La saga de la Argentina nuclear – VI

1987, José Sarney y Raúl Alfonsín en el vagón comedor presidencial del Ferrocarril Roca rumbo a Pilcaniyeu, la planta de enriquecimiento de uranio de la CNEA.

El quinto capítulo de esta saga está aquí.

El embajador que hacía “bungee jumping”

La obra maestra de la DIGAN y de Saracho, en 1987: la visita del presidente Sarney a la Planta de Enriquecimiento de Pilcaniyeu en Río Negro, el “tour de forcé” con que Alfonsin detuvo una posible carrera armamentista nuclear sudamericana.

Si el lector tropezó alguna vez con la sigla DIGAN (Dirección de Asuntos Nucleares y Desarme), seguro fue en 1987, cuando esta dependencia de la Cancillería armó esa movida maestra que fue la invitación del presidente brasileño José Sarney a venirse “con comitiva científica” a mirar la planta tecnológica más secreta de la Argentina, la de enriquecimiento de uranio en Pilcaniyeu. Sí, la misma a la cual trataron de meterse por las malas o por izquierda los embajadores estadounidenses Harry Schlaudemann, Frank Ortiz y el agente de la CIA Bill Tinley.

Sarney respondió con generosidad: invitó a Alfonsín –y comitiva- a visitar las ultracentrifugadoras de enriquecimiento de Aramar, Iperó. De paso y cañazo, liquidó el proyecto del Programa Nuclear Paralelo de Brasil, que tenía agendado a espaldas de Sarney el testeo subterráneo de una primer bomba atómica implosiva en un túnel de la Serra de Cachimbo, en el estado norteño de Pará. El Consejo de Seguridad, representante colectivo de lo que Perón habría llamado “Partido Militar Brasileño” en el Gabinete, pensaba que Sarney debía enterarse por los diarios. La reacción que eso habría causado en la Argentina, máxime tras haber perdido ésta la Guerra de Malvinas, es difícil de imaginar. O demasiado fácil. Sarney hizo rodar algunas cabezas.

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El hecho es que de aquel intercambio de visitas terminó surgiendo la ABBAC, la Agencia Argentino-Brasileña de Contabilidad y Control de Materiales Nucleares (de la que se había hablado en el blog de Abel largo tiempo atrás, aquí). Originalmente, estaba destinada a que cada país investigara la trastienda atómica del otro, terceros afuera. Era un pacto bilateral originalísimo y sin antecedentes. Y cabalgaba sobre el acuerdo explícito de ambas partas de no firmar el Tratado de No Proliferación y otras sevicias diplomáticas gringas.

La DIGAN, que aventó “sine die” el escenario de una carrera de arsenales atómicos argentino-brasileña como la de la India y Pakistán, cambió la historia regional. Fue el escalón diplomático desde el que se lanzó el Mercosur real, con sus luces y sombras.

La DIGAN fue también la fragua donde se formó Rafael Grossi, compañero de promoción del citado Max Cernadas. Nadie sabe cómo lograban recibirse en el ISEN, aquellos muchachos. Cuando ya les había echado el ojo, Saracho (que iba por lo más brillante, como las pirañas) los hacía secuestrar de sus clases para llevárselos a trabajar en misiones locales de cierta dificultad, representando a la Argentina con grado… de estudiantes. 30 años más tarde, “el tucumano infernal” sigue recordando a Grossi como el tipo más inteligente que jamás pisó la DIGAN.

Pese a su rol histórico, esa dirección nunca tuvo demasiado perfil mediático antes o después. En 1990 Saracho dejó su conducción y como embajador, estuvo a punto de asociar a Turquía para fabricar y vender el reactor CAREM en todo el mundo. Esa operación nos habría transformado tempranamente en un exportador de centrales nucleares compactas, que recién “se ponen de moda” ahora. No tuvo chances: el presidente Menem y su presidente de la CNEA, Manuel Mondino, se encargaron de aniquilar la iniciativa y espantar a los turcos. Cuando estos, con acuerdo de todos sus partidos, ya habían separado U$S 180 millones para construir un prototipo.

Pero en 1987 todavía no eran previsibles la llegada de tiempos en que el canciller Guido Di Tella pudriera la DIGAN, y su nuevo director Rogelio Pfirter firmara unilateralmente el TNP sin avisarle siquiera a Brasil. Asunto que Brasil todavía no nos perdona a fecha de hoy.

