En 1999 se descubrió que, por el uso de jeringas sin adecuada esterilización, se habían disparado los contagios en ese pueblo de la provincia de Buenos Aires. Se organizaron con charlas en un club. Hubo testeos y fueron accediendo a diversos tratamientos. Hoy la mayoría está curada.
Es un modelo válido para tener en cuenta. El apoyo estatal es necesario. Pero también hacen falta la conciencia y el protagonismo de la comunidad.
“No sentía nada cuando me dijeron lo que tenía. Ni siquiera sabía que existía esa enfermedad”, recuerda Margarita Marino, maestra jubilada, madre y abuela. A los 49 años, esta maestra no podía dejar de sorprenderse con el diagnóstico de la infección por el virus de hepatitis C que le habían informado. En su pueblo, O’Brien, en el noroeste de la provincia de Buenos Aires, muchos más estaban sufriendo la misma noticia. Casi nadie tenía síntomas.
Era el año 1999 y había un brote de hepatitis C que afectaba principalmente a los habitantes mayores de 40 del pueblo. La enfermedad los unió. Hicieron charlas médicas donde grandes y chicos se informaron sobre las vías de transmisión y evitaron que los pacientes sean estigmatizados. Hubo momentos duros porque los tratamientos no estaban disponibles en ese momento o tenían graves efectos adversos y no fueron eficaces para todos. Pero hoy el pueblo puede decir que aplastó la hepatitis C.
Todo empezó cuando Nancy Massenzio, egresada de la Facultad de Farmacia y Bioquímica de la Universidad de Buenos Aires, volvió al pueblo de O´Brien y abrió su laboratorio de análisis clínico. “Durante más de 5 años, fui registrando que varias de las personas que venían a mi laboratorio tenían alterados sus hepatogramas. Mis pacientes no son un número. Los conozco. Son vecinos de mi pueblo. Entonces fui haciendo una ficha de cada uno y viendo que algo raro estaba pasando, aunque no le encontraba explicación». Pero encontró que las palabras “cirrosis” y “cáncer de hígado” eran frecuentemente mencionadas en los certificados de defunción del pueblo.
La bioquímica golpeó puertas de diferentes instituciones más allá del pueblo para poder encontrar una respuesta. “Me llamaba la atención que en un pueblo de 2.800 habitantes ya había 3 trasplantados de hígado por cirrosis avanzada. Había algún problema en el hígado, pero no sabía qué pasaba”, precisa. Hasta que llegó a encontrarse en Buenos Aires con el especialista en hepatología Federico Villamil, ex de la Sociedad Internacional de Hepatología y de la Sociedad Internacional de Trasplante Hepático, y hubo una confusión de agendas que los favoreció para encontrar la solución.
“El día en que me iba a reunir con Nancy agendé a la misma hora otra reunión con el médico Gastón Picchio en un café. Entonces, me encontré con los dos al mismo tiempo. Nancy nos contó el problema que veía en O ́Brien y Gastón se entusiasmó también para buscarle una respuesta”, cuenta el doctor Villamil. Picchio es argentino y trabaja en empresas biomédicas en los Estados Unidos: su participación fue también clave porque consiguió donaciones de reactivos para hacer testeos.
En ese momento, la hepatitis C recién empezaba a ser conocida en el ambiente médico. (NdE: Se la llamaba tentativamente «no A no B», hasta que a algún genio se le ocurrió seguir con el alfabeto latino) El descubrimiento del virus había ocurrido tan solo diez años antes. Fue el resultado del trabajo de los investigadores estadounidenses Harvey J. Alter y Charles M. Rice y el inglés Michael Houghton, quienes fueron distinguidos en 2020 con el Premio Nobel de Medicina. Pero en el pueblo O´Brien el virus se desconocía en 1999. La infección por hepatitis C puede afectar a las personas de manera aguda o crónica y aumenta el riesgo de cirrosis, insuficiencia hepática o cáncer de hígado.
¿Qué hicieron para frenar el brote epidémico? En junio de 1999 Nancy convocó a todo el pueblo en la sede de la Sociedad Italiana, y el lugar se desbordó. Había gente parada para escuchar la charla de Villamil, quien viajó a informar sobre qué era la hepatitis C y cuál era la propuesta de estudio para salir adelante. La prensa local colaboró para acercar a la gente. Se decidió hacer un estudio poblacional aprobado por un comité de ética del partido de Bragado. Se sacó sangre a 1832 habitantes del pueblo (83% de la población). La bioquímica Massenzio y Silvina Etcheún organizaron a todos en fila en la sala de espera del laboratorio y fueron haciendo los análisis de sangre.
La población estimada con hepatitis C en Argentina era menor al 1%. Pero en O´Brien el estudio permitió saber que los casos de hepatitis alcanzaban al 5,6% de la población. En el caso de los mayores de 40 años, el 12,6% estaba infectado. ¿Y cuál era la causa? “La transmisión de la hepatitis C es fundamentalmente por contacto con sangre contaminada. En el caso de O´Brien, el 95% de los infectados había recibido inyecciones con materiales no descartables y esterilización insuficiente. Los afectados habían recibido las inyecciones contaminadas 35 años antes en promedio”, comenta Villamil. Entre 2004 y 2005 hubo estudios poblacionales similares en Santa Fe y Córdoba que también detectaron brotes de hepatitis C, pero solo se limitaron al diagnóstico de los participantes.
