La guerra en Ucrania y la guerra económica: las sanciones a Rusia y su impacto global

Esteban Mercatante es un joven economista que escribe asiduamente para La Izquierda Diario. Sus informados artículos son valiosos también para quienes no comparten su ideología. Componen una buena descripción de «el nuevo desorden global».

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«Ante la invasión de Rusia a Ucrania, EE. UU. y sus aliados europeos recurrieron a la implementación de sanciones contra el régimen de Putin en una escala nunca vista, dañando severamente su economía. Pero lo hicieron al precio de trastornar los mercados internacionales de energía y otros commodities. El uso en gran escala el “arma económica” conlleva además fuertes riesgos, en un contexto de crecientes tendencias a la fragmentación de la economía mundial que viene desde antes, de acelerar estos procesos.

Como respuesta a la guerra en Ucrania, EE. UU., Gran Bretaña y la UE, secundados por algunas decenas de países, aplicaron sanciones económicas para aislar a Rusia y congelar su economía. El “arma económica” es parte del bagaje de los Estados más poderosos desde hace más de 100 años, pero nunca, al menos desde el final de la II Guerra Mundial, el conjunto de sanciones aplicadas a un país había llegado al nivel de las que recibió Rusia.

La separación de sus principales instituciones financieras del sistema de pagos internacional Swift, la incautación de la mitad de sus reservas, que estaban al alcance de EE. UU. por estar colocadas en activos en dólares, el bloqueo a las exportaciones de Rusia –decisión esta aplicada de manera selectiva por los países más dependientes del combustible y la energía rusa pero llevada a cabo con bastante firmeza de todos modos– y la presión para la liquidación por parte de las multinacionales de sus activos en suelo ruso y la cancelación de cualquier asociación con firmas en ese país, marcan un salto respecto de lo que venía siendo la práctica de las sanciones que EE.UU. y algunos de sus aliados más cercanos vienen llevando a cabo contra otros países de envergadura menor, o contra la propia Rusia desde 2014.

Si bien algunas medidas como la exclusión del sistema Swift ya se habían aplicado contra Irán, la mayor envergadura de la economía de Rusia (novena en tamaño del planeta) y el peso de sus lazos comerciales con Europa en materia energética, marca una escala novedosa.

Como ya indicamos previamente, el mayor alcance de las sanciones tomó de sorpresa al régimen de Putin, que esperaba un nivel de respuesta comparable al de 2014, y fue tomado por sorpresa por decisiones como el congelamiento de las reservas de su Banco Central, una “miltarización de las finanzas”, como la definió el Financial Times, que sienta un peligroso precedente para el sistema financiero internacional que orbita alrededor del dólar.

El rublo, que estuvo en caída libre al comienzo de la guerra, recuperó su valor en relación a las divisas internacionales, pero al precio de estrictos controles de capitales y un aumento radical de las tasas de interés. Esto, sumado al impacto de las restricciones comerciales impuestas por otros países, preanuncia una caída de la economía de Rusia de dos dígitos para este año (y probablemente superior al 20 %). Sin embargo, como deja en evidencia la continuidad de las operaciones del ejército ruso en suelo ucraniano, semejante ataque a la economía, que impacta sobre todo en las condiciones de vida de los trabajadores y los sectores populares más allá de los lujos y activos financieros que los oligarcas cercanos al régimen vieron esfumarse de la noche a la mañana, tiene un efecto inmediato limitado sobre el desarrollo de la guerra.

Puede convertirse en una amenaza para la estabilidad en Rusia por acicatear los amplios descontentos que preexisten, pero no tuerce las decisiones del ejército. Puede sí, erosionar las capacidades militares de Rusia en la medida en la falta de acceso a insumos estratégicos provenientes del extranjero limite la capacidad de abastecimiento de su industria militar; pero eso no es algo que actúe en el corto plazo de algunas semanas (o incluso meses) sino que puede volverse relevante en un conflicto ya más prolongado. Se plantea entonces el interrogante de cuánto pueden sostenerse en el tiempo las sanciones sin dañar severamente la economía mundial y multiplicar los desbordes en todo el mundo.

Daños colaterales

Rusia no solo es un gran exportador de gas y petróleo, sobre todo con destino a Europa. Es también, junto con Ucrania, gran proveedor de trigo y otros cereales. La guerra de por sí hizo subir el precio de los granos y aceites de los cuales Ucrania es el principal exportador mundial, y no se sabe si habrá producción este año ni si podrá llevarse a los puertos donde se despacha al resto del mundo. Las sanciones multiplicaron el trastorno en estos mercados de granos al atacar al otro gran proveedor de trigo, cebada y otros granos.

