacio y tiempo en el mosaico de humedales con otras actividades igualmente importantes como la forestación, la apicultura, la pesca comercial y artesanal, a las que se suman el turismo, actividades recreativas y deportivas, sin dejar de lado muchas actividades de subsistencia.
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Difícilmente pueda pensarse al Delta como un área de conservación estricta, restringida del accionar humano. Sus formas de vida tradicionales se remontan a la colonia y algunas, como la pesca, son anteriores aún. También está muy cerca de los centros más poblados del país. En cambio, se puede pensar en discutir un modelo de desarrollo sustentable, en el que deberán contemplarse los conflictos entre los distintos usos, tanto los de tierra como los que se desarrollan en el agua. Un modelo de desarrollo sustentable que garantice las funciones ecosistémicas de los humedales que contribuyen a una mejor calidad de vida, tanto de la población local como la de los habitantes de vastas áreas vecinas.
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Los humedales del Delta del Paraná tienen un rol clave en la regulación hidrológica: almacenan agua a corto y largo plazo, regulan la evapotranspiración y con ello la temperatura local, disminuyen la turbulencia del agua y la velocidad de los flujos gracias a las densas coberturas de vegetación y las geoformas propias de la planicie. Los diferentes procesos de regulación bioquímica mejoran la calidad del agua y la disponibilidad de agua dulce, almacenando, transformando y degradando, nutrientes, sales o contaminantes. Desde el punto de vista ecológico, la mayoría de las comunidades de plantas herbáceas del Delta son altamente productivas, secuestran carbono en el suelo y en la biomasa, ofrecen producción de forraje para el ganado y resultan el hábitat de una gran diversidad de especies de fauna silvestre. El real desafío es discutir un modelo de uso responsable, sustentable y solidario: se trata de proteger los derechos de nuestra generación y de las generaciones futuras.
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El modelo de producción actual no entiende de disidencias
Para comprender lo que ocurrió en la región del Delta en las últimas dos décadas debemos levantar la mirada y observar el contexto. Los altos rendimientos alcanzados en la producción de granos en el mundo han llevado a una expansión significativa de la frontera agrícola, con el reemplazo de áreas tradicionalmente ganaderas por cultivos. El modelo agrotecnológico imperante desde mediados de los años 90 (siembra directa, soja transgénica y glifosato) ha dado pie a una agricultura industrial que, si bien rinde año a año enormes volúmenes exportables (commodities), genera también un conjunto de externalidades costosas para la estabilidad de las ecorregiones afectadas, que deterioran la salud y calidad de vida de las sociedades que las habitan. Una de las consecuencias de este modelo es el desplazamiento de una fracción considerable de la actividad ganadera hacia sitios considerados “marginales”. La productividad natural de los humedales, sumada a la ocurrencia de considerables períodos de aguas bajas durante la década del 2000, condujo a que en el Delta del Paraná se pasara de un sistema de ganadería extensiva estacional a uno de tipo intensivo y permanente. A su vez, se renovó el interés de algunos oportunistas por hacer agricultura, inducida por los elevados precios internacionales y rendimientos de las nuevas variedades de soja.
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Las quemas del año 2008 fueron acompañadas por una marcada proliferación de emprendimientos de endicamiento. Los endicamientos, o polders, son áreas delimitadas por terraplenes que impiden el libre ingreso de agua por crecientes fluviales o mareas, evitando así que un campo ubicado en un humedal se inunde naturalmente. Este tipo de intervención expandió el proceso de “pampeanización” que ya venía ocurriendo en la región, es decir, el esfuerzo de tratar de desarrollar también en las islas del Paraná actividades productivas con los modos de tierra firme. Hoy, cerca del 13% de la superficie de la región se encuentra endicada. El propósito actual de estos endicamientos es, mayormente, la intención de contar con áreas protegidas de inundaciones para el ganado. También se realizan endicamientos para urbanizaciones tales como barrios privados y para cierto tipo de producciones forestales. En menor medida, se han hecho para agricultura, aunque está prohibida en las islas fiscales de Entre Ríos (por la Ley Provincial Nº 9.603, del año 2005). Si los fuegos llevan a una pérdida temporal o parcial de las funciones ecológicas de los humedales, los diques determinan un cambio del humedal hacia un ecosistema terrestre. Es decir, se pierde superficie de humedal y así las funciones exclusivas de estos ambientes.
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El sobrepastoreo y el pisoteo por sobrecarga ganadera, la limpieza de los campos mediante el fuego, rolo o agentes químicos, así como la construcción de terraplenes o diques para evitar el ingreso de aguas de las crecientes, son presiones sobre el sistema producto de un modelo que no solo atenta contra la salud pública y la calidad de vida de argentinos y argentinas, sino que también avasalla el patrimonio natural y cultural de vastas zonas litoraleñas. Los impactos son acumulativos y, en algunos casos, pueden ser irreversibles.
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Hoy nos alertan los incendios en un momento de sequía, mientras que años anteriores podíamos notar el impacto negativo de los endicamientos al anegarse grandes extensiones aledañas a esos campos protegidos, la destrucción de islas enteras por la decisión unilateral de construir un barrio privado o el desarrollo de extensos embalses accidentales con aguas quietas cuando el agua llenó el dique y no tiene por dónde salir. El problema, entonces, no es la ganadería en sí misma. No es el uso del fuego en sí mismo el factor a combatir, sino el modo en que se desarrollan las actividades y la forma discrecional en que puede utilizarse este disturbio como herramienta de manejo, particularmente sin poner en consideración al resto de los actores involucrados de la sociedad, con la sola percepción del interés de mercado y sin atención del ambiente.
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El Delta como territorio fluvial a democratizar
Los conflictos político-ambientales en el Delta del Paraná dejan expuesto el incumplimiento de las leyes vigentes y la falta de una discusión con participación colectiva sobre criterios de uso del territorio, que permitan la coexistencia de las diversas actividades productivas de manera sustentable y la preservación de la integridad ecológica de los humedales. Resultan inadmisibles las acciones unilaterales por parte de sectores dueños de la tierra, o arrendatarios, que priorizan su rentabilidad económica por sobre el bien común.
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Los humedales interpelan a las miradas sectoriales más simplistas, ya sean ultra-productivistas como conservacionistas ingenuas, que si bien presionan por una toma rápida de decisiones, resultan en conflictos socio-ambientales impredecibles a mediano y largo plazo. Esta puja queda manifiesta al releer los textos de los diferentes proyectos para una ley de Humedales. En estas iniciativas, varios artículos se derivan de la Ley de Bosques (Ley Nacional Nº 26.331) sin una mirada crítica de su experiencia, como si diera lo mismo legislar sobre cualquier ecosistema, con categorías rígidas de gestión que nada tienen que ver con la diversidad de tipos y situaciones tan particulares que presentan los humedales.
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Los humedales (y los territorios fluviales) son, a su vez, intrínsecamente variables a escalas no percibidas usualmente por el devenir cotidiano ni incluso el de una generación. Su gestión, entonces, necesita contemplar escenarios futuros dinámicos, con variabilidad estocástica y bajo procesos de cambio climático. Un programa integral nacional y federal quizás podría ayudar a tomar conciencia y hacernos responsables frente a la conservación y uso sustentable de los humedales, con estrategias de educación, gestión, legislación e inventario. Sobre todo, necesitamos incorporar una mirada solidaria, que garantice los derechos del conjunto de la sociedad, particularmente de quienes viven en las islas, y de las generaciones futuras.»