El equipo médico tuvo el apoyo del pueblo, que se informó sobre hepatitis C. Le pusieron el nombre de Federico Villamil a un barrio del pueblo como agradecimiento por su ayuda para controlar el brote epidémico de 1999 de hepatitis C.
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Margarita Marino -“Marita” para todo el pueblo- aún tiene en su memoria el momento en que tenía 10 años y recibió una inyección con un medicamento por un problema que tuvo en el ojo. “Es la única situación en que me puedo haber contagiado”. En aquel momento, el pueblo tenía un solo enfermero que iba por las casas para dar su atención. “No se usaban las inyecciones descartables en mi infancia. Igualmente nadie en el pueblo responsabilizó al enfermero porque en esa época se desconocía el riesgo de transmisión del virus, y era una persona que estaba siempre cuando las familias lo llamaban. Cuando se descubrió la epidemia de hepatitis C, el enfermero ya no vivía”, resaltó la mujer, quien dice que no le alcanzarán los años de vida para agradecer a la bioquímica, al doctor Villlamil y a todo el equipo médico por su dedicación durante muchos años.
(NdE: Tampoco es cuestión de culpar a los enfermeros. Lo dice uno que, por estudiante de Medicina, fue soldado de enfermería en la Escuela de Caballería del Ejército durante su colimba, y repartió jeringazos a troche y moche en uso de esa función. En 1974 todavía se usaban autoclaves eléctricos para esterilizar a 140 grados Celsius jeringas y agujas de uso múltiple, lo que basta para achicharrar a cualquier virus, y lo mismo sucedía en toda enfermería, sala y hospital del país y del mundo. Pero éste un país espantosamente grande, y los autoclaves sin mantenimiento adecuado a veces no rinden la temperatura nominal. De todos modos, la mayor parte de los contagios en los ’70 y ’80 sucedieron no por jeringa sino por transfusiones o uso terapéutico de hemoderivados contaminados inadvertidamente. Los bancos de sangre no conocían la hepatitis C y por ende no tenían reactivos para detectarla en los donantes. Para el caso, antes de 1984 pasó lo mismo con otros virus desconocidos o poco conocidos, como el HIV, que infectó por uso de factores de coagulación derivados de sangre de donantes que eran portadores sanos a más de 1800 hemofílicos argentinos. Lo mismo sucedió en todo el mundo, mató de sida a miles de hemofílicos y fue una de las grandes tragedias médicas del siglo XX. Hoy incluso el material descartable de plástico se puede reutilizar irradiándolo con dosis muy intensas de rayos gamma -esos sí que no fallan- en el Centro Atómico Ezeiza, de la Comisión Nacional de Energía Atómica).
Una vez que se hicieron los diagnósticos de hepatitis C en 1999, había que determinar si los afectados del pueblo requerían tratamiento. El doctor Villamil creó en el año 2000 la Fundación para la Docencia e Investigación de las Enfermedades del Hígado (FUNDIEH) como un camino para llevar adelante un operativo de solidaridad en O ́Brien. En ese momento, el único método para saber la gravedad de la hepatitis C era hacer una biopsia del hígado, pero el pueblo no contaba con hospital. Se armó un equipo para realizar las biopsias en el edificio de un hogar para personas mayores que aún no había sido ocupado. Se hicieron 54 biopsias en un día y medio con el consentimiento informado de cada persona. Esas prácticas permitieron aclarar cuál era la gravedad de la infección en cada afectado. Fue uno de los momentos más duros. Todos los que se hicieron biopsias tenían hepatitis crónica, y el 28% ya padecía cirrosis hepática.
“Cuando recibí los resultados desde Buenos Aires fue muy difícil y triste. Porque era y soy amiga de todos en el pueblo. Tuve que asimilarlo, y fui a visitar a cada uno a sus casas. El doctor Villamil me dijo tenemos que seguir adelante y tratarlos. Así lo hicimos”, señala la bioquímica. Cada paciente y familia sabía el diagnóstico de hepatitis. Pero se respetó la confidencialidad, y en el pueblo no sabían quiénes eran los infectados.
“Las charlas médicas para la población ayudaron mucho para que no haya discriminación. Yo seguí tomando mates con mis compañeras de trabajo, y nadie dejó de hacerlo. Porque sabían que a través del mate no se transmite el virus de la hepatitis C”, dice Marino. Solo hubo un momento de tensión al principio cuando familias de un pueblo cercano no querían que sus hijos fueran a jugar un partido de fútbol en O´Brien por temor al contagio de hepatitis C. “Triunfó la solidaridad. Yo me hice una coraza. No me victimicé en lo que había pasado, sino que me concentré en lo que me decían los médicos porque quería curarme”, expresa contenta.
