Tu auto es cada vez menos tuyo – 3ra. parte

(La primera parte de esta nota está aquí; la segunda, aquí)

  1. Una computadora a prueba de abogados.

2001, Odisea del espacio. El astronauta David Bowman tiene problemas con su computadora HAL 9000, que hace lo que se le canta y trata de sustituir a los humanos para ayudarlos, aunque los tenga que matar un poco. Película muy premonitoria.

Muchas computadoras en un auto resultan utilísimas, especialmente cuando no se nota su existencia. Pero generan problemas quizás imprevisibles para quienes las diseñaron y programaron y entonces sí que las notamos. Nada es gratis.

Yo compro un auto. Pocos actos económicos solían dar acceso o causar sometimiento a tantas posibilidades, derechos y obligaciones. Durante toda la historia automotriz, adquirir un auto era acceder a un nivel social superior al de los peatones, y un acto de propiedad indiscutible. Sólo la industria del robo de autos lo pone en tela de juicio de tanto en tanto, en algunos países.

Pero hoy cuando uno compra un auto éste viene con hardware. Nadie impugna que el hardware es del comprador: todo suyo, amigo, que le aproveche. ¿Pero y el software? Sin ese fantasma matemático, el hardware (y el auto) no funcionan, y da lo mismo haberse comprado un adoquín o una zapatilla.

El software es del fabricante del auto, aunque obviamente él no lo diseñó, solo especificó qué cosas necesitaba que hicieran esas líneas de código y buscó al informático del caso. Pero supervisó su diseño, cómo no. Y pagó como un duque.

Y más aún, el resultado fue aprobado por alguna autoridad regulatoria estatal, generalmente distraída, y de algún modo mágico que involucra a la Organización Mundial del Comercio, esa validación se extendió al mundo donde ese automóvil puede venderse. “Sabed, mortales, que este coso (aquí, poner nombre) es el dueño de esta cosa (aquí, ponerle nombre a esa obra del conocimiento experto). Así lo digo yo (poner un tercer nombre de funcionario), y la Organización Mundial del Comercio me respalda”.

Por lo cual, oh, miserable comprador, su relación económica y contractual con ese señor (o señora) fabricante es en realidad una vulgar y acotada licencia de uso. Ud. paga un riñón, pero el tipo/a lo deja graciosamente usar su software. Que es todo de él, de él, nada más que de él.

Y como es de él, hace con ese software lo que se le dé la gana. Piense un poco en los malos hábitos de Windows: a Microsoft se le antojó discontinuar el que Ud. usa ya sin problemas desde hace 4 o 5 años. Entonces, cuando en Redmond, Washington, aprieten un botón, su computadora (y millones de otras) de pronto van a procesar a la velocidad de la natación en dulce de leche, y su máquina seguirá así, pegoteada y lenta, hasta que no le cargue una versión nueva de Windows. No importará en Redmond que la anterior que Ud. tenía fuera mejor, y más ágil, y que Ud. ya tuviera aprendidos los laberintos de navegación en la que los ingenieros informáticos esconden las funciones ejecutoras importantes, porque las inútiles y bobas las dejan bien a la vista y en primer plano.

Con los autos la cosa es más complicada. Es difícil que Ud. le genere daños a terceros por programar mal su notebook. Pero si anda haciendo personalizaciones del software de sus frenos ABS y su auto se lleva puesto un ciclista tras una frenada demasiado larga, a Ud. le espera un merecido calvario judicial. Estamos claramente hablando de un caso de tecnología-ficción, sin embargo: ¿cuántos usuarios por millón están técnicamente en condiciones de reprogramar un ABS?

Aquí, una digresión tecnosísmica. Cuando fue el maremoto de Fukushima, en 2011, varias municipalidades costeras fueron arrasadas por el agua, en la tragedia murieron más de 17.000 personas y –era inevitable- la producción de automóviles en Japón bajó a la mitad.

En EEUU también se resintió, aunque menos. ¿Qué cosa une un tsunami japonés con la industria automotriz yanqui? En 2011, Renesas Electronics, la mayor fabricante mundial de chips para computadoras de automóvil, con el 40% del mercado mundial. Y además, dueña de una gran fábrica en la municipalidad costera de Naka. Hela aquí.

Este incendio el pasado abril en la planta de Renesas en Naka, Japón, hoy afecta a todo el planeta, según EENews (ver aquí).

