La saga de la Argentina nuclear – V

Adolfo “Chin-chín” Saracho, una leyenda de la diplomacia Argentina fallecio en 2017

El cuarto capítulo de esta saga está aquí.

La prehistoria de la diplomacia nuclear Argentina

Cómo fabricar un Rafael Grossi: Cernadas, Saracho, la DIGAN

El Programa Nuclear Argentino nació de un error de Perón, pero además y fundamentalmente, de cómo Perón corrigió su error.  Sobre eso volveré después.

Son asuntos de hace 70 años, lo que me obliga a recurrir a fuentes históricas. Me da grima reconocer que todos –salvo Roberto Mariscotti- son más jóvenes que yo. Grossi hereda toda esa historia vieja del Programa Nuclear, pero sale de otra más reciente.

A Max Cernadas, hoy embajador en Hungría, tengo sí o sí que presentarlo en acción. Es compañero de promoción y colega de Rafael Grossi. Corre 1984 y Max, de entonces 24, tiene un rostro aniñado, un bigotito estilo “Sargeant Pepper’s” y es un ínfimo “note taker” de la Dirección de Asuntos Nucleares y Diplomáticos de la Cancillería (DIGAN).

 cernadas

Con uniforme ceremonial de ministro de la Cancillería, el hoy embajador Maximiliano Cernadas, el que paró al hombre de Reagan.

Max está pasando la ordalía de dos años de física, ingeniería y política nuclear estudiados en la empresa INVAP, según convenio establecido entre el embajador Adolfo “Chin-chín” Saracho y el doctor Conrado “El Petiso” Varotto, titulares respectivos.

Cernadas, contrariando su formación de abogado y diplomático, está con la nariz hundida en un perplejo libro de radioquímica cuando lo llaman de urgencia a la guardia de la entrada. Los gendarmes están en pánico: acaban de llegar sin invitación o preanuncio el embajador estadounidense de Ronald Reagan, Frank Ortiz, y comitiva. Que exigen paso franco para entrar a la Planta de Enriquecimiento de Uranio de Pilcaniyeu o “Pilca”, distante 80 kilómetros, la más reservada del país. Así de pesados, nomás.

Max, aterrado, pide instrucciones a su jefe en Buenos Aires. El tucumano Saracho le dice: “Arréglese, amigo. Pero a éste tipo me lo para en la puerta. No puede entrar ni siquiera al CAB (Centro Atómico Bariloche, un sitio muy visitable) sin invitación previa. Éste no es su patio trasero ni una república bananera. Y Ud. se lo va a meter en el marote a Ortiz”.

El Tex-Mex Frank Ortiz, republicano de derecha, está muy sacado ante la inesperada demora. Lo secunda un discreto hato de mamuts de 1,90 metros de los del Secret Service, tipo “Men in Black”, y a su diestra campea canchero su “science advisor”, Bill Tillney, un cowboy con cerebro de físico y físico de Marine, y de yapa agente de la CIA.

Durante las primeras tres horas, Cernadas dejó a entrar al “team” yanqui hasta la cafetería del Centro Atómico, pegada a la puerta. Ahí los sentó, ordenó que un par de gendarmes con FAL se hicieran visibles afuera, y se las arregló solo él y con su alma “para entretenerlos”, mientras Ortiz se ponía muy matón y chirriaba de furia. Él era el embajador de los EEUU y negarle entrada a una instalación nuclear era admitir que ésta era “proliferante”.

¿Cernadas se imaginaba, tan joven, las consecuencias negativas para su carrera? ¿O acaso se creía que adentro de la Cancillería Argentina él, Ortiz, no tenía aliados en contra de aquella ridícula aventura nuclear de la Argentina, el enriquecimiento de uranio? Max sabía exactamente a quiénes se refería Ortiz, se imaginaba qué pasaría si llegaba a tenerlos de jefes (desgraciadamente, eso sucedió), sonreía sin convicción, sudaba frío y se imaginaba sin forzar mucho la imaginación un futuro ignominioso para su carrera. Pero seguía explicándole al Ortiz con toda cortesía que no le iba a franquear paso a Pilca ni ebrio ni dormido, y que gestionara un permiso formal a través del Departamento de Estado con el Canciller Caputo.

