Premios y más premios a dos personajes nucleares argentinos MUY excepcionales por sus habilidades múltiples y demostradas durante décadas, los ingenieros José Luis Antúnez y el igualmente ingeniero y además experto en radioprotección, Abel González. Ambos premios son señales de que, tarde e imitativamente, la Argentina vuelve a recordar la energía nuclear y un liderazgo mundial en ese terreno que casi logró olvidar, pero que paradójicamente no perdió jamás.
El miércoles 31 de mayo, a las 18.00, se realizará un encuentro para celebrar el nombramiento del Ing. José Luis Antúnez como Doctor Honoris Causa de la Universidad de Buenos Aires, la distinción honorífica de más alta jerarquía otorgada por esta Casa de Altos Estudios, en el marco de una clase magistral por el Día Nacional de la Energía Atómica.
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Antúnez entró a la historia de la ingeniería argentina entre 2006 y 2014, cuando encaró la terminación, considerada imposible, de Atucha II desde Nucleoeléctrica Argentina SA (NA-SA). Esa central empezó su obra en 1981, pero después de la Guerra de Malvinas las presiones externas y el endeudamiento argentino la dejaron sin presupuesto. Debió estar terminada y «en línea» en 1987, pero llegó a ese año con un 80% de avance de obra y miles de toneladas de componentes metálicos, mayormente electromecánicos, estoqueados bajo atmósfera de nitrógeno a espera de que alguien armara ese perplejo rompecabezas.
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Ese alguien fue Antúnez, y el momento fue 2006, cuando el PBI crecía al 8% anual y la matriz eléctrica del país pedía desesperadamente potencia de base, pero ya no había gas en Loma de la Lata para generarla. Fue entonces que se decidió terminar dos obras gigantes incompletas. Una fue llevar a su cota de diseño el embalse de la central hidroeléctrica de Yacyretá, lo que permitió aumentar la capacidad instalada de 2100 a 3200 MWe. La otra, y bastante más difícil, fue terminar el montaje de Atucha 2.
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Con la empresa proveedora original (la alemana KWU) no se podía contar: ya no existia. Con su dueña, SIEMENS, tampoco: se había borrado del negocio nuclear. La terminación contra viento y marea de Atucha 2 implicó 47 millones de horas de trabajo calificado, la formación de más de 1000 operarios en soldadura de aleaciones especiales, o «de alta», y elevar el nivel de más de 120 empresas metalúrgicas, metalmecánicas, electrónicas, químicas e informáticas nacionales a estándares de industria nuclear.
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Entre la mucha bobada que se esgrimió contra la obra mientras Antúnez se quemaba las cejas terminando Atucha II, la alegre banda de exsecretarios de Energía, esa sucursal de algunas petroleras que tantos apagones y tarifazos nos regaló, estuvo «su carácter innecesario».
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Era una visión lógica, según el equipo para el que juega esta gente: a funcionamiento normal, Atucha II evitaría la combustión anual de aproximadamente 1200 millones de metros cúbicos de gas natural. Si cobrás de los caciques petroleros que operan en Argentina, Atucha II no alcanza para estropear tu negocio, pero una reactivación a fondo del Programa Nuclear te puede dejar knock-out, y a la larga -por asuntos de recalentamiento global- lo va a hacer. Y lo que estaba en juego, y sigue en juego, era eso.
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Si comparamos Atucha 2 con otra posible fuente de electricidad firme, disponible 24×7, los 694 MWe de esta central nuclear mediana fabrican tanta cada año como 1300 MWe de turbinas en el Paraná a la altura de Yacyretá. Eso sucede pese a que la potencia instalada total en Yacyretá es de 3400 MWe, y es inevitable porque el «combustible» de esa enorme represa hidroeléctrica es el río, y el factor de carga del Paraná -la cantidad de tiempo anual en que logra mover las turbinas a su potencia nominal- fluctúa según las lluvias en Brasil y en su curso medio. Así las cosas, en años normales anda por el 51%.
