Investigadores de la Universidad Nacional de Río Cuarto desarrollaron un sensor electroquímico que puede detectar el uso de soja transgénica en alimentos. Es de bajo costo y fácil uso y sin duda sus autores pensaron que podría permitir cumplir con requisitos para la exportación de alimentos. Pero detectores como éste ya están en uso por las semilleras multinacionales, como Bayer, para detectar y penalizar embarques «de bolsa blanca» en los puertos. Ampliamos en nuestro comentario al final de la nota.
«En la actualidad, en la Argentina no hay métodos económicamente viables para detectar la presencia de transgénicos en inspecciones en campo, por lo que se debe confiar en los certificados de los fabricantes.
Un dispositivo capaz de señalar la presencia de proteínas transgénicas en semillas de soja y que empezó como un trabajo de tesis en el seno del Instituto de Desarrollo Agroindustrial y de la Salud –IDAS–, de la Universidad Nacional de Río Cuarto (UNRC) y el CONICET, busca ocupar ese espacio vacante.
Al inicio del proyecto, el grupo de investigación se encontró con una primera barrera al no poder acceder a la proteína transgénica de la soja (CP4 EPSPS) en forma aislada, ya que está protegida por propiedad intelectual. Entonces, un equipo de investigación del Centro Nacional Patagónico (CENPAT/ CONICET) de Puerto Madryn, que realizó cálculos teóricos de la proteína que le permitieron recrear los péptidos que se encuentran en la parte exterior de la proteína modificada.
Estos péptidos son inmunogénicos, es decir, que se pueden generar anticuerpos que reaccionen a la presencia de los péptidos. Se inyectaron los péptidos en conejos y eso permitió tener anticuerpos específicos para detectarlos.
Los investigadores de la UNRC ya tenía experiencia en el trabajo de inmunosensores, por lo que lograron aislar los anticuerpos y luego insertarlos en una lámina de oro con nanopartículas de oro que producen que al contacto con la proteína transgénica generen una corriente eléctrica que se usa como señal.
La etapa siguiente consistió en hacer las pruebas directamente con la semilla entera, para lo cual también fue necesario contar con semillas de soja no transgénica, algo que resultó muy difícil de conseguir ya que el 90% de la soja cosechada la Argentina está modificada genéticamente. En esa tarea colaboró el Departamento de Estudios Básicos y Agronómicos de la Facultad de Agronomía y Veterinaria de la UNRC, que consiguió las semillas no transgénicas.
La investigadora Patricia Molina, codirectora de la tesis de doctorado que dio origen al proyecto, detalló: “En el futuro, ese electrodo sólido de oro, que es muy costoso, puede ser fácilmente reemplazado por un electrodo serigrafiado descartable. Podrían hacerse un montón de circuitos impresos en una lámina de oro muy económica con las nanopartículas. Podría empaquetarse como un test de embarazo o de COVID, y podría hacer el análisis alguien sin mucha preparación”.
El trabajo –que fue publicado en la revista académica Talanta, especializada en química analítica– fue la tesis doctoral en Biología de Marcos Farías, con la dirección de la doctora en Biología Ana Niebylski y la codirección de la doctora en Química Patricia Molina, quien se centró en el trabajo de electroquímica del dispositivo. También contó con el apoyo de investigadores de Ingeniería Agrónoma de la UNRC (que ayudaron a conseguir la soja no transgénica) y de la Universidad Nacional de San Luis, que colaboraron con la generación de anticuerpos específicos.
En la Argentina, son tres los cultivos transgénicos los que se producen y se consumen: la soja (tolerante al glifosato), el maíz y el algodón (tolerantes a ese herbicida y a diversas plagas). Actualmente, continentes como Europa y también la Organización Mundial del Comercio (OMC) imponen ciertas normas que restrigen la comercialización de alimentos elaborados con transgénicos. “Si queremos exportar alimentos a Europa seguramente nos van a exigir que estos análisis estén. Además, tarde o temprano, en nuestro país habrá un etiquetado de transgénicos por la controversia que hay sobre el tema. Entonces, puede ser una herramienta para que el consumidor tenga la libertad de saber si quiere consumir este tipo de alimentos o no”, dijo Molina.
Comentario de AgendAR:
Detectores de soja transgénica se utilizan rutinariamente en los puertos argentinos para detectar y penalizar embarques «de bolsa blanca». Es decir, del productor que usó semillas que el mismo cosechó, en lugar de compradas a las semilleras, dueñas de las patentes.
Con un test rápido y un oficial de justicia, agarran al productor que resembró una 2da generación de soja RR de su propia cosecha, en lugar de comprársela a Bayer (o a la semillera que sea) para cada siembra. Eso último sería lo legal, o al menos, el fallo cantado de la justicia en las ratoneras que arman en los sitios de embarque. No es que las semilleras la manipulen, eh.