Y el tsunami sucedió hace 10 años. Hace algunas semanas, Samsung dio la alerta de desabastecimiento de chips automotrices, debido a que la segunda ola de Covid-19 en el invierno boreal dejó bastante paradas todo el 2020 las líneas de producción. Y la automotriz no es una industria que trabaje con stocks acumulables, trabaja “Just In Time”, el componente llega a planta pocas horas antes de instalarse.

Como en los países asiáticos dedicados al hardware las fábricas están hacinadas y son focos de contagio de Covid-19, ahora en todo el mundo faltarán chips y por ende autos nuevos, probablemente. La cosa acaba de complicarse del todo porque Renesas el mes pasado sufrió un incendio. Sí, lugar engualichado, ése. Si Linked-In le da a elegir entre un empleo en Naka y otro en Kabul, elija Kabul.

En cuanto a las 100 millones de líneas de código que hacen funcionar un auto moderno, alguien las tiene que actualizar y probar que el proceso se haya hecho en forma segura. No es cuestión de que la actualización la decida intrusivamente (al estilo de Windows) el propio software.

Y entonces uno, que venia manejando mientras tarareaba alguna “road song” de Springsteen, se queda de pronto varado entre Chacharramendi y Utracán, ruta provincial 152, provincia  de La Pampa. La OMC no permite esos modales de bruto en el software automovilístico, y sin embargo el de su auto es un jugador de truco bastante taimado.

Los límites de la maldad de su auto los fija una ley que mencionamos antes, la DMCA. Con eso, el fabricante tiene la baraja cortada a su favor.

Esta ley sanciona no solo la infracción de los derechos de reproducción en sí, sino también la producción y distribución de tecnologías que permitan saltar las medidas de protección de derechos de autor. Éstas son comúnmente conocidas como gestión de derechos digitales o DRM por sus siglas en inglés. Además la DMCA es muy severa con las infracciones de los derechos de autor en Internet. Prometimos volver a la DMCA, y ahora cumplimos.

“¿Y que tiene que ver eso con mi auto?”, grita Ud. en la soledad de la ruta 152, con vista exclusiva a baches como cráteres lunares… y nada más: nadie en sus cabales manejaría por semejante camino. Y no hay señal de celular. ¿No era encantador el mundo de la tracción a sangre?

Con software local, es otra cosa.

Entrando en materia legal, mire… el título 5 protege los diseños de los cascos de los buques. No estaban protegidos por ningún copyright, y no era cosa de evitar únicamente piratería de películas o de canciones. ¿O a Ud. nunca le piratearon el casco de su nave? Esa ley la pueden aplicar fabricantes de casi todo lo fabricable y diseñadores de todo lo diseñable.

La prohibición de herramientas, precisadas en las secciones 1201(a)(2) y 1201(b), proscribe la fabricación, la venta, la distribución o el tráfico de tecnologías que hagan posible eludir las protecciones anticopia. Esto incluye sistemas que logran destrabar o burlar controles de acceso, y que ponen coto a las autodefensas tecnológicas incrustadas en los productos por los detentadores de sus derechos de autor, tales como controles de copia.

¿Se entiende?

Considerando el software bajo la ley estadounidense, cuando éste empezó su despliegue masivo en el mundo automotriz, los fabricantes de autos dictaminaron que sólo permitirían acceso a las reparaciones de sus productos si éstas las hacían concesionarios autorizados. La penalización por imitar al capitán Buttle en la película Brazil, o a nuestros tíos y padres en la realidad, o a nosotros mismos hace 15 años, era: “No te vendemos más un repuesto”.

Este abuso de propiedad disparó una industria paralela de software trucho por un lado, y por otro lado una movida legal para que transcurrido el tiempo de garantía, cada propietario de auto (o de camión, o de maquinaria vial o agrícola) pudiera reparar su vehículo como mejor le pareciera sin sufrir represalias.

Cuando un tractor entra en falla, por ejemplo, en general se autoprotege poniéndose en modo seguro. En este tiempo todavía puede moverse una distancia o durante un tiempo estipulado, pero luego se detiene hasta que aparezca un service autorizado. Puede tardar mucho en hacerlo, y la máquina estar prácticamente pensada, por su complejidad, para obligarte a reparaciones frecuentes y «por derecha»: una cosechadora-sembradora John Deere S760 tiene 125 sensores computados a bordo.

