Hablemos de tecnología, lectores. Pero antes, hagan un experimento sencillo.
Consulten con conocidos o desconocidos. Elíjanlos al azar, si pueden, y verán que sin distinción de a quién votaron, una mayoría de argentinos no quiere que se privaticen para siempre las tres centrales nucleares criollas.
Hoy pertenecen a la empresa nacional que las opera, repara, actualiza, re-diseña y que construyó al menos una, Nucleoeléctrica Argentina, NA-SA.
En general, comprobará que sus interlocutores ni siquiera conocen el nombre de la firma. Algunos creerán que Ud. les está hablando de la Agencia Espacial de los EEUU. Pero si uno explica que NA-SA es estatal, dueña de tres centrales atómicas y que pinta venta, los asusta la seguridad nuclear: no quieren un operador privado que ahorre en la materia.
Los ya canosos, los que leían diarios impresos en papel, recuerdan que las máquinas son tres y que estuvieron medio siglo en manos del Estado, primero como propiedad de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA), luego de NA-SA. Y por mucho que rebusquen en su memoria, no recuerdan accidente o incidente de seguridad alguno que CNEA o NASA hayan generado.
No lo recuerdan porque no lo hubo. En medio siglo.
¿Cambiar eso? ¿A santo de qué?
QUIÉNES SOMOS Y DE QUÉ HABLAMOS
Uno de los dos firmantes (el Dr. Gabriel Barceló) fue hasta hace días miembro del directorio saliente de NA-SA. Yo, Daniel Arias, soy periodista científico. Y ambos estamos derrapando: le propusimos evitar obviedades, como la seguridad. Y preferimos hablar de tecnología. Porque nadie lo está haciendo.
No hablamos de software informático. Nos referimos a la palabra “tecnología” en su sentido original y amplio: el conocimiento para fabricar cosas y/o dar servicios. Lo que en inglés se suele llamar “know how”.
La tecnología es un bien tan cultural como la música. Necesita de diseñadores, físicos, químicos e ingenieros, así como la partitura de una pieza musical requiere de compositores.
La tecnología también necesita de otros ingenieros distintos, de técnicos, empresarios industriales, montajistas y obreros muy calificados que ejecuten la idea. No de otro modo, los directores de orquesta, los instrumentistas y los ingenieros de sonido vuelven sonido real algo tan virtual como una partitura.
Y finalmente música y tecnología necesitan ambas de un público, los usuarios o consumidores. Sin la cadena completa, aunque sólo falte un único eslabón, no hay tecnología ni música.
¿Pero se puede vivir sin música? ¿Y sin tecnología? Eso nunca sucedió. Desde hace 50.000 años, cuando éramos cazadores-recolectores y moríamos generalmente antes de los 30, siempre tuvimos instrumentos musicales de cuerda, viento y percusión.
Y generalmente eran derivados de nuestras herramientas de caza y recolección. Y estaban asociados a asuntos imprescindibles: educación de los jóvenes, medicina de los viejos, creencias y valores de todos.
El Homo sapiens siempre vivió inmerso en su música y en su tecnología. El arte y el “know how” nacieron juntos, y junto con el lenguaje articulado, definen nuestra especie. Y ésta logró alargar su expectativa y calidad de vida con la mejora de la tecnología.
Y algunas mejoras fueron revolucionarias.
¿CUÁL LIBRE MERCADO?
La historia de la tecnología es la de la gente. Su mayor o menor manejo distingue pueblos relativamente libres de pueblos exterminados, ocupados, arrancados de sus tierras o simplemente colonizados. Los perdedores frecuentemente se quedan sin su tierra, sin su trabajo, sin su casa, sin su cultura, sin su identidad, sin su tecnología, sin su historia. Y a veces, sin su idioma.
En su discurso en Davos, el presidente Javier Milei argumentó que el responsable del fenomenal aumento del PBI per cápita del mundo a partir de 1800 fue la economía liberal. Sí, ponele.