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En cambio el combustible de Atucha 2 lo fabrica CONUAR, una sociedad nacional de la CNEA con PECOM, y llega a la central llueva, truene o brille el sol. Innecesario aclarar que con 3 años de super-sequía como los que acabamos de sufrir, el fondo del río estaba caminable y Yacyretá llegó a producir a menos de 1/3 de su capacidad instalada.
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De la terminación de Atucha II la Argentina salió con MUCHO más conocimiento de diseño, construcción y operación de centrales nucleares que Alemania, y con 400 ingenieros jóvenes, mayormente en industrias privadas, elevados a la categoría de «nucleares». No fue un negocio de construcción, ni siquiera uno de energía, sino educativo, de formación de recursos humanos.
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El desafío de hoy de Antúnez, como presidente de NA-SA es una nueva central de uranio natural, agua pesada y tubos de presión, parecida a la cordobesa de Embalse, pero sin canadienses. Tenemos todo lo necesario para hacerla desde 1974, salvo la decisión. Porque no es cierto que desde 1974 hayamos estado siempre sin plata.
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Suponemos que esta descripción como constructor de recursos humanos le va a gustar a Antúnez, que por sobre todas sus habilidades ingenieriles, contractuales, gerenciales y políticas, es ante y por sobre todo, un orgulloso maestro de aquellos que acuñaba nuestro viejo sistema educativo nacional y gratuito.
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A Atucha 2 le debemos -indirectamente- otro premio nacional «grosso» y reciente: el Kónex del Mérito para el Ing. Abel González.
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Como jefe de la central Atucha I, González fue elegido en 1981 por la CNEA para presidir ENACE, una sociedad mixta con SIEMENS para construir centrales de uranio natural y agua pesada en Argentina, distintas de las CANDU como Embalse (en Córdoba) porque las plantas de SIEMENS tienen recipiente de presión.
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González tenía otros encantos anexos a «la mera ingeniería nuclear». Como discípulo de Dan Beninson, médico especializado en radioprotección y el mayor especialista mundial en el tema ante los ojos del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), tenía el perfil ideal para lidiar con las autoridades regulatorias internas de la CNEA, que eran dos, y controlaban no sólo las obras nucleares, sino la una a la otra: el CALIN, o Comité de Licenciamento, y la propia Gerencia de Radioprotección.
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Tras bastante discusión acerca de la ingeniería de base, ENACE decidió el diseño de la actual Atucha 2 de casi 700 MWe como central argentina tipo, de la cual se construirían al menos 6 unidades. Atucha II no es un «scale up» de Atucha I, sino una central parecida pero distinta al punto de no compartir el mismo tipo de elementos combustibles. Por eso ambas Atuchas son prototipos irrepetibles.
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A González, como a buena parte de los reactoristas de la CNEA, le habría gustado más el diseño CANDU, por más barato y sencillo para igual seguridad operativa. Pero entre 1974 y 1984 el proveedor, la AECL de Canadá, nos había hecho la vida imposible a fuerza de incumplimientos inexplicables y exigencias absurdas durante la construcción de Embalse, presionada por EEUU a no venderle más nada a la Argentina. Los canucks estaban tratando desesperadamente de que la central no se terminara, y sólo lograron que la termináramos solos y que la CNEA terminara con ellos. No fuimos los únicos clientes maltratados por AECL a partir de 1974. Por algo se fundieron, allá por 2011. Lástima, flor de ingeniería.
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Decidida Atucha 2 como nuevo estándar nucleoeléctrico argentino, la idea de ENACE -al menos de su parte argentina- era que entre la segunda y tercera unidad el único componente no argentino fuera el enorme recipiente de presión. Es una pieza de forja de 960 toneladas que supera toda capacidad instalada de la industria metalúrgica nacional, incluso a fecha de hoy.
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En 1981 se inició la llamada a ser la primera de estas nuevas centrales al lado de Atucha, en línea desde 1974. Con ello la Atucha ya existente, de entonces sólo 320 MWe, pasó a denominarse Atucha 1, y la nueva obra, Atucha 2. Pero este emprendimiento se quedó sin «cash flow» a principios de 1983, y desde entonces avanzó penosamente en un «stop and go» que se ha vuelto un clásico de todos emprendimientos estratégicos argentinos: la obra se paraba a cada rato, y entre renegociación de contratos, despidos y otros gastos improductivos y de papeleo, su costo se iba al demonio.
