
A treinta y siete años de la muerte de este matemático radicalizado, impaciente y generoso, el mejor cierre para esta nota son sus propias palabras: “El que aspire a una sociedad diferente no tendrá inconvenientes en imaginar una manera de hacer ciencia muy distinta de la actual. Más aún, no tendrá más remedio que desarrollar una ciencia diferente. En efecto, la que hay no le alcanza como instrumento para el cambio y la construcción del nuevo sistema”.
(Rodolfo Petriz)
Acotación de AgendAR:
Carlos y Oscar Varsavsky son fácilmente confundidos por los milennials, si alguno se acuerda de ellos. Fueron hermanos, hijos de colonos judíos, socialistas, pobres y autodidactas de Basavilbaso, Entre Ríos. En la casa de los Varsavsky se trabajaba duro y se vivía entre libros. Conscientes de que ambos pibes eran fenomenalmente inteligentes, los padres se mudaron a la Buenos Aires, donde estaban los dos mejores colegios secundarios del país, el Mariano Acosta y el Nacional Buenos Aires, y además obviamente la UBA, entonces la mas interesante universidad del mundo hispanoparlante (y sigue siendo una de las mejores).
Carlos (que fue al Buenos Aires) admiraba mucho a su hermano Oscar, 12 años mayor (que fue al Acosta), e hizo una carrera con sus propios logros. Pero fueron materiales, prácticos y le cambiaron la vida al país, o a parte del país, al menos algunos años. Y para bien.
Si Oscar, ese militante contra el «cientificismo», fue un genio teórico en la formulación de cómo debía funcionar la conexión entre la ciencia, el aparato productivo y la sociedad argentinas, el que llevó a la «rugosa realidad» parte de su ideario fue Carlos.
Ése Varsavsky, astrofísico por profesión y mucho menos leído y comentado que Oscar, fue alma viviente y matemática de aquella empresa hoy casi mítica, FATE ELECTRÓNICA, y de su marca CIFRA. Entre 1969 y 1976, casi de la noche a la mañana dominó totalmente el mercado nacional e hispanoamericano de calculadoras.
El logro final de esa empresa del grupo de los hermanos Madanes, antes de sucumbir a la política antiindustrial de José Martínez de Hoz, fue el desarrollo de la CIFRA 1000, la primera computadora de escritorio. Apareció al mismo tiempo que la Apple 1 de Steve Jobs y Pete Wozniak en Palo Alto, California. La gente de FATE ELECTRÓNICA y Jobs y Wozniak no se conocían en absoluto. Y tenían grandes diferencias: Jobs y Wozniak eran dos hippies que trabajan en el garage de Jobs, pero en ese entorno californiano donde llovía literalmente dinero privado y militar (de la DARPA, la Defense Advanced Research Projectos Agency). A ellos, partiendo desde mucho más abajo, les fue genial.
En cambio la cerebroteca de Carlos Varsavsky y FATE ELECTRÓNICA nació en un predio de 65 hectáreas en San Isidro, provincia de Buenos Aires, y estaba respaldada por el triunfo comercial de su empresa. Su objetivo, cuando llegó la CIFRA 1000, era atacar a la IBM, dueña del mercado con sus computadoras «mainframe» del tamaño de un piano. La CIFRA 1000 podía hacer lo mismo, pero cabía en un escritorio.
Lo que le daba cimientos formidables a CIFRA era la solidez financiera de FATE Neumáticos, nacida durante el desabastecimiento de la 2da Guerra con el nombre de Fábrica Argentina de Telas Engomadas. Habían empezado produciendo pilotos impermeables, y como en medio de la guerra aquí no pintaba un rodado de Goodyear, Firestone, Michelin ni tu tía, los Madanes se dijeron que después de todo, un neumático se hace con telas engomadas, ingenieros, químicos, técnicos y obreros calificados. Hasta hace poco, FATE empleaba a casi 1700 personas.