En parte Milei tiene razón. Sólo se olvida de ese detalle nimio, la Primera Revolución Industrial. La máquina de vapor diferenció a la burguesía comercial de la comercial y la financiera, le imprimió un desarrollo y una complejización fenomenales a las otras tecnologías para la producción y el transporte.
Fueron el vapor y la mecánica las disparadoras del más tremendo crecimiento de la productividad y la riqueza de 50 milenios de historia humana. El comercio masivo de ultramar autogenerado por estos desarrollos ayudó virtuosamente, pero el motor central fue la irrupción de nuevas tecnologías.
Tras milenios de dominio social de la nobleza y el clero, la industria, fogoneada por investigadores, inventores, desarrolladores y maestros técnicos, ocupó de pronto el centro del poder mundial. Y lo primero que hizo cada país que se industrializó fue defender sus fronteras no sólo con ejércitos y armadas modernos, sino con aduanas.
Todo esto lo lograron unos pocos estados, otros no, se volvieron clientes de fierros ajenos y de ideas berreta. Donde el conocimiento se articuló con la destreza de trabajadores educados y con las necesidades de la sociedad, allí aumentaron explosivamente la calidad de los recursos humanos, la productividad por habitante, e inevitablemente, la riqueza por habitante, la expectativa de vida e incluso la cantidad de habitantes.
No fue así para todas las personas ni para todas las naciones. Jamás para las naciones sin fronteras o sin aduanas. Pero a eso vamos después.
Bien, ¿y cómo se produce la tecnología?
La generación de tecnología consiste en articular conocimientos para de todo tipo para generar productos y procesos.
Quizás los dos ejemplos más exitosos de este fenómeno cultural en la Argentina son nuestros desarrollos biotecnológicos y nucleares.
No es moco de pavo, lectores. Único país del planeta con cultivos transgénicos propios resistentes por diseño al cambio climático. Séptimo en el mundo en desarrollar una vacuna eficaz contra el Covid. Único en la región con centrales nucleares propias. Único en el hemisferio sur en exportar reactores nucleares multipropósito, y plantas de radioisótopos.
Único capaz de ignorar u olvidarse de semejantes golazos.
A FALTA DE ADUANAS, DOS GUERRAS
Estos éxitos surgieron por la misma causa que nuestra industria sustitutiva de importaciones. Tras setenta años de educación pública, éste era un país raro. Demasiado culto, para el gusto de muchos.
Como todos los países de la región, entre el inicio de la Primera Guerra Mundial y el fin de la Segunda la Argentina se quedó de pronto sin importaciones industriales críticas. Y agarrate, Catalina. ¿Cómo exportar trigo, sin tractores, fertilizantes, o repuestos para locomotoras, o neumáticos para camiones, o motores navales? Pero Argentina tuvo los recursos humanos calificados para desarrollar todo esto. Y en el caso nuclear y biotecnológico, se volvió exportador.
Si hasta los ’40 nos autoelogiábamos como “granero del mundo”, entre los ’50 y los ’70 fuimos algo bastante mejor: la ferretería industrial del Cono Sur. Lo que hizo próspera y relativamente justa a la Argentina, presidente Milei, no fue el libre comercio internacional, sino justamente su fracaso entre 1914 y 1945. Aquí ya no llegaban fierros. Pero teníamos educación. Y a falta de pan, buenas son las tortas.
En la Primera Guerra fría, ya rodeados en la vida cotidiana de manufacturas complejas que proclamaban con tranquila naturalidad “Industria Argentina”, y ante la posibilidad de una Tercera Guerra caliente, aquí no teníamos autoabastecimiento en petróleo o gas. Por ello, reinó una determinación nacional irrebatible: no podíamos no tener tecnología nuclear.
Hasta los ’80, en la dirigencia argentina nadie se opuso a ello. El átomo de uranio era el futuro del mundo, eso era cantado. Y para dominarlo, había que arremangarse e investigar y desarrollar casi todo en forma local.