A Saracho, el sátrapa a cargo de “los diganistas” de las primeras cosechas, es imposible presentarlo. Le caí simpático por mis artículos nucleares en Clarín y luego por aventurero, sólo que él lo era en serio. A los 18 años, juntando a sus amigos, había organizado por su cuenta un club de paracaidistas en Concepción, Tucumán. Entre los 19 y 20 se había recorrido el país en solitario con una mochila, dos “borcegos” y sin plata cuando eso no lo hacía nadie. A los 23 en alguna andanza rara lo atropelló un camión. Con la cara hecha pedazos y un ojo salido de la órbita, tranquilizaba a sus amigos: “¿Por qué llorás, hermanito, si ya vino la ambulancia y estoy bien?”.

Lo arreglaron con pegalotodo, para ocultar los costurones se dejó una imponente barba (blanca ya cuando lo conocí), y a sus 50 llevaba hechos tres cruces peligrosos del Amazonas en canoa y a pie, y otro del Sahara en jeeps. Las mujeres de toda edad y nivel social se derretían por él, pero era un solterón más militante que el Obelisco y un maestro ocultando romances. Podía estar tan a gusto con un shamán shuar del Amazonas como con un taxista turco, y tan a sus anchas con sus amigotes tucumanos o haciendo declaraciones por el desarme nuclear mundial con la actriz sueca Birgit Nilssen. A poco de conocerlo me invitó a hacer “bungee jumping” en una quebrada del Aconquija (decliné).

Estuve con él en Turquía, enviado por Clarín para documentar el entusiasmo de la dirigencia política, industrial, mediática y militar de aquel país con el CAREM. Al año de llegado a ese país, hablaba un turco aparentemente muy bueno y había vendido más de un centenar de vagones fabricados en Materfer, Córdoba, a los ferrocarriles locales, que necesitaban material rodante muy liviano, como los nuestros, por el mismo problema de descalce de vías. Era el primer embajador argentino de una larga lista en aprender turco, o en molestarse siquiera en vivir en Turquía.

También le había ubicado al Ejército Turco un número de aquellos obuses de 105 mm. que fabricaba FM, “Malvinas proven”, «Probados en Malvinas». En ratos libres, estaba haciendo entrenamiento primario en la Fuerza Aérea Turca con un instructor apodado “Superman” por ser piloto acrobático, buzo táctico y maestro de artes marciales. Saracho salía no sólo en la sección “Política” del Hurriyet, el equivalente local de Clarín, sino en tapa de las revistas cholulas de Ánkara (las nuestras parecen tratados de física cuántica, en comparación), por su romance –fugaz, el tipo vive de paso- con la presentadora del noticiero más visto de la TV turca.

Radical irigoyenista, si queda alguno, el hombre tenía una historia rara. “El Proceso”, ante su tajante negativa a firmar el apoyo de cada miembro de la Cancillería a la masacre de civiles en curso, lo sepultó en el consulado de New Orleans, considerado “de mierda”, un sitio donde te cubre el polvo. Saracho transformó aquella tumba de toda carrera en una usina cultural multiétnica que hervía de artistas, conferencias, conciertos y exposiciones: otra nave de los locos, y no habrá sido la primera, ni sería la última. La actividad cultural del consulado era tan intensa que la Cámara de Comercio de la ciudad, a la partida de “Chin-chín” y en su homenaje, creó un “Adolfo Saracho’s Day” en el calendario local de fiestas, que en New Orleans no tiene días libres. Volvió de allí habiendo aprendido a improvisar jazz en piano.

Lo vi hacer lo mismo sistemáticamente con todos sus destinos. Si no los inventaba, como hizo con la DIGAN, agarraba los considerados “tumbas”, fueran embajadas o direcciones, y los ponía en valor. Cuando él se iba, la banal muchachada Revlon se peleaba por ocuparlos porque allí corrían plata o prestigio o ambas cosas.

Cuando por fin se fueron los milicos en 1983, llegó Lucio García del Solar al destierro de New Orleans en inspección de consulados, volvió con la información de aquel loco al recién nombrado Dante Caputo, ambos se rascaron la cabeza y le preguntaron por teléfono a Saracho: “Bueno, ¿qué querés?”.

Saracho les contestó: “Armar una dirección de asuntos nucleares. La Argentina ya es un exportador. Hay que darle toda la ayuda, pero también un marco de referencia en la democracia. La CNEA no puede ni debe escribir por su cuenta la diplomacia atómica del país. Hablen con Jorgito Sábato, él les da los detalles”.

Daniel E. Arias