Un modo de entender a ese pequeño pero fértil sector de nuestra clase industrial que eran los Madanes de la cosecha pasada: propulsados por dos inesperados ministros de Economía, Aldo Ferrer en tiempos de la dictadura de Lanusse, y José Ber Gelbard en el gobierno democrático de José Cámpora, Adolfo y Manuel Madanes fundaron FATE Aluminio, en Puerto Madryn.
Todo esto tenía el apoyo pleno de gobiernos nacionales de cuños tan distintos como el de Lanusse y del tercer gobierno peronista. Pero la base real fue la asociación patronal más dinámica del momento, la CGE (Confederación General Económica), lejos de ser un grupo de momias conservadoras dirigidas por fabricantes de galletitas, era una potencia cimentada en las industrias metalúrgicas, electromecánicas y electrónicas del país.
Esa inmensa planta de ALUAR transformaba materia prima importada (bauxita, por entonces proveniente de Jamaica) en aluminio. La instalación fue hecha íntegramente con tecnología diseñada por la Universidad Nacional de la Plata, ALUAR, en Puerto Madryn, nutrida por la electricidad de la represa cordillerana de Futaleufú, construida ad-hoc por el Gobierno Nacional, que llegaba por un electroducto de media tensión a través de 400 km. de estepa patagónica vacía. Para dar una idea, el 99% de la potencia generada por los 472 megavatios instalados en Futaleufú se gastaba en la fábrica, para reducir la bauxita a aluminio metálico. Con el 1% restante sobraba para el consumo de las ciudades de Madryn y Trelew.
ALUAR salvó a Madryn de la evaporación demográfica. Tenía 5000 habitantes, vivía (es un decir) de la pesca y del buceo recreativo en verano, y no tenía capital propio ni para explotar el ecoturismo en la vecina Península de Valdés. ALUAR trajo ingenieros, técnicos y plata y cambió todo. Hoy Madryn tiene unos 128.000 habitantes, un nivel de vida muy superior al de los puertos pesqueros patagónicos, y universidades y centros de investigación científica.
Para hacer esa planta que cambió todo, aquellos Madanes fundacionales no gastaron ni un mango en consultorías extranjeras. ¿Para qué lo iban a hacer, con los enormes recursos humanos argentinos? El diseño de la primera planta fue enteramente de la Universidad Nacional de La Plata.
Y la fábrica fue de movida lo suficientemente avanzada como para exportar aluminio en lingotes y competir con los dueños mundiales del mercado. Pero a los pocos años estaba rodeada de una nueva industria metalmecánica y argentina del aluminio, que fabricaba llantas de neumáticos y cerramientos para la construcción, es decir apuntalada en un mercado interno que se formó casi espontáneamente a pie de fábrica.
El único cliente argentino que falló fue justamente aquel para el cual fue hecha ALUAR: la Fuerza Aérea, que quería tener duraluminio nacional como fuente de material de construcción aeronáutica, porque entonces todavía quería diseñar construir sus propios aviones. Hasta que no quiso más. De hecho hoy no hay ningún Pucará o Pampa, aviones nacionales de los ’70 y ’80, cuya célula se haya hecho con duraluminio argentino.
La diferencia entre el triunfo de Apple, durante cuatro décadas la empresa más valuada en el mundo, y FATE ELECTRÓNICA, que cerró (o más bien, fue cerrada), radicó en última instancia la distinta conducta de los militares argentinos y sus colegas estadounidenses. Luego de que José López Rega forzara la renuncia del ministro Gelbard y del presidente de la CGE, Julio Broner, con su habitual procedimiento de amenazarlos de muerte, llegó «El Rodrigazo», el país se endilgó una deuda de U$ 10.000 millones, al FMI como gerente a perpetuidad, y todo pagó con hiperinflación, despidos y nueva deuda para pagar deuda vieja.