Aún en períodos de relativa paz mundial, la nuclear es y será siempre una tecnología imposible de comprar por transferencia. Es demasiado dual y demasiado estratégica. No es un commodity, no es un conjunto de manufacturas complejas pero geopolíticamente banales, y tampoco un corpus de conocimiento libremente transable entre naciones, incluso aliadas.
Lo atómico es MUY nacional, o no existe. Necesita un entramado nacional de saberes e intereses de científicos, ingenieros, de industriales privados, de empleados y obreros detrás de una ambición trascendente: ser autónomos en el renglón nuclear. Y lo bien que lo logramos, aunque seamos campones en olvidarlo a cada rato.
Por eso aquí se llegó a dominar el ciclo completo del combustible nuclear (uranio natural). Por eso se pudo desarrollar el enriquecimiento de uranio. Por eso aquí primero la CNEA pudo terminar la central de Embalse, y luego NA-SA hizo lo mismo con Atucha II, cada organización como responsable total de ambos proyectos, con participación creciente de industrias argentinas como proveedoras. Y en el caso de Atucha II, sin apoyo alguno del diseñador original.
NA-SA, heredera de CNEA, se salió de su rol de «operador bobo» en que la puso Carlos Menem, cuando aquel presidente fracasó en vender la centrales. En tiempos mejores (mucho mejores), NA-SA se hizo arquitecto-ingeniero nuclear para terminar Atucha II. Para ello tuvo que actuar sin SIEMENS, que en 1990 había abandonado la ingeniería nuclear. Hoy sabemos más del negocio atómico que ellos.
La obra de Atucha II se detuvo muchas veces por falta de presupuesto. Empezó obra en 1981 pero al año del inicio ya empezó a quedarse sin plata. Y así siguió en “stop and go”, arranque y frenazo, hasta su abandono definitivo en 1994.
Definitivo “ma non troppo”. En 2006 la central era un rompecabezas indescifrable y desesperante de millones de componentes almacenados por la CNEA en atmósfera de nitrógeno, para evitar su corrosión. Pero aquel año sucedieron dos cosas: el PBI crecía en flecha y su techo eran los apagones, cada vez peores. Pero además en 2006 se inauguró el reactor OPAL australiano, construido por INVAP. Sólo le falta la chapita «Industria Atómica Argentina». El mejor del mundo en su tipo, hasta hoy.
Fuera por pura necesidad o por aquel baldazo de prestigio, NA-SA recibió luz verde presidencial para terminar Atucha II. Y lo hizo en medio de una rechifla general de medios: «Es una obra imposible», «va a ser un peligro», y sandeces al uso. Tuvo que calificar 400 nuevos ingenieros a grado de «nucleares», especialmente en las empresas privadas proveedoras. Debió entrenar a 1400 operarios, en firmas de montaje privadas, como soldadores «de alta», que casi habían desaparecido en el país. En fin, Atucha II está operativa desde 2014, y la estamos curando de problemas de diseño (alemán).
Podemos, porque NA-SA es heredera de la tradición sabatiana de la CNEA de «aprendé haciendo y hacé aprendiendo», y la historia era repetida. Mucho antes, entre 1988 y 1989, «La Comisión» tuvo que reparar sin la SIEMENS la Atucha anterior, la unidad I. Y a fuerza de retoques y rediseños posteriores, pudo curarla definitivamente de sus defectos de diseño, elevar su potencia de 320 a 357 megavatios eléctricos, alargar un 80% la vida de sus combustibles, y llevarla de un 71 a un 93% de disponibilidad. Hoy es casi perfecta. Y eso con medio siglo en operaciones encima.
No fueron muchos los problemas, y ninguno de seguridad sino de disponibilidad. Y resultan típicos de un aparato FOAK, «First of a Kind, primer ejemplar de una serie a desarrollar.
