El duodécimo capítulo de esta saga está aquí.
Más soles de bolsillo, pero letales
En 1949 todavía no existía ese sol artificial y fugaz, la bomba H de Teller-Ulam de dos etapas, que usa una bomba atómica como espoleta para generar rayos X y comprimir isótopos de hidrógeno. Pero se sabía que los yanquis iban a por ella.
El primero de tales soles artificiales existió durante unos nanosegundos a las 11:30 de la mañana del 16 de noviembre de 1952 en el plasma de Ivy King, la primera H, probada por EEUU en el atolón de Eniwetok. Ivy King, y las “H” que siguieron luego, confirmaron que a diferencia de la fisión, la energía de la fusión no tiene límite teórico.
La Atomic Energy Commission, entidad más ligada a programas de armas que de energía, entendió también que no se puede chapucear con la cantidad y el tipo de ingredientes de la etapa de fusión: en 1954 «Castle Bravo», la primera bomba H compacta de la historia, terminó generando un 250% más del rendimiento termomecánico y radiante planificados.
Peor aún, ignoro si por torpeza o ganosa de estudiar los efectos sobre población humana de la contaminación por «fallout» (precipitación radioactiva aerotransportada a sotavento), la AEC detonó su maquinita infernal no en el aire sino en el suelo del paradisíaco -hasta entonces- atolón coralino de Bikini.
Dentro del hongo atómico, mientras éste crecía como una tromba ígnea, superaba la tropopausa y se incrustaba 20 km. en la estratósfera, la polvareda de coral volatilizado se contaminó con el plasma de plutonio y de elementos de fisión de la primera etapa de la bomba H, su detonador. Éste era una bomba de fisión MUY potente.
Los átomos ionizados del carbonato de calcio que forma todo suelo coralino, bien salpimentados de radioisótopos emisores alfa, beta y gamma, se enfriaron en la estratósfera y fueron precipitando a sotavento de Bikini. Lo hicieron con un patrón similar al de la ceniza volcánica luego de una erupción explosiva pliniana: lo grueso, arena y arenilla, cae más cerca, lo verdaderamente fino termina cayendo días después a centenares de kilómetros de distancia. Pero a diferencia de la ceniza volcánica, ésta era muy radioactiva.
De modo que se jodieron los habitantes de los atolones Alinginae, Rongelap y Rongelik, situados a sotavento. La tripulación de un pesquero japonés, el «Dragón Afortunado 5» empezó un día en altamar raro, con un aparente sol que salía por el Oeste, parpadeaba dos veces y luego se apagaba.
Era el fogonazo de plasma que luego generaría el hongo atómico, el cual obviamente no vieron. Estaban lejísimos de Bikini, oculta bajo el horizonte por la curvatura terrestre. Trascartón, horas después y esa misma tarde del 1ro de Marzo de 1954, se ligó encima del barco una camionada de fallout del fino. Afortunado «ma non troppo».
Bikini había sido desalojada (el Ejército de los EEUU sabe persuadir con dólares, promesas, argumentos y eventuales culatazos). Pero el resto de la cadena de atolones de las Islas Marshall a sotavento de Bikini, no. Y de la suerte de aquellos habitantes se sabe bastante poco, porque el Pentágono la puso bajo secreto, para no advertir a los soviéticos que tenían algo más fuerte que la mera bomba atómica de fisión.
Pero esa suerte (mala) se la puede inferir del destino de los marineros del «Dragón Afortunado» cuando, 13 días más tarde de su involuntario baño de precipitación radioactiva pulverulenta, lograron arrastrar su barco hasta Yaizu Port, Shizuoka , su rada habitual en Japón. Traían todos la cara ennegrecida y una panoplia completa de grados de enfermedad aguda de radiación, desde quemaduras de piel a pérdida de cabello y de epitelios intestinales que los tenía deshidratándose en continuas diarreas.
Estos cuadros y sus complicaciones infecciosas u oncológicas posteriores los terminaron matando uno por uno, el primero a pocos meses del accidente, el resto de enfermedades medulares y tumores sólidos a edades de entre 40 y 60 años en que los hombres japoneses, gente longeva si la hay, sencillamente no se muere. De los 23 hubo uno, Oishi Matashichi, que logró llegar a los 82 años y morirse de cualquier otra cosa. No sin escribir antes un libro, «El día que el sol salió por el Oeste», lleno de historias personales y de documentos desclasificados del Pentágono.
Los EEUU le echaron la culpa a los marineros. Lewis Strauss, el presidente de la AEC, no respondió jamás las cartas en que los médicos a cargo de los irradiados le suplicaban que les transmitieran algún abordaje terapéutico. Strauss responsabilizó al capitán del Dragón Afortunado por navegar dentro del área de exclusión decretada por la CEA (no lo hizo, estaba al menos 20 km. afuera, al Este de su límite exterior). Luego añadió que el hombre era un agente soviético, deseoso de generar un accidente que humillara a los EEUU.
