Homenaje a Alberto Maroto: fundador de la química de reactores y centrales nucleares en la Argentina.

Comentario de AgendAR:

Maroto y yo ya éramos un poco amigotes. Yo lo visitaba algunas veces en su casa de Belgrano: había salido muy averiado de huesos de la inmovilidad pandémica. Éste es uno de los 6 expertos que en 1985 me transformaron de antinuclear moderado a atómico convencido. Hijo de uno de los grandes galeristas de Baires y gran conocedor del ambiente, organizó el mejor museo de pintura argentina contemporánea, además, con 300 cuadros de grandes maestros donados voluntariamente a la CNEA (Comisión Nacional de Energía Atómica), su «alma mater».

Están exhibidos en las paredes del edificio del acelerador de partículas TANDAR, en el Centro Atómico Constituyentes, sobre la General Paz, sin que el país se dé por enterado. Acceso a trasmano pero gratuito y obras muy significativas: olvidate del MALBA, éste es mejor.

Antes, como químico de reactores, Maroto le hizo otro regalo equivalente a su alma mater, pero más medible. En los ’80 atajó un episodio de contaminación con resinas del circuito primario de enfriamiento de la central. Paradójicamente, eran las mismas resinas usadas para depurar el primario de productos de corrosión de metales. Un error de diseño de ese subsistema del proveedor canadiense, AECL, que habría dejado fuera de servicio durante años la que sigue siendo la mayor y mejor máquina individual de producción eléctrica del país desde 1984.

Cuando en 1985 Maroto me habló por primera vez de su profesión y de su docencia formando nuevos químicos de reactores, en medio del reportaje usó sin pudor ni falsedad alguna la expresión de «pasar a la generación siguiente el fuego sagrado» y trató discretamente de disimular su emoción.

Éramos dos perfectos desconocidos entonces, pero tuve por primera vez la sensación de que el Programa Nuclear era una Argentina desconocida, con funcionarios que eran más militantes «pro patria» que funcionarios. Una institución rarísima, con muchos defectos nuestros pero también con todas nuestras virtudes, sólo que muy, muy potenciadas.

Yo era también un docente (de literatura) y recién empezaba en periodismo científico, como becario del hoy llamado Instituto Leloir. Desde ambas profesiones, podía entender perfectamente la tranquila vehemencia de aquel hombre por transmitir el fuego sagrado.

Era inusitada esa emocionalidad por el país y por el bien público en un científico frente a un extraño, y para peor, periodista. Son cosas que por suerte me sucedieron varias veces en 37 años de carrera, pero ésa fue la primera y la más explícita.

En las décadas que siguieron, Maroto y yo nos peleamos bastante por diferencias sobre política nuclear: era cortés y cortante, y muy vehemente. Debe haber sido un tremendo profesor, porque amaba la tarea, que en su caso iba de la química de reactores a la docencia, y de la docencia al arte. Maroto le dio de todo eso a manos llenas eso a nuestro país.

Creo que su inmenso museo de pintura contemporánea en un edificio de investigación nuclear resume bien a la CNEA fundacional: lo mejor de lo mejor, en un país que no se da por enterado.

Daniel E. Arias