(La primera parte de este artículo está aquí; la 3° y última estará online este miércoles 26)
2. Langostas, tucuras, fábricas, chinos, feromonas, drones y satélites
La infografía que repetimos arriba da para el engaño. La langosta que menos asusta, la del tamaño de un delicado dedo índice de dama, a la izquierda, es nuestra famosa Schistocerca cancellata, que por ser una voladora olímpica es la que hace los peores desmanes. En contraste (y del tamaño de una mano de hombre), la tucura quebrachera de la derecha (Tropidacris collaris) come como una motosierra, pero gasta menos energía porque no es tan voladora. Por ende, constituye un problema de resolución más local.
En el resto del planeta y con nombres mucho menos criollos existen aproximadamente 12.000 especies de tucuras, y aunque generan unos enjambres de terror no vuelan gran cosa. Las langostas verdaderas, las voladoras maratónicas como la langosta africana del desierto (Schistocerca gregaria) o su prima cercana, nuestra “cancellata” sudaca, suman apenas 25 especies en el mundo. Pero esas 25 comparten una capacidad inverosímil de transformación somática para evitar la competencia intraespecífica, es decir contra su propia especie.
Si las ninfas nacen a baja densidad, todo bien: los adultos serán voraces pero no muy distintos de las tucuras: vuelo corto y vida hambrienta pero casi sedentaria, aunque nunca aburrida. Es que cuando barren con toda la vegetación de una zona, como les cuesta salir de ella, las tucuras no le hacen ascos al canibalismo. Para una tucura, como dijo alguno, lo mejor es otra tucura.
En cambio si las saltonas nacen muy amuchadas, el adulto encara lo que el acridiólogo soviético Boris Petrovich Uvarov llamó una transformación “de fase”, y que supone cambios estructurales y metabólicos propios del Increíble Hulk enojado. Apretujadas a alta densidad, las adultas intercambian feromonas –mensajes químicos- que disparan reingeniería: aumentan su tamaño, potencian su musculatura, refuerzan sus alas, agravan su hambre, cambian su coloración y enloquecen su conducta.
La fase “on steroids” de una especie parece directamente de otra especie. Enjambra de a millones y puede volar a una máxima de 4 km/hora, pero desplazándose distancias interprovinciales o internacionales si el viento ayuda. En la llanura chacopampeana se han visto “supermangas” de 100 kilómetros de longitud y 10 de frente que tardan horas en pasar. Parecen humaredas desfilando, lerdas, de horizonte a horizonte.
Pero más que humaredas, son un incendio. En un km2 de langostas aterrizadas “para la cena” caben 80 millones de individuos, y comen tanta vegetación como 2000 vacas, sólo que absueltas de ese límite vertical que le impide a las vacas subirse a los árboles. En una noche, liquidan el equivalente calórico de la comida de 35.000 personas.
Lo del equivalente calórico es determinante: las langostas son peligrosas directamente cuando se comen tu comida (normalmente, las cosechas) pero también cuando se comen la comida de tu comida (los forrajes). No es un bicho compatible con una economía agropecuaria con una deriva hacia lo primario, que en medio de la furia sojera llegó a dedicar casi 18 millones de hectáreas a este particular poroto forrajero.
La Argentina que en los ’50 y ’60 derrotó por fin a la langosta era un país exportador de alimentos para personas, básicamente trigo y carne vacuna. Era distinto del actual también en otros sentidos. Con tanta industrialización sustitutiva, tuvimos la originalidad regional de poder atacar a la Schistocerca hasta con avionetas propias. Me refieron a la de usos generales IA 46 Ranquel, diseñada y construida por el Instituto Aerotécnico de Córdoba entre 1958 y 1968.
No eran aviones especializados pero tenían una calidad equivalente a los Piper y Cessna multitareas yanquis, aunque eran un punto más potentes (venían con un Lycoming de 150 HP), y se pagaban en pesos. Todavía hay algunos volando desde aquellos tiempos. No salen baratos: cuando tienen una “recorrida” reciente de motor e incluyen equipo de aeroaplicación, se venden hasta por U$ 35.000.
Hasta la química teníamos aquí para este combate: el principal productor de DDT en aquellos años era Atanor, todavía entonces una firma de capitales argentinos.
La batalla no se jugaba sólo en el espacio sino en el tiempo. A partir de 1954 empezaron a rociarse a motomochila las zonas de puestas masivas para ralear la población de ninfas desde la misma eclosión, e impedir así el enjambramiento. Con la victoria a la vista, la lucha se volvió masiva: cuando podían y si el terreno era practicable, algunos dueños de campos pasaban la vieja y pesada rastra de discos por la tierra cribada de agujeritos de ovoposición, para exponer las ootecas al aire, a la desecación y a los predadores.
Y así se llegó a 1964, cuando los argentinos pudimos ver por primera vez a los Beatles en la tele y ninguna manga de langostas oscureciendo los cielos. No fue un mal año.