El primer ministro japonés, Katsuo Okazaki, perfecto funcionario colonial de país ocupado por los EEUU, se negó a exigirle a EEUU indemnizaciones para las familias, e incluso darle tratamiento médico decente a los marineros afectados. Los suministró por decisión propia la Facultad de Medicina de la Universidad de Tokyo, que fue la que publicó (vengativamente quizás) la lista de radionucleídos que habían encontrado en la ceniza: estroncio-90, cesio-137, selenio -141… y uranio-237.
Es una ensalada rara. Los tres primeros nucleídos son productos de fisión, coherentes con una bomba A común, cosas que los japoneses en Hiroshima y Nagasaki probaron en cuero propio. Pero el uranio-237 no existe en la naturaleza y tampoco en la ringla habitual de spuzzas radioactivas de una bomba A. Ahí había algo nuevo. El espionaje militar soviético debe haber leído ese informe, escrito por médicos, con interés.
Tanto impresionó Castle Bravo a los soviéticos que, ya buenos conocedores de la tecnología de la bomba H, se anotaron en la carrera de potencias crecientes, algo militarmente inútil. Como con casi cualquier artefacto explosivo, la fuerza bruta no determina demasiado el daño: puntería mata potencia.
Y en este carrera de fuerza bruta ganaron indiscutiblemente los soviéticos con la Tsar Bomba (“el emperador de las bombas”), detonada en 1961 por la URSS en Novaya Zemlya. Fue limitada deliberadamente a la mitad de su potencia de diseño: había que darle una chance a la tripulación del bombardero que la soltó de no volatilizarse en un patriótico plasma de carbono mientras escapaba.
Incluso así limitada, la Tsar de todos modos liberó 2941 veces más energía que la bomba atómica de Hiroshima. Como solía repetir el camarada Pepe Stalin, entre nubes de humo de pipa, en la cantidad hay algo cualitativo. Dicho por un genocida, tiene fuerza.
De todos modos hay que admitir -ahí se adivina una decisión de Nikita Khrushov, el nuevo líder soviético antistalinista- que la Tsar Bomba fue una detonación clásica, aérea. Un «airburst» trata de maximizar los efectos termomecánicos estrictamente locales: aplastar edificación -que en la desolada Novaya Zemlya no la había- e incendiarla. Una detonación en tierra es más malvada, porque trata de causar fallout radioactivo a sotavento.
Ir “de movida” en 1947 por la fusión, y además controlada, como proponía Richter, era empezar la batalla por la victoria misma. Concepto que a Perón, militar al fin, le gustó.
Si Richter no hubiera muerto en 1991, probablemente argüiría (no sin alguna razón) que las bombas H compactas de hoy fusionan algo que tiene litio. En realidad, es deuteruro de litio-6, un isótopo liviano del litio (no se consigue en farmacias). Cierto, Herr Doktor Ronald, pero son bombas, no reactores. Y además el deuteruro de litio-6 es sólo un fugaz precursor para generar deuterio y tritio. La bomba A usada como espoleta de un artefacto bélico de tipo H fisiona el litio 6 en elementos más livianos, justamente los ingredientes fundamentales de una buena bomba H: deuterio y tritio, para comprimirlos y fusionarlos a continuación con un feroz flash compresivo o “inercial” de rayos X.
El universo no fusiona litio, don Ronald, y los hombres tampoco.
El Herr Doktor no gastó chirolas, como le había prometido a Perón. Tampoco fortunas incalculables, como sigue repitiendo con estupidez la leyenda antiperonista. A valores de hoy, el austríaco loco “se patinó” U$ 300 millones, en parte debido a que hacía y deshacía la obra civil de su reactor como quien va y vuelve en la vorágine de sus pensamientos. Los compositores que en lugar de una partitura o un piano necesitan de una filarmónica full-time para poder escribir y corregir su sinfonía, salen caros. Y máxime si a los músicos les rompe los violines, cellos y contrabajos a patadas toda vez que se enoja porque la música “no cierra”.
Tras mucha e incomprensible construcción, demolición y reconstrucción de su reactor, el austríaco hizo que el 24 de marzo de 1951 el gobierno de Perón provocara pánico en la región, en EEUU y el Reino Unido, cuando anunció que “en la Isla Huemul se habían llevado a cabo reacciones termonucleares bajo condiciones de control en escala técnica”.
¡Epa! La Argentina tenía la fisión, “de yapa” con el litio, “y de yapa de la yapa”, controlada en una gran caja de hormigón en una isla de un lago andino remoto. ¿Podría generar energía eléctrica? Faltaban las líneas de alta tensión, los gendarmes en la guardia de entrada, foto en la tapa de Billiken y escolares de blanco guardapolvo visitando el sitio.
Entre 1951 y 1952, los alarmados físicos nucleares de todo el planeta se tragaron, por disciplina, sus ansias de desmentir a Richter con lápiz y papel, desde la pura teoría, aunque podían hacerlo «de taquito». En cambio, trataron de repetir su procedimiento de laboratorio, descripto por el Herr Doktor con la vaguedad y omisiones típicas de quien guarda un secreto comercial patentable.
