El septimo capítulo de esta saga está aquí.
Dame un paraguas (político) y moveré el mundo
Mariscotti y Hurtado: no los fabrican más distintos, en términos políticos. Pero coinciden sin titubear, en esto: entre 1950 y 1982 la CNEA fue un modelo a imitar, sin imitadores. Fue también un fruto de su rara estabilidad de cuadros y de proyectos, y esa estabilidad nació no tanto de un error de Perón, como de lo que hizo para corregirlo.
En medio del canibalismo político argentino, que desde 1930 no perdonó escuelas, colegios, universidades, empresas tecnológicas del estado o instituciones científicas, desde su nacimiento hasta 1983 la CNEA tuvo siempre un paraguas de militares con posgrados en física que protegían a la craneoteca local de otros militares, y más discretamente, del Departamento de Estado de los EEUU.
Como sucedió con el físico Bob Oppenheimer y el general ingeniero Leslie Groves, que unieron cerebros muy diferentes durante el proyecto Manhattan para hacer “la bomba”, en la década siguiente, la de los ’50, también aquí ocurrió una fusión neuronal parecida entre el metalurgista Jorge “Jorjón” Sábato y el contralmirante Pedro Iraolagoitía, pero para NO hacerla. Y estamos hablando de gente muy distinta.
Desde su arribo en campera a la CNEA EN 1953, Sábato –a quien hoy llamaríamos un “científico de materiales” y un gurú- fue tejiendo una estrategia científica, técnológica e industrial que ha logrado sobrevivir hasta hoy, si bien con abolladuras, agujeros de bala, amputaciones, replanteos, un par de resucitamientos y alguna lobotomía.
De entrada, Iraolagoitía, un héroe aeronaval, garantizaba la holgura presupuestaria y la protección política de los proyectos. Fuera de ello, no había otro límite impuesto que desarrollar tecnología de impacto científico, tecnológico y económico, dual pero no específicamente bélica. Lo de la campera de Sábato, lo aclaro más tarde.
No insultaré la inteligencia del lector afirmando que manejar la fisión atómica puede ser un asunto únicamente pacífico. Líbrenos Manitú de tal bobera. Un solo litro de la nafta que mueve un auto, trasvasada a una botella Molotov, lo transforma en una pira.
Esa dualidad intrínseca a casi toda tecnología, potenciada “n” veces en el caso de la fisión del uranio 235, le ganó un enorme respeto interno y externo a la CNEA desde su fundación hasta 1983: eran “científicos autoexplicados”. Walt Disney con su capítulo “Mi amigo el átomo” del programa Disneylandia (viernes a las 20:00, Canal 13) le allanaba el camino hasta los hogares. Mientras tanto, las tapas de los diarios durante la Guerra Fría le aclaraban a taxistas, obstetras, ferroviarios, enfermeras, milicos, abogados, maestras, industriales y “doña Rosas” para qué le servían nuestros expertos nucleares al país, ventaja mediática que no tenían los biólogos puros como Luis Leloir, al menos antes de su premio Nóbel en 1970.
Vivíamos –o creíamos vivir- en “La Era Atómica”, un nuevo paradigma de la civilización, y corríamos pegados a la nuca del pelotón de punta mundial, para su incomodidad.
Y el país, tan distinto al de hoy, tanto más industrial y educado, estaba orgulloso de ello, aunque no entendiera mucho.
Daniel E. Arias