De manera poco sorpresiva, las sanciones multiplicaron el efecto alcista en el precio de estos granos que había generado la propia guerra, pero además le incorporaron el trastorno en el precio del gas y el petróleo, multiplicando los desbordes económicos.

El efecto combinado de las sanciones y los trastornos de la guerra –es difícil de aislar cuánto explica solamente la guerra y cuánto las sanciones, pero ambas se retroalimentan– , se puede observar en la aceleración del aumento de precios registrado desde el comienzo de las hostilidades.

En marzo EE. UU. tuvo un incremento de precios al consumidor interanual de 8,5 %, algo que no se observaba hace cuarenta años, antes de que las drásticas medidas tomadas por Paul Volcker redundaran en un shock que terminó con el alza inflacionaria que había dominado toda la década de 1970 en ese país.

Es de destacar que la inflación “básica”, equivalente a lo que en la Argentina el INDEC define como inflación “núcleo”, que excluye el impacto de alimentos y combustibles, fue de 0,3 % interanual. Es decir, que el alza de precios del último mes en EE. UU. (así como en casi todo el mundo) tuvo un peso abrumador de aquellos rubros impactados por la guerra (el precio del combustible aumentó 18,3 % en marzo respecto de febrero, y nada menos que 48 % interanual; los alimentos tuvieron aumentos generales de precios de 10 % en un año).

En la Unión Europea la situación es similar; tuvo un incremento interanual de 7,8 %, frente al 6,2% de febrero y muy por encima del 1,7% de marzo del año pasado.

La magnitud de los daños colaterales que puedan crear las sanciones dependerá de cuánto se sostengan en el tiempo y de si continúan escalando o no. Así como después de la ocupación de Crimea las medidas aplicadas entonces no se revirtieron, es posible que el cese de las hostilidades no se traduzca en un levantamiento de todas las sanciones.

Sin embargo, resulta difícil que se sostenga en el tiempo un bloque homogéneo en favor de sostener las sanciones, por el efecto que tienen estas sobre el nivel de vida y por tanto sobre los salarios, y otros costos, especialmente para la UE que depende de manera crítica de las ventas de energía de Rusia.

Pero aún con un rápido levantamiento de las medidas implementadas, que hoy no se prevé, los daños colaterales seguirán sintiéndose.

Donde es más claro que los trastornos van a durar, es en los mercados de granos. Veamos el caso del trigo, que resulta crítico para la alimentación en todo el mundo. Ya hace varios años, por una combinación entre trastornos climáticos y cambios en la demanda mundial, las reservas de trigo se encuentran en niveles históricamente bajos. La producción mundial no viene siendo suficiente para reponerlas, lo que viene determinando una tendencia alcista de los precios. La virtual destrucción de la producción de Ucrania, o la imposibilidad de exportarla por el bloqueo de la salida exportadora que impone la invasión de Rusia, y la exclusión de Rusia de los mercados internacionales, preanuncia una caída dramática de las reservas y dificultades para hacer frente a la demanda de este año. Todo esto no solo va a afectar los precios de 2022, sino que seguirá pesando durante todo el período que pueda llevar la recomposición de las reservas.

La aceleración de la inflación, que había desaparecido como problema en la mayoría de los países desde comienzos de la década de 1980 hasta 2021, cuando la disrupción de las cadenas de producción globales y los efectos de las políticas expansivas tomadas para hacer frente a la pandemia, habría ocurrido aún sin las sanciones, como resultado del impacto de la guerra. Pero estas amplificaron sus efectos. También muestran un límite en la capacidad que tienen las potencias occidentales para seguir escalando en el castigo a Rusia.

La total exclusión de este país de los mercados energéticos haría colapsar la industria de Alemania y otros países de la UE, además de disparar todavía más los costos de la energía (lo que se hará sentir severamente en el próximo invierno del Norte en todos los hogares).

Si bien para algunos analistas el avance inflacionario estaría alcanzando un pico si nos guiamos por el nivel relativamente bajo de la inflación básica, y podría empezar a retroceder, la continuidad de las disrupciones en los mercados de energía y alimentos promete seguir generando trastornos, y el envión que generan aumentos como el del combustible sobre el conjunto de la logística seguirá repercutiendo en nuevos incrementos de precios.