Y en imitar a Richter los grandes físicos nucleares del mundo tal vez hayan gastado mucha más plata que el propio Richter, pero no hubo caso. De fusión de litio, nada. Lo admitieron con «schadenfreude», alegría malvada, pero también con alguna desilusión: siempre hay más gloria para el segundo en confirmar un hallazgo fundamental que para el primero en desmentirlo. Dar fe de bondad otorga una fama menor pero indudable: es como ser el segundo hombre en pisar la Luna (y aquí, un saludito a don Buzz Aldrin, que sigue vivo).
Hubo otra causa más para la desilusión: de haber existido alguna verdad científica básica en el asunto, habría mucha más plata y cerebros para volverla tecnología concreta en los EEUU y la URSS que en nuestras pampas trigueras. Si no la vendíamos se la afanaban. Nos ha sucedido algunas veces con otras tecnologías más legítimas.
El miedo “del Club Nuclear” (de 4 miembros, todavía no pintaba China) viró al escepticismo y a las risas vengativas. Las chicanas de la prensa externa hicieron vacilar a Perón, quien tardó lo suyo en asumir que no estaba ante una conspiración mundial antiargentina, y que tal vez el Genio de Huemul estuviera macaneando. No es fácil llegar a ver esas diferencias a bordo de un gobierno que ganó en las urnas por alud, y que está tratando de evitar ese destino de los líderes sudacas desobedientes a los EEUU: golpe militar organizado por la CIA.
El Dr. Mario Mariscotti, físico nuclear, exgerente de Investigación y Desarrollo de la CNEA y sin duda el más agudo y documentado historiador de estos hechos, observa con acidez que Perón habría tardado menos de haber metido antes “en el loop” a la Asociación Física Argentina, para auditar al Mago de la Isla. En ese cenáculo revistaban tipos respetados internacionalmente: Enrique Gaviola, Mario Báncora o José Balseiro… pero eran todos radicales o directamente “contras”, gorilas de los de subirse a los árboles. Gaviola, acaso por lo genial, parece haber sido socialmente casi intratable, por lo ríspido. No obstante, Perón persuadió a Báncora y trajo a Balseiro desde el RU a hacer una auditoría técnica del asunto.
Tras unos meses, Balseiro entregó su informe: un error de lectura de la instrumentación, punto. En Huemul nunca había tenido lugar la fusión del litio. Remate textual: “El Dr. Richter ha demostrado un desconocimiento sorprendente sobre el tema”. El general tragó saliva y se convenció de que sólo podría tener un programa sólido si aceptaba que lo integraran tipos en algunos casos echados de sus cátedras universitarias por su propio gobierno. Eso debe haber sido duro, pero sentó principios de tolerancia política que se mantuvieron décadas.
En la CNEA original y hasta 1976 ser liberal, facho, radicha, peroncho, comunacho, prochino, trosko, apartidario, apolítico o «ni fu ni fa» no determinaba tu vida. Lo que no podías era ser un burro.
Balseiro oyó la oferta de Perón y suspiró, pensando en su tranquilo laboratorio en la Universidad de Manchester. Donde no ganaba lo suficiente como para mantener a su familia, porque Inglaterra estaba en plena pobreza de posguerra, mientras que en la Argentina, segundo país acreedor del RU después de los EEUU, aún se tiraba manteca al techo. En fin, que Balseiro se quedó aquí para poder reunirse con su esposa e hijos, pero en el fondo, “pro patria”.
Y aquí sigue: su tumba está sobriamente escondida tras una cortina de arbustos en la academia nuclear que fundó en 1955 y que hoy lleva su nombre, el Instituto Balseiro, en el Centro Atómico Bariloche, la mejor universidad tecnológica del país. Estatal, gratuita y pública, además. Por si no quedó claro.
El resto de la AFA (hablo de físicos, no de fútbol) también se integró al plan B de Perón, la actual CNEA, y desde su inesperada posición de fuerza, impuso condiciones, libertades académicas, presupuestos, planes a largo plazo y sueldos relativamente altos. Eso estableció pactos que durararían contra viento y marea hasta 1983.
En la Noche de los Bastones largos de 1966, la Guardia de Infantería de la Federal, mandada por el General Juan C. Onganía, le rompió la cabeza a bastonazos a la crema de los matemáticos, físicos y químicos que hacían docencia en la Facultad de Ciencias Exactas. Doctores con pergaminos internacionales, se habían plegado a la toma de la misma para defender su autonomía legal y evitar los nombramientos a dedo, en lugar de por concurso. No es fue bien. Pero Onganía ni soñó con entrar a repartir palos y despidos en la CNEA. En parte, porque ahí mandaba más la Marina que el Ejército, y a la Marina le interesaba no la bomba, sino la propulsión naval nuclear.
Con la llegada del capitán Pedro Iraolagoytía a la presidencia de CNEA, empezó lo que Mariscotti llama “la época académica” del Programa Nuclear Argentino. Y fue brillante.
Pero de aburrida, nada. This is Argentina, ladies and gentlemen.
Daniel E. Arias