El helidrón RUAS-160 de INVAP, Cicaré y Marinelli en Expoagro 2019
Pero ahora hay opciones más baratas y precisas para la aeroaplicación. El RUAS-160 de INVAP es un helidrón (fusión de «helicóptero» y «dron») argentino multipropósito de tamaño importante (160 kg. con combustible y carga útil). Por ahora hay uno solo, el MET o Modelo de Evaluación Tecnológica. Tal vez dentro de un par de años sean centenares. O miles, si se lo exporta. ¿Es exportable? INVAP es el equivalente argentino en tecnología nuclear y aeroespacial de Rolls Royce o General Electric. La respuesta: sí.
El RUAS-160 creó interés inmediato en el campo: los productores y contratistas lo ven como un sistema económico y preciso de aeroaplicación, superior al avión tripulado en superficies chicas o difíciles por relieve, árboles o viento turbulento. Y pagable en pesos, y con service local.
Con 80 kg. de carga útil límite, con su despegue y aterrizaje plenamente robóticos, con tres planes de vuelo distintos (automático, sin piloto, o semipilotado, con piloto haciendo correcciones de trayectoria, o plenamente manual), el RUAS-160 tiene entre 1,5 y 6 horas de autonomía de vuelo según cuánto cargue. Permite aplicar plaguicidas en dosis muy ahorrativas (3 kg/ha).
Esto lo hace casi sin problemas de deriva por viento, ya que logra operar a una altura muy baja y en vuelo estático, cosas imposibles para un pesado avión fumigador. Augusto “Pirincho” Cicaré, el genio helicopterista de Saladillo, provincia de Buenos Aires (ya tiene 83 años), fue su diseñador original y lo hizo sumamente reconfigurable.
Nicolás Marinelli, piloto y contratista, forma parte de esa asociación tecnológica entre una empresa nuclear y aeroespacial y otra de helicópteros. Es literalmente “la pata rural” de dos tecnológicas fierreras para aterrizar en el campo argentino. Y tanta polvareda levantó el RUAS-160 en Expoagro 2019, que el presentador oficial del helidrón fue Héctor Huergo, de Clarín Rural, el vate del modelo agropecuario actual argentino.
Ahora que en Argentina resucito el Ministerio de la Ciencia, el CONICET y el INTA podrían quizás forjar herramientas nuevas de control biológico: hay hongos del suelo, como los microsporidios. Atacan naturalmente las puestas de huevos. ¿Son cultivables? ¿Sirve rociarlos? ¿De cuáles maneras, y con qué “efectos colaterales” sobre los agrosistemas y la gente?
Hay otros hongos del suelo, como el Metarhizium nosema, que podrían colonizar y comerse vivas a las ninfas o a las saltonas, para ralearlas al punto de que no lleguen a esa transformación de fase que las hace enjambrar. ¿Se puede sacar esta idea del limbo académico y volverla tecnología real, y de paso, patentable en favor de la Argentina?
¿Y qué hay de hackear los sistemas de comunicación de las langostas? New Scientist del 12 de agosto informa que un tal Le Kang, perteneciente al Instituto de Zoología de Beijing, acaba de irrumpir en la internet química de la langosta más común del planeta: la Locusta migratoria, pesadilla no sólo de África sino de casi toda Eurasia. Entre 35 sustancias volátiles que emiten estos bichos, hay 6 que sólo aparecen cuando enjambran.
Entre esas 6 moléculas, hay una llamada 4-vinilanisol. En experimentos de laboratorio, resulta infalible para hacer amuchar a las langostas en fase solitaria. Pero funciona también al revés: cuando se amontonan por fuerza muchas langostas en poco espacio, todas se ponen a exudar 4-vinilanisol. “¡Eureka!”, habrá exclamado Le Kang, aunque en mandarín. “¡La feromona del enjambramiento!”
Langosta hackeada: una Locusta migratoria, con el color gris que toma cuando enjambra
Usando trampas de 4-vinilanisol, Le Kang logró hacer aterrizar mangas salvajes sobre trampas pegajosas, parecidas al viejo papel matamoscas. Nada impide atraerlas a superficies elegidas “ad hoc” donde se las mate con piretroides, con poca contaminación del suelo, del agua, de los pájaros, de otros insectos útiles, y también de peces y anfibios.
Y si se las matara con métodos físicos, las propias langostas serían un eficaz balanceado: descartada la quitina del exoesqueleto, proteína no les falta. Las langostas fritas (chapulines) constituyen una comida popular en México desde tiempos precolombinos: comerse a la comida de la comida de tu comida es pura justicia poética azteca.
Le Kang sugiere diseñar sustancias químicas que bloqueen los receptores del 4-vinilanisol en las antenas de las langostas. Esto podría impediría su enjambramiento y transformación de fase para volar grandes distancias, lo que las libraría a la competencia intraespecífica (y eventualmente, al canibalismo), destino más propio de vulgares tucuras.
Todo este conocimiento merece programas horizontales que unan las reparticiones científicas del estado entre sí, y a todas con la industria privada, los productores agropecuarios y las firmas argentinas de biociencias.
Como me dijo en 2018 el veterinario Carlos van Gelderen, de la Sociedad Rural Argentina, representante entonces de esa entidad ante el directorio del CONICET: “Esta institución es una caja de herramientas donde hay de todo y para casi todo”. Pero ahora, haber por haber, habemus Ministerium.
