La verdad es que mañana, martes 3 de noviembre, no habrá una sola elección en Estados Unidos. Habrá más de 50.
Cada estado y territorio tiene efectivamente su propio voto individual, una realidad que provocará recuentos enconados de votos, irregularidades electorales y batallas judiciales, pero que (con suerte) producirá un presidente al final. El proceso electoral fragmentado explica cómo Hillary Clinton pudo vencer a Donald Trump por casi 3 millones de votos en todo el país en 2016, y aún así perder la presidencia en el complejo sistema del Colegio Electoral. Es el federalismo en acción.
En los EE. UU., no existe un estándar nacional sobre cómo las personas votan o en qué dispositivo registran sus opciones. No existe una regla común sobre cuándo pueden emitir un voto. En algunos estados, votar es muy sencillo. En otros, te parás bajo la lluvia o el frío durante horas para ejercer tu derecho.
Algunos estados, especialmente aquellos con legislaturas conservadoras, hacen todo lo posible para dificultar la votación a las minorías -afroamericanas, latinas- que tienden a votar por los demócratas. En Texas, un estado más grande que Francia por área, un gobernador republicano limitó las cajas de recolección de votos anticipados a una por condado. Algunos estados cortan la votación por correo el día de las elecciones. Otros contarán las papeletas que lleguen varios días después.
En muchos estados, ni siquiera está claro quién supervisa realmente las elecciones. Las autoridades en cada estado están nominalmente a cargo de la integridad del sufragio y el recuento de votos. Pero el poder judicial politizado de Estados Unidos a menudo tiene voz. El martes de la semana anterior, por ejemplo, un juez de Michigan anuló una orden del Secretario de Estado local, demócrata, prohibiendo la portación de armas en los lugares de votación.
Ocasionalmente, la Corte Suprema, en general con una mayoría conservadora en las últimas décadas, se ve arrastrada. La disputada elección del 2000 decidida por los jueces a favor de George W. Bush, dejó un sabor amargo, especialmente para sus opositores. Ahora, la cúspide del poder judicial de EE.UU. parece meterse en disputas políticas con poca lógica. El lunes 23 dictaminó que un tribunal inferior usurpó el poder de los legisladores de Wisconsin al decidir extender los plazos de votación por correo.
Pero la legislatura de Wisconsin, dirigida por los republicanos, una de las menos activas del país, no ha logrado arreglar un sistema electoral sobrecargado por la demanda en medio de la pandemia. Más confuso aún, esa decisión de la Corte Suprema parece inconsistente con una decisión anterior que permite una fecha límite extendida para la votación por correo en Pensilvania.
Estados Unidos es una democracia, en la definición de Schumpeter. Hay un proceso público de selección de liderazgos políticos, en el que participa el voto popular. Este proceso de selección puede ser complicado y confuso, y como el voto no es obligatorio -y hay lugares donde no es fácil registrarse para ejercerlo, como se indica arriba- no expresa la voluntad de todos los ciudadanos. Pero el hecho es que, en última instancia, hay que convencer a los votantes.
Por ejemplo, muchos politólogos aficionados en Argentina -y en muchos otros lugares- cuestionan la candidatura de Joe Biden «¿Cómo pusieron a alguien de 77 años, con 0 carisma, para disputar con Trump?».
Sucede que Biden fue el ganador -o el menos perdedor- de las primarias del partido demócrata, donde se enfrentaron media docena de candidatos durante largos meses.
La política no es lineal, ni simple, en ningún lado.