Las científicas argentinas reciben el “Premio Ben Barres” que otorga “eLife”, una entidad fundada en 2011 por el Instituto Médico Howard Hughes, de EE.UU., la Sociedad Max Planck, de Alemania, y el Wellcome Trust, de Gran Bretaña.
Daiana Capdevila, investigadora del CONICET en la Fundación Instituto Leloir (FIL), que estudia la resistencia de bacterias a los antibióticos y al sistema inmune. María Eugenia Segretin es investigadora en el Instituto de Investigaciones en Ingeniería Genética y Biología Molecular “Dr. Héctor N. Torres” (INGEBI), que depende del CONICET, y sus investigaciones apuntan a revelar la base molecular de la interacción entre las papas y el patógeno que causó la gran hambruna en Irlanda a mediados del siglo XIX y continúa provocando estragos en el agro.
La distinción concede fondos para investigación y tiene como objetivo “crear un ambiente más inclusivo en las ciencias”, dando visibilidad y generando oportunidades de colaboración a científicos que hayan obtenido resultados relevantes y pertenezcan a grupos subrepresentados, como mujeres, personas que integran minorías étnicas o científicos de países donde los recursos son limitados.
“Recibir este premio es una gran alegría porque nos da recursos necesarios para hacer más experimentos e impulsar así nuestra línea de investigación”, afirma Capdevila, jefa del Laboratorio Fisicoquímica de Enfermedades Infecciosas en FIL. Y agrega: “El Premio Ben Barres refleja lo que creo que es necesario en ciencia: valorar los desarrollos no como cosas en el vacío sino como el producto del esfuerzo colectivo en un contexto que plantea dificultades particulares”.
“El Premio Ben Barres nos permitirá acceder a las tecnologías de vanguardia para abordar el objetivo de la investigación que llevo adelante, además de generar un contexto interesante para el establecimiento de nuevas colaboraciones y futuros desafíos”, afirma por su parte Segretin.
Uno de los requisitos para postular al premio es haber publicado un avance científico relevante en “eLife”, una revista de acceso abierto y altos estándares de calidad cuyo editor en jefe fue, hasta 2019, el premio Nobel Randy Schekman, sucedido en el cargo por Michael Eisen, investigador de la Universidad de California y del Instituto Médico Howard Hughes (HHMI), con sede en Chevy Chase (Maryland), Estados Unidos.
En 2018, Capdevila y colegas publicaron un trabajo en esa revista que describe cambios a nivel atómico que ocurren en una proteína llamada AdcR presente en el neumococo (Streptococcus pneumoniae), un patógeno que figura en la lista de prioridades de la Organización Mundial de la Salud para el desarrollo de nuevos fármacos. Causa desde infecciones del oído y sinusitis hasta neumonías y meningitis, dos de las principales causas de morbilidad y mortalidad en niños y adultos mayores.
La proteína AdcR integra la lista de los llamados “represores de resistencia a múltiples antibióticos” del neumococo (MarR por sus siglas en inglés), que son los sensores que le avisan a la bacteria que está en peligro. En el caso de AdcR, detecta la falta de zinc: un metal presente en el medio celular que la bacteria usa como nutriente. Si las concentraciones son altas, el patógeno puede intoxicarse, pero si falta no puede sobrevivir. “La proteína AdcR le permite alcanzar un balance entre ambos extremos”, explica Capdevila, quien es doctora en química egresada de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA y días atrás recibió el Premio Nacional L’Oréal-UNESCO “Por las Mujeres en la Ciencia” en la categoría Beca por un proyecto que apunta a monitorear la calidad del agua que consumen los habitantes de la Cuenca Matanza- Riachuelo.
Entender las bases moleculares de cómo las bacterias aprenden a resistir la alternancia entre hambruna e intoxicación que sufren en el cuerpo humano podría permitir pensar en nuevas estrategias que no maten a todas las bacterias, sino que solo restrinjan el crecimiento de las más patogénicas. “De hecho, es una estrategia muy explotada por nuestro sistema inmune, que intoxica a las bacterias con muchos metales y restringe la disponibilidad de otros que pueden favorecer su multiplicación”, explica Capdevila.
“Mi enfoque es tratar de entender desde una perspectiva de la biofísica cómo pequeños cambios en la posición y el movimiento de los átomos en algunas moléculas permiten que las bacterias adquieran esa resistencia y a partir de ese conocimiento desarrollar nuevas estrategias antimicrobianas”, indica Capdevila.
Segretin, por su parte, estudia la patogenicidad de Phytophthora infestans, agente causal de la enfermedad conocida como “tizón tardío”. En particular, se concentra en estudiar las proteínas secretadas por este oomicete (llamadas efectores) y cómo éstas interactúan con proteínas de la planta para promover la infección y colonización en variedades de papa que se cultivan en Argentina.
“Estas proteínas pueden ser reconocidas por receptores inmunes presentes en algunas plantas y ese reconocimiento es crucial para la resistencia al patógeno. Allí radica la importancia de estudiar la variabilidad de estas moléculas presentes en poblaciones locales del patógeno”, puntualiza Segretin.
En la actualidad, el control de la plaga requiere la aplicación constante de fungicidas, con las desventajas asociadas. “El desafío actual es generar conocimiento y utilizarlo para el desarrollo de estrategias novedosas que permitan proteger a los cultivos frente a diversos patógenos, con menor impacto ambiental y mayor eficiencia”, señala Segretin.
Y agrega: “Desarrollar nuevas estrategias de resistencia a patógenos como Phytophthora infestans que puedan ser transferidas para el mejoramiento de cultivos ha sido el objetivo principal durante gran parte de mi desarrollo profesional”.