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A González lo conocí en 1986, al toque del accidente de Chernobyl, del cual me aclaró los tantos rápido y con dos cifras: la accidentada central rusa había costado U$ 200 por kW instalado. Atucha I, en cambio, U$ 1800, y la mitad correspondía a sistemas de seguridad operativa y protección radiológica. Ojo, hablo de dólares a su valor de 1986.
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En 1987 González había logrado un avance de obra del 80% en Atucha II, a costa de un gasto infernal de energía personal y de su gente. Pero el Programa Nuclear se estaba derrumbando, sus ingenieros se iban del país en busca de mejores perspectivas, el Plan Primavera del gobierno de Alfonsín dejó definitivamente sin plata a ENACE, y SIEMENS (que ya planeaba secretamente irse del mercado nuclear, sin avisarle a su socio, la CNEA) aducía no conseguir financiación alternativa.
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El punto de quiebre para González fue el cierre de obra consecutivo al anuncio del Plan Primavera: los obreros tomaron las instalaciones y fue Gendarmería a romperles la cabeza y hacerles respirar gas lacrimógeno.
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«Mi padre fue obrero de la construcción, Arias», me dijo González, ya con la pata en el avión que se lo llevaría al OIEA de Viena. Y sí, imposible no volver a decirlo, Abel González es otra muestra de la movilidad social ascendente que lograba nuestro sistema educativo público.
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En 1986, allí en el OIEA González se había ganado una envidiosa admiración general por haber sido durante casi todo aquel año el primero y único experto en radioprotección autorizado por la Unión Soviética a visitar la planta de Chernobyl. Iba literalmente rodeado de agentes de la KGB, muchos de ellos ingenieros nucleares. «Ventajas de ser argentino y no alineado», me explicó González en Viena, en 1988. Es, como Antúnez, un tipo resiliente y sencillo, que la remó desde abajo y no se engrupe con la fama.
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La Autoridad Regulatoria Nuclear (ARN), entidad independiente de la CNEA que hoy reemplaza al CALIN y a la Gerencia de Radioprotección, informó que la Fundación Konex le otorgó el Diploma al Mérito, como una de las 100 personalidades más destacadas de la Ciencia y la Tecnología Argentina durante la última década (2013-2022).
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El reconocimiento al Ing. González se realiza en la disciplina de Energía y Sostenibilidad, tras una lluvia de distinciones nacionales e internacionales por sus muchas intervenciones como experto en radioprotección y seguridad nuclear en Chernobyl, Fukushima y otros escenarios radiológica y epidemiológicamente problemáticos mucho menos espectaculares, como los reactores plutonígenos de Windscale en Inglaterra y los polígonos de pruebas de armas nucleares de EEUU, el Reino Unido y Francia.
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La lista de galardones de González incluye el Premio Sievert, una especie de Nobel a la radioprotección que se otorga cada cuatro años.
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Dos reflexiones: la Argentina es el país del mundo con más premios Sievert, ganados por el mentado y difunto Dan Beninson, por González, y este año por a María del Rosario Pérez (a) «Charito», discípula de ambos, y con una trayectoria no menos rutilante.
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Siguen los EEUU, con dos premios Sievert. Suena a poco para ese país que inventó la electricidad nuclear y supo tener 104 centrales: a nosotros sólo nos dejaron tener 3 centrales, pero aparentemente tenemos recursos humanos para mucho más que eso. Sí, la educación pública, perdón por importunar con ello. Pero tiene demasiados enemigos.
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La otra reflexión: Antúnez terminó -contra viento y marea- la obra que González dejó -también contra viento, marea y, de yapa, el gobierno de Raúl Alfonsín- con un 80% de avance, una central de que luego el país olvidó durante 27 años. Los apagones son excelentes para reactivar la memoria de nuestra clase política.
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También son excelentes para perder elecciones nacionales.
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Daniel E. Arias