Pero con la ley DMCA aplicada en frío y sin atenuantes, si el service no viene a tiempo, se paran siembras o cosechas que tienen ventanas cronológicas acotadas para hacerse. En ese caso, las pérdidas del usuario/propietario son enormes. En EEUU, país de abogados si los hay, esto dio origen a centenares de miles de juicios individuales, lo que suele preanunciar “class actions”, juicios colectivos como los que le cayeron encima a las tabacaleras, que se creían a prueba de todo.

Los jueces en los casos de los indignados usuarios de bienes de capital, ya fuera maquinaria rural o de construcción, no pudieron ponerse siempre del lado del poder. Todo esto culminó con algunas legislaciones estatales sobre derecho a reparar, lo cual en teoría obliga a los fabricantes y distribuidores a vender los sistemas de diagnóstico, los manuales de reparación, los cables y todo lo necesario para que cualquier taller vecinal o el dueño mismo puedan meterle mano a su maquinaria. Pero eso sucede en algunos pocos estados de USA. Gran país, el día que se decidan a ser más eso que una federación.

Como dato de color, el derecho de reparación hace innecesaria la intervención del Bibliotecario de la Biblioteca del Congreso de los EEUU. Por ley federal, este funcionario (en realidad, es muchos funcionarios, toda una oficina) debe revisar cada 3 años qué cosas estarán protegidas y cuáles no por la Digital Millenium Copyright Act. En 2015, el Bibliotecario se decidió a favor de los «farmers»: dijo que tenían derecho a reparar su maquinaria agrícola.

Pero como John Deere tiene buenos abogados, en sus contratos de venta incluyó actas de aceptación con cantidades de letra chica. Estas dicen, en resumen, que si Ud. compró la máquina y la puso en marcha, aceptó con ese acto una serie de cláusulas que lo obligan a hacer toda reparación o cambio únicamente a través de la red de John Deere.

De modo que si las viola, la fábrica lo acusa de ruptura unilateral de contrato. John Deere considera que un arreglo no autorizado pone en riesgo el equipo, el medio ambiente y además, la seguridad de terceros. Si le hacen juicio o no, lo decidirán ellos según el próximo paso que dé Ud., el usuario final.

En Nebraska, estado rural, el paso siguiente de los «farmers» es unirse a foros de usuarios a los que se llega por recomendación reservada, y que tienen acceso pago y restrictivo. Allí, impersonando a un productor perjudicado por John Deere, el periodista Jason Koebler, del programa periodístico VICE, de HBO, sigue los hilos de varios foristas que recomiendan bajar software «truchado» en Polonia y en Ucrania para sustituir el original de fábrica y poder volver a poner en marcha tal o cual equipo.

Los «farmers» en EEUU son patriotas, de derecha, votan normalmente a los republicanos, Polonia y Ucrania les huelen a Unión Soviética y no se sienten demasiado cómodos contrabandeando con esos tipos y operando en la semilegalidad. Crean asociaciones a favor de legislación específica que los defienda de la voracidad de los fabricantes, llamadas genéricamente R2R (acrónico de «Right to Repair», derecho a reparar). Piden leyes que los obliguen a retirar los «locks», o cerrojos de software, que discapacitan los equipos (es decir, «los ponen en modo seguro») cuando detectan «intromisiones de dueño». Exigen también que los distribuidores suministren los equipos de diagnóstico y los manuales a los usuarios finales.

En otro reportaje de VICE, firmado por el citado Koebler y Matthew Gault, los periodistas llaman a 9 distribuidores en 7 estados agropecuarios reclamando software de diagnóstico, manuales y repuestos. Les son unánimemente denegados. Esas cosas sólo se venden a concesionarios oficiales, les explican con impaciencia. Por lo que se ve en Florida, California o Montana, los usuarios finales que quieren reparar sus equipos en plena legalidad, pueden esperar sentados en un banquito.

Gay Gordon-Byrne dirige una ONG de usuarios llamada Repair.org, y dice que las cuchipandas legales de daños a terceros o al medio ambiente de John Deere «son pura mierda», y que la firma actúa como un monopolio y que le pasa por encima al derecho de propiedad del comprador.

Si los temas son el derecho y los excrementos, Koebler cita el caso de un forista propietario de una granja porcina, alimentada en parte con propios cultivos de maíz. El tipo instaló una planta procesadora de estiércol de chancho. Por procesos bacterianos, el sistema genera cantidad de metano (CH4), que el hombre, todo un tecnólogo, recupera y usa mezclado con aire en una proporción de 80% CH4 para mover su camioneta Chevy, y en un 90% para hacer andar su tractor. Dice que ambos motores literalmente ronronean, de tan bien que queman el biogas.