Pero (carraspeo cortés, aquí), le advertía a Ortiz que, dado el consenso del presidente Alfonsín y de Caputo en la materia, no era imposible que recibiera una respuesta negativa. Aunque tal vez eso tuviera consecuencias negativas –indeseables, por supuesto- para la carrera de Ortiz.

A esa altura de la pulseada ya se había corrido la bola por todo el Centro Atómico Bariloche y empezaron a caer por el café, relamiéndose de contentos, los profesores y estudiantes del Instituto Balseiro. Venían a clavarle banderillas a “los gringos”.

Les damos acceso a Pilca, pero a condición de que se reexamine la deuda externa argentina”, tiró uno. “Y a que se desmonte la base que la OTAN está construyendo en Mount Pleasant, en las Malvinas”, añadió otro. “Y además –remató algún ingenioso- queremos derechos de inspección a las plantas de enriquecimiento de uranio estadounidenses. Sospechamos seriamente (cara de consternación) que las usan para hacer armas de destrucción masiva”. Y así siguieron un rato.

Horas más tarde, en su retirada con la sangre en el ojo, Ortiz masculló una estela de “chingatumares” y “fucks” que llegaba hasta el aeropuerto y el avión, y quedó flotando semanas en el arrachado viento patagónico. Poco después, Bill Tilney regresó solo, alquiló una camioneta y trató de llegar desapercibido a Pilca por su cuenta, a través de esos 60 kilómetros de ripio poceado, donde alguna vez rompió punta de eje un camión Unimog tratando de llevar suministros a la instalación nuclear. Pero a Tinley lo frenó un tronco de lenga brutamente atravesado de parte a parte del camino vacío. Raro, en una zona estepárida y sin bosque.

En fin, aquella tarde Max Cernadas y su libro posterior, “Una épica de la paz” (Eudeba, 2016), se ganaron el derecho de ser una de mis mayores fuentes.

La “aneda” me sirve para presentar a la DIGAN: ésta era y a veces vuelve a ser un grupo de élite dentro de la Cancillería, diplomáticos casi sin emplumar elegidos incluso antes de haber egresado del Instituto del Servicio Externo de la Nación (ISEN).

Ahí nomás les caían dos años de especialización en asuntos nucleares dictados por INVAP en todos los centros atómicos de la CNEA, aunque no por ello cobraran un centavo más o ganaran puntaje en la carrera. Jóvenes, fanáticos, patriotas, irreverentes, trabajólicos, los “diganistas” vivían ansiosos por irse a vender fierros nucleares criollos a destinos considerados “de mierda” por sus colegas finolis de “la línea Revlon” (Londres, París, Nueva York) de la Cancillería. A los que soportaban con cortesía, pero sin entusiasmo, y viceversa.

Secuestrados por Saracho a tiempo completo desde pichones, no sabían de tiempo libre o de sus esposas, si las tenían. Pero el infernal tucumano de todos modos les sacó cualquier remanente de energía y horarios cuando organizó “el Grupo de los Seis”, junto con Suecia, la India, Tanzania, México y Grecia, países juramentados para romperle… los relatos pseudo-pacifistas a los EEUU y a la URSS. Sí, la India ahí, con su programa bélico, era un integrante discutible, pero aportaba número.

Obviamente, la DIGAN cambió para mal en épocas de Di Tella y muchos –entre ellos Saracho y Grossi- se subieron a los botes salvavidas. Pero en 1984, impetuosa y nuevecita, aquella era la auténtica nave de los locos. Caputo y su “vice”, “Jorgito” (primo de Jorjón) Sábato la defendían. Como periodista científico reciente, yo solía pasar un par de horas semanales en aquel lugar. El café era abominable, pero el sitio era una mezcla de conspiración y mentidero donde se aprendían cosas.

Daniel E. Arias