En ese momento, la disponibilidad de medicamentos eficaces era muy limitada en el mundo. Para el año 2004, dos de los afectados ya habían muerto por los daños producidos por la hepatitis C, y los tratamientos costaban más de un millón de dólares en los Estados Unidos. En 2005, se consiguió una donación del laboratorio Roche y se hizo un estudio de investigación con los medicamentos interferón pegilado y ribavirina, que “era lo mejor que había en ese momento en todo el mundo”, según el doctor Villamil. Fue un estudio en fase 4 aprobado por ANMAT porque los medicamentos ya estaban en el mercado. También se hicieron 5 trasplantes de hígado después del estudio de 1999.
Marino fue una de las pacientes que recibió la combinación de fármacos en 2005. “Aprendí a ponerme el interferón en la panza con una inyección. Iba guardando las agujas en una botella tal como me indicaron. Los viernes iba al laboratorio porque nos hacían un monitoreo de glóbulos rojos y blancos. Por momentos, fue devastador. Sentía un gran cansancio. Un día fui en bicicleta a hacer una compra y me tuve que volver caminando porque no tenía fuerzas para pedalear. Estuve con licencia dos meses en la escuela. Pero insistí. Seguí tomando los medicamentos, y finalmente me curé. Fue extraño porque no tuve síntomas de enfermedad. Sin embargo, tuve que recibir medicamentos para una infección silenciosa. La coraza que me hice me sirvió para no decaer”.
El tratamiento durante un año con la combinación de fármacos no resolvió el problema totalmente en O´Brien. Sólo el 56% se curó. Es que los medicamentos estaban contraindicados en algunos pacientes. En otros, los fármacos produjeron efectos colaterales serios. “En 2005, 84 pacientes tenían indicación de tratamiento, pero solo se trataron 34 pacientes. Porque el resto tenía contraindicaciones para el uso de interferón, especialmente por su edad avanzada”, detalla Villamil. (NdE: el viejo cóctel interferón + ribavirina tenía una eficacia media del 60%, y efectos colaterales fortísimos).
De los 50 pacientes que no pudieron curarse con el tratamiento en 2005, varios fallecieron lamentablemente durante los años siguientes, pero otros pudieron beneficiarse con el avance de la investigación biomédica y el desarrollo de antivirales de acción directa que tienen una mayor alta eficacia y seguridad y menos efectos adversos. A partir del 2016 se trataron 11 pacientes con antivirales orales y todos se curaron. Contaron con acceso a los fármacos a través del programa del Ministerio de Salud de la Nación, el PAMI y otras obras sociales.
(NdE: El gran «game changer» de la terapia anti hepatitis C fue el sofosbuvir, licenciado en 2011 por la Food and Drug Administration de los EEUU, que generó terapias de un 90% -y más- de efectividad cortas, de administración oral y casi sin efectos colaterales. A partir de 2011, el problema de la gente con hepatitis C cambió totalmente de color: había que tener buenos abogados para acogotar a las obras sociales y prepagas que se negaban a pagar el sofosbuvir, vendido por Gilead a precio de fantasía. El gobierno nacional ayudó mucho, y también los recursos de amparo).
La Organización Mundial de la Salud ha fijado como meta la reducción en el 60% la mortalidad por hepatitis virales para el año 2030
En 2019, el equipo del doctor Villamil volvió al pueblo bonaerense para hacer un estudio. Se detectaron tres personas con el virus de la hepatitis C. Dos de ellas no habían sido estudiadas en 1999. El tercer caso había dado negativo en aquel momento y dio positivo en 2019: se lo trató y ya se curó, según informa el doctor Villamil, que es hoy jefe de trasplante hepático en el Hospital Británico de Buenos Aires y en el Hospital de Alta Complejidad El Cruce, en Florencio Varela.
“Fueron muchos años de ir y venir a dar charlas y acompañar a la gente de O’Brien que nos brindó su confianza y nos permitió ayudarlos. Todos aprendimos con esta experiencia. Hoy la situación de la hepatitis C es diferente. Los fármacos nuevos curan a más 95% de los pacientes al tomarlos durante ocho y 12 semanas. Es curable, sin efectos adversos significativos. El problema es que no todos los afectados saben que tienen la infección y no todos tienen acceso al tratamiento en el mundo”, resaltó el médico.
“Hemos reportado en diferentes trabajos científicos el caso de la epidemia de hepatitis C en O´Brien y lo hemos presentado en congresos. Creo que es un ejemplo de microeliminación, que demuestra que el trabajo con la comunidad puede ser una gran herramienta para controlar la infección”.
(NdE: sin duda. Pero la llegada del sofosbuvir y los recursos de amparo salvaron a mucha gente menos organizada socialmente que O’Brien. Dicho con un homenaje de AgendAR hacia la Lic. Nancy Massienzo y el Dr. Federico Villamil, héroes claritos de esta historia, y los habitantes de ese pueblo más aguerrido que Fuenteovejuna).
Se estima que más de un millón de personas viven en la Argentina con hepatitis B y C y el 80% no presenta síntomas.