Entonces, para salvarnos, llegaron al poder nuestros hombres de armas por la habitual vía del golpe de estado, y pusieron como ministro de economía a un neoliberal rabioso que hizo desaparecer decenas de ramas de la industria argentina y sumió al país en una fiebre de «bicicletas» financieras y desocupación industrial masiva. El tejido productivo y social se desgarró: liquidó a parte de la clase obrera e hizo caer en la pobreza a enormes sectores de la clase media.
Por todo eso, cuando un sudaca entendido quiere una PC avanzada, con un sistema operativo rápido que no devore memoria RAM, que no se cuelgue y no se tome tiempos geológicos para seguir instrucciones, se compra una Apple yanqui. En lugar de una CIFRA argenta.
Dato de aquella época: más de 60 fabricantes nacionales de maquinaria rural hasta entonces muy exitosos, desaparecieron. La médula educativa e industrial de la Argentina sencillamente se evaporaba, y y era reemplazada por una burguesía frívola, tecnológicamente atrasada, culturalmente estúpida, importadora pura, amante del lujo y de la plata fácilonga, así como de fugarla del país o patinársela en Miami. Es difícil hacer ciencia «empresocéntrica», como la llamaría Oscar Varsavsky, porque casi no quedan empresas privadas argentinas que gasten un vintén en investigación y desarrollo.
Los otros militares, los de la Tierra de los Libres y Hogar de los Valientes, según su himno nacional, DARPA mediante, en cambio, crearon ese nuevo ecosistema terrestre llamado Internet y las empresas del Silicon Valley, las famosas GAFA, que viven en él y de él. Y de nosotros.
FATE ELECTRÓNICA, la empresa cuya alma tecnológica fue el químico y matemático Carlos Varsavsky, no sucumbió a la competencia leal de las tradicionales electrónicas estadounidenses y europeas, o las nacientes firmas japonesas. ¿Cómo la iban a echar, si CIFRA estaba produciendo sus propios chips? CIFRA les hacía la guerra desde el Río Grande hasta Tierra del Fuego. Las calculadoras argentinas empezaban a exportarse a la República Federal Alemana. Eran mejores y más baratas, punto, y por eso dominaron el 30% del mercado sudamericano y el 50% del argentino. En AgendAR, y ante lectores jóvenes que no nos creen en absoluto, hemos contado muchas veces esa historia aquí, y aquí.
Martínez de Hoz les entregó ese crepitante mercado local a las firmas extranjeras, que lograron entrar a puro dumping, mientras el gobierno del general Jorge R. Videla ordenaba la cacería y asesinato de investigadores y ejecutivos los informáticos de la firma, gente demasiado izquierdista para su paladar ideológico. Fue el desbande y la diáspora. Los Madanes nunca volvieron a intentar semejante aventura. Y ambos Varsavsky, Carlos el joven y Oscar el doce años mayor, se fueron y el exilio los destruyó de inmediato, pero no por falta de éxito, sino por exceso de raíces. Carlos murió no mucho tiempo tras su partida, trabajando como astrofísico académico en los EEUU. Oscar, a riesgo de que lo mataran, volvió aquí en 1978, ya muy enfermo, para morirse en su casa, su patria.
Hubo un tiempo en que nuestro país, educación pública mediante, producía mucha gente como estos hermanos Varsavsky, o como Manolo Sadosky, el matemático que fue inspirador de ambos, y que vinculó a Carlos con Manuel Madanes.
Todo ese fulgor argento se notaba en la vida cotidiana, con sólo entrar en una oficina cualquiera y ver las bellísimas Fate Cifra 300 en cada escritorio, un ejemplo de buen diseño industrial. O al entrar a un taller metalmecánico y ver las máquinas de fresado y estampado de control numérico 100% nacionales, como Grecar, verdaderos proto-robots. O al escuchar los excelentes equipos de sonido Audinac en los hogares de la clase media, o los Holimar de los cines y de la gente más platuda.