Por reparar Atucha I en 1988, SIEMENS cotizó U$ 200 millones de entonces, y anunció que la central estaría 4 o 5 años despiezada, Más aún, cuando se rearmara, no daba garantías de poder arrancarla de nuevo. El país vivía en apagones por vejez y olvido del parque térmico. Desde que la CNEA tomó la decisión de reparar Atucha I sin los alemanes, zanjó la cosa por U$ 17 millones y en 8 meses.
Honrando esa misma tradición de la CNEA y más de dos décadas después, NA-SA viene de reparar Atucha II en agosto de 2023. Estaba también aquejada de defectos FOAK, porque lejos de ser una copia agrandada de Atucha I, la unidad II es también un prototipo. Tanto así que ni siquiera usan el mismo combustible.
Proveedores extranjeros consultados por la rotura de Atucha II, todas empresas de primer orden, pidieron un año para pensarlo, dieron presupuestos de unos U$ 400 millones, y exigieron varios años con la central desmontada. NA-SA se hartó y la reparó por U$ 22 millones y en 9 meses, punto.
Citamos estos dos entre tantos otros logros. Porque en su conjunto, nuestro dominio de la tecnología es NACIONAL, está repartido entre organismos estatales, empresas nacionales, firmas mixtas y privadas. Y eso permitió que INVAP, una Sociedad del Estado fundada por la CNEA en 1974, exportara reactores nucleares a Perú, Argelia, Egipto, Australia, Holanda y Arabia Saudita.
Hoy además coloca a la empresa mixta CONUAR, de CNEA y el grupo PECOM, sea proveedora de componentes para retubar y repotenciar las centrales tipo CANDU de China, la India y Canadá. Y eventualmente, si las ventas salen bien, de 47 máquinas más de este tipo en 7 países. También del agua pesada que usan como moderador de neutrones: tenemos la mayor planta de producción del mundo en Arroyito, Neuquén, y acababa de despachar varias exportaciones cuando el presidente Mauricio Macri la cerró.
Obviamente, hay que reabrirla.
Todo lo cual hace que Argentina haya puesto por fin a un compatriota, Rafael Grossi, como actual Director General del Organismo Internacional de Energía Atómica de las Naciones Unidas. Y Grossi es hábil. Ya va por su segundo directorado.
EL BLANCO PRINCIPAL
NA-SA, la empresa que Milei quiere privatizar, tiene un área llamada “Proyectos Nucleares”. Es la que articula la tecnología para operar, reparar y, también, para construir nuevas centrales.
“Proyectos” es toda la diferencia entre un chofer que opera un camión y la empresa que lo diseñó y construyó. “Proyectos” es el alma de NA-SA. Y por ello, el primer objetivo a aniquilar.
Si al presidente Milei le sale bien el tiro, seremos un competidor menos en el mercado nuclear mundial. Ya el gobierno de Macri hizo lo propio en 2018 y despidió a 200 diseñadores de NA-SA. Eran los que terminaron Atucha II y retubaron Embalse para 30 años más de servicio. Pero no logró transformar la empresa en un operador bobo. Muchos se fueron del país, pero otros volvieron a NA-SA como a su casa, en 2020.
Por su parte, la Comisión Nacional de Energía Atómica no se desentendió jamás de la actividad de NA-SA, o viceversa. Van una con la otra, son caras de la misma moneda.
NA-SA no sólo está ayudando a CNEA a terminar el CAREM, su central de potencia compacta, modular y de enfriamiento convectivo. «La Comisión», en contrapartida, estuvo y está presente en todos los proyectos de reparación y construcción nueva de NA-SA.
La CNEA ha sido, es y será fuente de tecnología nuclear original argentina gracias a sus investigadores, expertos, laboratorios, instalaciones y tradición. Cuando en NA-SA falta un conocimiento o un componente nuevo, le encarga el desarrollo a la CNEA. Es nuestra caja de herramientas.
Y lo que entre NA-SA y CNEA hacemos no es comprable en ningún otro lugar del mundo. Salvo a precios demenciales, y/o firmando condiciones diplomáticas que liquidarían nuestra autonomía tecnológica. Y con ella, nuestro perfil de exportadores nucleares mundiales.