Así, le hacen pagar la parte proporcional de semilla resembrada, o de segunda generación, o X-2 como se le dice en la jerga, como si fuera de bolsa con marbete de semillera, o X-1, más impuestos y multas.
Las opciones para el productor son aceptar la exacción o dejar los camiones sin descargar, con la carga deteriorándose por humedad y sobremadurez, y los fletes cobrando cada minuto. Estos desarrollos para detectar transgénicos RR o similares, resistentes al glifosato, ya existe desde que se popularizó extraordinariamente su cultivo a partir de 1994.
Al principio con cautela, pero desde el cambio de siglo ya sin ninguna, la detección de eventos transgénicos se viene usando no para proteger a los consumidores finales de las maldades imaginarias de la soja transgénica. Se las usa para proteger a las semilleras multinacionales de los productores que pretenden resembrar sus propias semillas.
Nadie consume o exige soja libre de eventos transgénicos, ni en Argentina ni en Mongolia. Es un cultivo IN-DUS-TRIAL. No existen, en los grandes países productores, áreas de siembra discriminadas para soja no transgénica, y tampoco siquiera cadenas de acopio y transporte separadas.
Resembrar la semilla cultivada es lo que hicieron los agricultores durante miles de años. La civilización sedentaria, las ciudades-estado y el comercio entre ellas surgieron de la mejora continua de los cultivos por cruza y selección, y la reserva por el productor de una parte de la cosecha para su resiembra.
Pero el que hace eso hoy es un infractor de «copyright», porque los eventos transgénicos son considerados propiedad privada. Quien se compró la semilla y la pagó con buena plata sigue sin ser su dueño, y tampoco es dueño de las semillas que se críen y crezcan en su suelo, con su trabajo y sus insumos y sus impuestos. El productor se va volviendo un empleado de las semilleras.
Aunque la Ley de Semillas de Argentina sigue sin grandes cambios desde las épocas de los híbridos no transgénicos de gran rendimiento, ahora se aplica -y cada vez más- la próxima ley, siempre más favorable a las semilleras.
Este es el marco de poder en el cual se inserta el desarrollo de un test detector de eventos transgénicos en la Universidad de Río Cuarto. Los involucrados operaron sin ningún apoyo de las semilleras e hicieron gala de un ingenio tecnológico notable.
Pero en el escenario actual, es difícil que este desarrollo proteja a ningún consumidor de los males imaginarios de los cultivos industriales transgénicos. Y es que estos insumos absolutamente básicos hoy sencillamente no pueden no ser transgénicos, porque mejoran mucho los rendimientos por cosecha. Y hay 8000 millones de bocas para alimentar en el planeta, y el clima se está desquiciando y conspira contra los rendimientos, y no hay nadie fabricando nuevas tierras de labranza.
Lo terrible es que entre más de 60 eventos transgénicos autorizados por el Ministerio de Agricultura desde el ’94, sólo existan 3 nacionales: la soja, la alfalfa y el trigo HB-4 resistentes a extremos hídricos desarrollados por la doctora Raquel Chan del INDEAR, Universidad Nacional del Litoral y CONICET. Lo terrible es que la autorización de esos 3 eventos argentinos blindados contra el cambio climático haya insumido más de 14 años. Lo terrible es la plata que pierde el país pagándole royalties a las semilleras multinacionales por el uso de patentes aparentemente inmortales: no expiran nunca.
Con la cancha tan inclinada en contra del país, este lindo desarrollo de la UNRC podría fácilmente usarse para perfeccionar un escenario en el que los que ya pierden plata a carradas, y el país con ellos, son los productores nacionales. Y sin embargo, eso tampoco sucederá: la guerra en Ucrania ha desatado otras furias en el mercado de commodities alimentarias.
Los precios del trigo, el maíz, la soja y otros granos están subiendo disparatadamente, y en forma simultánea, miles de millones de personas en Medio Oriente y el Norte de África, dependientes de los cultivos rusos y ucranianos, encaran una perspectiva de desabastecimiento. Ésta ya se ve clarita con el trigo y el girasol: Ucrania casi no produce, y Rusia no puede vender. Eran los pesos pesados del mercado mundial.
Obviamente, los europeos están abandonando (y al galope) sus pruritos de ecologistas cortitos de biología. Empiezan a pensar que tal vez no era cierto que los cultivos transgénicos se comen a los chicos. Y a descubrir que los cultivos industriales no transgénicos también usaban agroquímicos. Sólo que en general más potentes, persistentes y acumulables. Gran oportunidad argentina para vender más en cercanías, y pagar menos fletes.
Si la guerra se prolonga, ya no tendrá sentido alguno saber si un pan oculta oscuros secretos de ingeniería genética. No hay como la falta de pan para poner perspectiva.
Daniel E. Arias