En suma, el tipo evita quemar gasoil de origen fósil, y además con su práctica de gestión de desechos biológicos mitiga la contaminación de aguas superficiales y de napas típica de las granjas de cría intensiva. Pero para John Deere, ese productor es un infractor. Obviamente, como a todos los usuarios de software ucraniano y polaco, lo tienen en el radar. Delatado seguramente por su propio tractor antes de «entrar en modo seguro» y apagarse.   

De modo que hay estados de los EEUU donde se me puede pudrir una cosecha porque las leyes que usa en mi contra Massey Ferguson, por no cargar siempre sobre el mismo, están sacadas de las que se escribieron para proteger a Parkwood Entertainment de las bajadas ilegales de la música de Beyoncé. Y el Bibliotecario de la Biblioteca del Congreso, pobre señor, no puede estar en todo…

Las legislaturas de los estados agropecuarios del Midwest estadounidense se han vuelto campos de batalla entre los lobbies de las constructoras de equipos y de las asociaciones de usuarios. Las constructoras todavía ganan en esas luchas de pasillo: tienen más contactos y más billetera. Pero a veces pierden.

Y sin embargo, logran ganar incluso perdiendo. Hasta los estados con leyes de reparaciones claramente escritas a favor del usuario, los fabricantes de todos modos le pueden volver la vida imposible: deciden la programación, y el diablo está en los detalles. Cambiar una luz LED de una óptica se vuelve imposible si la computadora de a bordo no autoriza la conexión de la nueva lámpara. Ése es el momento en que al productor sus colegas le dan la dirección de un foro, y éste empieza el camino hacia la compra de software «crackeado» en Europa Oriental.

La computadora no arruga si Ud. la amenaza con llamar a su abogado. Y no importa que la lamparita sea técnicamente compatible con el portalámparas y con el resto del cableado eléctrico y electrónico del auto. Sin que le importe que su paradero circunstancial sea un estado con derecho a reparación, la computadora, intransigente, no autorizará el reemplazo si la lamparita no fue comprada a tales y tales otros proveedores autorizados. Maggie Thatcher era flexible y el monopolio español sobre las provincias del Río de la Plata un chiste, en comparación.

Pero los monopolios se vuelven porosos y originan situaciones legalmente grises. El de España sobre su virreinato más austral y pobre (nosotros) nació averiado de movida por el contrabando inglés. Éste operó siempre en semilegalidad abierta, y con los virreyes, cual más, cuál menos, cobrando por hacer vista gorda a los desembarcos de manufacturas británicas en el Riachuelo de las Embarcaciones.

Se acerca el 25 de Mayo y es inevitable recordar el aniversario de una pueblada porteña que hizo dimitir a un virrey, Baltasar Cisneros, porque los vecinos principales de este puerto (los comerciantes de ultramarinos y los estancieros) en 1806 habían concordado (no todos) en sacar a tiros al Ejército Británico del Río de la Plata. Y sólo 4 años más tarde estaban hartos de mantener parásitos en España y más parásitos aquí.

La situación tiene algunas semejanzas con la relación amo-esclavo que los fabricantes de maquinaria agrícola yanqui adquieren con sus «farmers». Saben perfectamente que estos ya recurren al contrabando por internet, pero no han perdido totalmente el control legal de la situación en EEUU. La pulseada no está decidida.

¿No es curioso que los suplementos rurales argentinos no hablen jamás de estos problemas? Debe ser que aquí no existen.

Pero fuera de esta burbuja sin conflictos, uno ya no compra vehículos. Uno es vendido a sus fabricantes.

La libertad está en una zona legalmente gris.

Y para los usuarios de maquinaria agrícola yanqui, geográficamente, por ahora, queda entre Polonia y Ucrania.

La pregunta del millón, dado que eso que aquí en estas pampas se autotitula «industria automotriz» no sólo carece con creciente convicción de autopartes argentinas, sino que generalmente no tiene ni una línea de software escrita aquí… ¿no será hora de que nuestros informáticos criollos se añadan los polacos y los ucranianos?

De algo tienen que vivir, y ayudar al campo es patriótico. Como dicen en el campo.

(Continuará)

Daniel E. Arias

Jorge A. T. Casanova