Para los Bancos Centrales, que empezando por la Reserva Federal de EE. UU. sostuvieron durante buena parte de 2021 que el aumento de los precios era transitorio como resultado de la pandemia y de problemas puntuales de la oferta, el escenario es cada vez más complicado.

Mientras aumentan las presiones para subir decididamente las tasas de interés arriba de 3 % (para dejar los bonos del Tesoro en niveles cercanos al 7 % que no se observan desde antes de la crisis de las hipotecas), también están quienes advierten que eso no necesariamente atacará las causas de la inflación, y en cambio es casi seguro que empujará una recesión en EE. UU. en el próximo año.

En lo inmediato, la guerra y las sanciones ya condujeron a la baja los pronósticos de crecimiento de la economía mundial durante este año respecto de los realizados hace unos meses, como dio a conocer el FMI en los últimos días.

Otro daño colateral de las sanciones es la agenda contra el cambio climático (ya de por sí limitada y sometida a los imperativos capitalistas). La escasez y encarecimiento de la energía tuvo como resultado la búsqueda de todas las fuentes disponibles para hacer frente a la escasez, incluyendo el aumento en la utilización de carbón, cuya disminución es crítica para mitigar las emisión de dióxido de carbono, y, lejos de reducirse, está alcanzando máximos históricos como fuente para generar energía eléctrica. La industria de los hidrocarburos fue insuflada de nueva vida gracias a la guerra, que puso en pausa todos los planteos sobre la urgencia de la transición energética basada en incremento de fuentes renovables y de menor impacto ambiental. Incluso volvió al ruedo, aunque todavía con pocas chances de concretarse, el debate sobre la necesidad de favorecer la energía nuclear, tanto en Alemania (donde tiene pocas chances de concretarse ya que Rusia es el principal proveedor de Uranio), como en Japón.

Otro jalón hacia la fragmentación global

Además de los efectos económicos inmediatos que las sanciones puedan tener sobre los propios países que las imponen y no solo sobre los que las padecen, y que se harán sentir más profundamente en tanto se prolongue la guerra y el castigo impuesto por los países occidentales a Rusia, se plantea la pregunta sobre el efecto que puedan tener estas decisiones en las relaciones económicas internacionales.

Una característica fundamental del capitalismo durante las últimas cuatro décadas fue la internacionalización productiva, que se articuló a través de las cadenas globales de valor.

Estas se conformaron como resultado del aprovechamiento de la creciente apertura económica que hicieron las grandes multinacionales. Llevando los procesos productivos intensivos en trabajo o altamente contaminantes a regiones del planeta caracterizadas por bajos salarios o laxitud regulatoria en materia ambiental, y aprovechando también la competencia entre los países por reducir impuestos y otras exigencias para atraer inversiones, las firmas crearon redes productivas muy complejas, incluso tercerizando numerosos procesos en otras firmas, dando lugar a novedosos eslabonamientos entre firmas.

A mayor internacionalización, mayor competencia forzada entre asalariados de distintos países, lo que dio lugar al llamado “arbitraje global” de la fuerza de trabajo aplicado por los capitalistas, que les permitió imponer durante las últimas décadas condiciones cada vez más flexibles y salarios peores, en los países dependientes pero también en los centrales.

Desde la crisis de 2008 y sus consecuencias, que fueron entre otras un debilitamiento relativo del comercio internacional, todo este andamiaje empezó a estar puesto en cuestión y fue impugnado socialmente por izquierda y por derecha. El Brexit y la presidencia de Trump, con su “Make America Great Again” y su rechazo a los acuerdos comerciales, fueron exponentes de estas corrientes profundas de malestar.

Con la pandemia y los cuellos de botella que se produjeron cuando la economía empezó a recuperarse en 2021 después del colapso del año previo, se puso en evidencia numerosos riesgos potenciales de este andamiaje de la internacionalización productiva, muy provechoso para las grandes empresas pero sometido a numerosos cuellos de botella potenciales.

Por eso, esta crisis aumentó la preocupación de las empresas por el fortalecimiento de la “resiliencia” de las cadenas de valor –es decir, que estén menos expuestas a los trastornos que surjan del embotellamiento del circuito logístico–. Pero se trata de una preocupación de difícil resolución, porque obligaría a un replanteo de estas estructuras fundamentales del capitalismo contemporáneo, que las firmas multinacionales son renuentes a abandonar debido a las formidable mejora en la competitividad y rentabilidad que les generó este esquema.