“En plan habemus”, habemus hasta satélites: está en vuelo el SAOCOM 1A. El 1B, su clon, está, paciente, en plataforma de lanzamiento en Cabo Cañaveral, demorado por la pandemia, a punto de ser disparado desde hace más de un mes y medio por la empresa Space X de Elon Musk.
El radar en banda L de estos aparatos “lee” el agua hasta 2 metros bajo la tierra desde su órbita de 600 km. de altura. Puede discernir ese cambios críticos de humedad del suelo que crean “zona liberada” para la fructificación de huevos de acridio, sean de tucura o de langosta. Cada género y cada especie tienen requisitos de agua bastante exclusivos.
Esta información sobre el agua subsuperficial cruzada con los índices verdes de vegetación obtenidos por sensores ópticos o de radar en banda X permitiría generar mapas de riesgo en el Instituto Mario Gulich, de Falda del Carmen, Córdoba. Podrían usarse para atacar las ootecas, disminuir las aeroaplicaciones y matar “en el huevo” sus costos económicos y ambientales.
Construir esa antena inmensa (la del SAOCOM 1A) ya fue una hazaña de 20 años. Pero ya está en el espacio, y se viene otra.
La especialidad de los SAOCOM, aparatos de la Comisión Nacional de Actividades Espaciales (CONAE) es justamente la prevención, control y monitoreo de desastres, desde deslaves hasta erupciones, pasando por derrames de petróleo. Los radares espaciales en banda L son aparatos tan infernalmente complejos y caros que únicamente Japón tiene un fierro similar, el Alos Daichii 2, y es un único satélite, aunque más moderno y potente que nuestros SAOCOM.
Como sea, tenemos 2 de estos, y si a la CONAE el estado le hubiera dado fondos adecuados en lo que va de este siglo, podrían ser 4 y estar ya en vuelo. ¿Ve esa antena del tamaño de un frontón de squash? Pesa 1,5 toneladas, la mitad del satélite. Y no quiera ver lo que costó poner eso en órbita. O revisar su consumo eléctrico. La banda L no es para cualquiera.
Lo esencial de esa antena es invisible a los ojos. Como a todo satélite-radar, a los SAOCOM les da igual que en tierra sea de día, de noche, que llueva, truene o brille el sol: iluminan el terreno activamente con microondas, y eso genera imágenes. En el Instituto Gulich, la CONAE las puede combinar con las de otros 4 satélites italianos en banda X, los Cosmo-Skymed, y el resultado es una visión del ciclo del agua como no la tiene ningún país. Se puede detectar una inundación cubierta por un bosque: la banda X “lee” el techo de hojas, la L mide el nivel de agua debajo.
Hay un convenio –viejo pero vigente- entre las agencias espaciales de ambos países para compartir la información espacial que generarán los 6 satélites volando “en constelación”. Ésta tiene nombre, Sistema Ítalo Argentino de Satélites de Gestión de Emergencias, o SIASGE.
La capacidad de observación predictiva de los ecosistemas agropecuarios que cobró el SIASGE con esta “constelación XL” es un poco inexplicable, porque es la primera de la historia. Y es que la banda L es tan nueva en el espacio que constituye una solución en busca de problemas. Incluso de aquellos que no queremos ver.
La tucura sapo, o Bufonaris claraziana, carente totalmente de alas, muy dañina en la Patagonia
Y problemas nunca faltan. Curiosamente, la humedad que a fines de 2019 permitió nacimientos multitudinarios de saltonas en el desierto arábigo, en nuestra Patagonia funciona al revés: es cuando la tierra se seca demasiado que hay peligro de enjambre de la tucura sapo, o Bufonaris claraziana. Y es que la desecación mata los hongos y bacterias que normalmente infectan las ootecas de este gran villano regional, bicho voraz y temido.
Los satélites de la constelación XL, diseñados inicialmente para prevenir inundaciones y sequías, e incluso también predecir cosechas o momentos de siembra, según la cantidad y ubicación del agua subterránea, nos darían alertas tempranas de posible nacimiento de acridios. A nosotros y al mundo, en realidad. Y eso se cobra, aunque no siempre.
A 24 millones de campesinos africanos del Este y de Medio Oriente los cultivos y cosechas de 2020 les han desaparecido. Acaba de suceder, durante la última y peor infestación de Schistocerca gregaria en 23 países (Etiopía, Somalía, Kenia, Pakistán, Tanzanía y sigue la lista). Jamás seríamos tan cretinos como para cobrarles. Ni tan estúpidos, máxime con la cantidad de alimentos que este año empezó a comprarnos un poderoso vecino de esa lenta catástrofe, Egipto. El prestigio regional paga de otros modos, pero paga siempre.
Todo esto me obliga a hablar de guerrilleros y edafólogos, de elefantes africanos, de vacas Aberdeen Angus coloradas, de gallinas Rhode Island de similar tonalidad e, inevitablemente, del gran poeta argentino Baldomero Fernández Moreno. Pero eso mañana, cuando esta historia de langostas se termine (de modos raros e inesperados).
(Concluirá mañana)
Daniel E. Arias