Tras lo cual uno se iba hasta el primer kiosko callejero de EUDEBA, la exitosa editorial de la Universidad de Buenos Aires, dirigida por Boris Spivakow, y se compraba «Ciencia, política y cientificismo», de Oscar Varsavsky. Estaba disponible en los 103 kioskos exclusivos de Eudeba, y en más de 40 stands en todas las universidades nacionales.
Y al leer a Oscar, el mayor, en 160 escuetas páginas entendía de golpe por qué teníamos tantos premios científicos internacionales en Ciencia Básica, pero no una industria tecnológica del calibre de la Italia, Francia o Japón. Pero, como decía Oscar, con un esfuercito dialéctico más, para convencer a los cientificistas que se ligaran a la producción industrial, quién te dice…
Vivir en aquella argentina era como ganar el Mundial todos los días. Ser un país atrasado pero al mismo tiempo avanzadísimo en sectores que importan, y además lleno de proyectos tecnológicos y en vías de mejora parecía lo natural… hasta que dejó de parecerlo.
No por nada, los únicos grandes genios capaces de transformar la industria (y el país) que lograron cosas durante El Proceso recibieron la protección de la Armada, en la CNEA… hasta que dejaron de recibirla. Pero sus obras en el ámbito nuclear lo atestiguan: INVAP, y la CONAE, dos brotes de la CNEA. E incluso ARSAT, que no se habría fundado jamás sin la capacidad satelital de INVAP, adquirida de la CONAE.
Los egresados de la UBA y la UNL, hoy a través de la firma BIOCERES, también nos hacen boxear muy por encima de nuestra categoría: somos un peso mosca con la piña de un welter en el ring nuclear, espacial y de biociencias. Con los HB4 de la doctora Raquel Chan, tenemos los únicos cultivos industriales del mundo diseñados genéticamente para resistir el cambio climático, cosa que no le causa gran alegría a Bayer, Syngenta y la ringla de ministros de Agricultura que trataron de impedir su licenciamiento durante más de una década.
Tenemos siete reactores nucleares multipropósito exportados, entre ellos el mejor del mundo, y nos siguen pidiendo plantas de radiofarmacia hasta desde China y la India. Único país hispanoamericano con una medicina nuclear al alcance de casi todo argentino (o extranjero, porque la Salud Pública no murió). El único SMR (reactor modular chico) en construcción, fuera de otro en China… pero el CAREM es mejor. Ocho satélites de la CONAE y de ARSAT, todos de notable capacidad lanzados con éxito, cuatro de ellos todavía en operaciones, otro iniciando construcción, otros más en diseño en vaquita con Turquía. Los únicos cultivos industriales del mundo diseñados genéticamente para resistir el cambio climático.
La Argentina posible de Oscar Varsavsky sigue viva. Malherida, pero viva. Muy viva.
Bien, perdón por la diatriba. Me pareció útil que el lector conociera las diferencias entre Oscar Varsavsky, aquel epistemólogo de la ciencia industrialista y antiimperialista, y su hermano menor Carlos, que llevó a la práctica al menos una de las ideas de Oscar, y con un éxito arrasador.
Nuestro país sigue produciendo Maradonas y Messis en biotecnología, ingeniería satelital, ingeniería nuclear, informática y ciencia de materiales. Y aunque a sus emergentes en esos rubros ya no se los mata ni se los persigue, se sigue ningunéandolos. A veces de modos francamente ridículos, con jetones con manija que se desviven por sacarse la foto con ellos, pero que dejan sus proyectos sin un mango para comprar importado, muchas veces lo mismo pero más caro, otras veces más caro pero peor.
Un sombrerazo a Rodolfo Pétriz, que cuenta esta misma historia a su manera y desde el cine, lamento que únicamente en el Gaumont porteño. Dicho esto, los Varsavsky… qué familia.
Esta no es una nota tanguera. La Argentina de Carlos y Oscar sigue viva, paisanos.
Daniel E. Arias