Es en este contexto, de relativa desglobalización o decadencia de la globalización que viene teniendo lugar desde hace un tiempo –sin que surja tampoco nada con lo que el sistema mundial capitalista pueda reemplazar a esta provechosa gran empresa–, que debemos analizar las consecuencias de las sanciones económicas. Los efectos disruptivos de las sanciones en la integración económica mundial pueden venir por el lado de decisiones de los Estados –y en particular de los Bancos Centrales– y de las empresas que terminen dando lugar a dos o más espacios económicos diferenciados, con mucha menos interrelación entre sí de la que caracteriza a la economía hoy.

En concreto, un eventual abandono del uso del dólar y los activos basados en esta moneda por parte de las potencias “revisionistas” que puedan sentirse amenazadas, y una reorganización de las cadenas de producción globales como resultado del abandono de las multinacionales de países que puedan eventualmente sufrir sanciones, y de la búsqueda de estos últimos de ganar grados de “autarquía” en insumos estratégicos.

En un reciente artículo del Financial Times, Robin Wigglesworth, Polina Ivanova y Colby Smith se preguntan si como resultado de las mismas habría una reacción contra el dólar.

El poder de las sanciones a Rusia se basa en el dominio del dólar estadounidense, que es la moneda más utilizada en el comercio, las transacciones financieras y las reservas del banco central. Sin embargo, al utilizar explícitamente el dólar como arma de esta manera, EE. UU. y sus aliados corren el riesgo de provocar una reacción que podría socavar la moneda estadounidense y dividir el sistema financiero mundial en bloques rivales que podrían dejar a todos en una situación peor.

La discusión sobre el futuro del dólar no es nueva, ha surgido ante todas las crisis que atravesó EE. UU. al menos desde el desinfle de la burbuja de las “punto com” y los escándalos de Enron y WorldCom en el año 2000.

Cada anuncio de países como China, Rusia, Irán o India de acuerdos para comerciar entre sí usando sus respectivas monedas sin pasar por el dólar, fue seguido de análisis sobre el futuro sombrío que le esperaba al dólar como pilar del sistema monetario mundial.

Mientras tanto, como observa un reciente documento de trabajo del FMI elaborado por Serkan Arslanalp, Barry J. Eichengreen y Chima Simpson-Bell, se observan algunos indicadores que marcan un retroceso del dólar, en este caso como moneda de reserva: pasó de ser el 71 % de las reservas de los bancos centrales en 1999, a 59 % en 2021.

Como se observa, hay un retroceso marcado pero mantiene una posición abrumadoramente mayoritaria.

¿Podría el salto cualitativo de las sanciones aplicadas a Rusia ser un disparador de una mayor fragmentación de la economía mundial de la que existe hoy? El poder de las sanciones se basa en la profundidad de las interconexiones que caracterizan a la economía moderna, y en el protagonismo indiscutido del dólar y de las instituciones financieras de los países «occidentales», pero, como advierte Nicholas Mulder en el prólogo de El arma económica.

El crecimiento de las sanciones como herramienta de la guerra moderna, el propio uso de este poder, en un contexto que como vimos ya viene signado por tendencias contrarias a la internacionalización, puede conspirar contra las propias condiciones que hacen poderosas a las sanciones. Refiriéndose al período que siguió a la I Guerra Mundial, observa que las sanciones “explotaron las redes económicas de la globalización de entreguerras, pero finalmente socavaron sus bases políticas” [1]. Y previene:

«Hoy, mientras la economía mundial se tambalea por las crisis financieras, nacionalismo, guerras comerciales y una pandemia global, las sanciones se están agravando tensiones existentes dentro de la globalización. Que las sanciones estén destinadas a promover la estabilidad internacional, desafortunadamente, no es una defensa contra este riesgo: las consecuencias negativas no deseadas pueden ser tan destructivas como los daños premeditados».

Quienes hoy llevan la batuta en los Estados Unidos y la Unión Europea y están castigando a Rusia, son en todos los casos afines a los intereses de los sectores globalistas, y pretenden a toda costa salvar el statu quo. Sin embargo, al contrario de sus aspiraciones, sus acciones empujan hacia un mundo cada vez más fragmentado en bloques enfrentados. Este es un cóctel cada vez más explosivo que invita a la profundización de los choques entre potencias y debilita cualquier elemento moderador que pueda surgir de la interdependencia económica.»

[1] The Economic Weapon. The Rise of Sanctions as a Tool of Modern War, New Haven y London, Yale University Press, 2022, p. 13

Esteban Mercatante

VIALa Izquierda Diario