Esta relación entre la CNEA y NA-SA es la esencia del desarrollo nuclear argentino. Después del área de Proyectos Nucleares, esa relación sería la segunda víctima de una privatización total o parcial de NA-SA, un blanco de oportunidad.
Eso de que si pinta enajenación de NA-SA el estado se queda «con la acción de oro» es un salvavidas de plomo, un verso de hojalata. ¿De qué oro hablan? Si una parte de tu casa la ocupa un tigre, sin importar si es el 5% o el 95%, ¿sigue siendo tu casa?
La catástrofe climática puso de nuevo, y era hora, a la energía nuclear como salvavidas. El mercado mundial de centrales de potencia, que en Asia nunca dejó de crecer pero sí en Occidente. Y ahora enraizará con fuerza en mercados casi vírgenes de Medio Oriente, África y Sudamérica. Se volverá enorme. ante la oportunidad, NA-SA tiene su tecnología, y para lo que falte, está esa caja de innovación y desarrollo, la CNEA.
¿Privatizar NA-SA? ¿En semejante momento? Qué estupidez.
Por empezar, paga todos sus gastos y no causa pérdidas, certificado por la Auditoría General de la Nación. Daría tremendas ganancias si no estuviera obligada por el estado a venderle al estado el megavatio hora más barato (y seguro) de la red argentina, a U$ 54, bien por debajo del eólico, de U$ 72 a 120 (e intermitente). Dan electricidad tan de base, tan firme y disponible, que con el 4,1% de la potencia instalada nacional no es raro que, según llueva o no en los ríos hidroeléctricos, generen el 10% y hasta el 15% de la producción eléctrica anual.
Las centrales nucleares en un sentido SON como los diques hidroeléctricos: requieren una alta inversión inicial y se amortizan en 60, 80 o incluso 100 años. Los costos de combustible, operación y mantenimiento pesan mucho menos que esa inversión inicial a la hora de calcular el costo del KWh generado. Y aquí la plata la puso toda el estado. Si pinta dueño privado, vendrá a cobrar durante décadas sin haber invertido, y las tarifas serán otras.
Si se privatiza NA-SA, a olvidarse de que siga exportando fierros o servicios. O olvidarse también de ampliar nuestro propio parque nuclear, ridículamente pequeño, salvo con compras llave en mano. Eso iría muy a contramano de nuestros 74 años de experiencia tecnológica autónoma.
Es ilusorio pensar que un privado vaya a hacer una inversión inicial monumental para recuperarla luego de muchas décadas. Es ilusorio pensar que, sin el Estado Argentino, la energía nuclear en Argentina sea siquiera posible. Y eso sin meterse a indagar el asunto de la seguridad.
Porque, como propusimos, aunque a veces se nos suelte la cadena… hablemos sólo de tecnología.
Si un privado se apodera de nuestras centrales nucleares, y actúa de acuerdo con los principios de mercado y con los antecedentes de las privatizaciones eléctricas de los ’90, no va a poner un peso en nada.
Y menos que menos en asegurar que la Argentina, con apenas tres plantas en línea (¡¡las planificadas en 1981!!), siga increíblemente en la vanguardia del mercado nuclear mundial, en paridad con países que tienen 93 centrales como EEUU, o 56 como Francia, o 18 como Canadá.
«En paridad» significa que desde fines del siglo pasado a las empresas nucleares de los países nombrados INVAP les ganó por paliza en todas las licitaciones internacionales de reactores multipropósito. Estas plantas no son en absoluto centrales de potencia, pero resultan complejísimas. Es más, compatriotas, a fuerza de victorias en este nicho exclusivo, a EEUU y Canadá los sacamos por knock-out del ring. Desde 2000, ya no vuelven.
¿Y nuestra industria nuclear privada, cómo se las va a arreglar? Lo que va a hacer un privado con NA-SA es contratar los servicios y repuestos donde los consiga más baratos, sin tratar de generar proveedores calificados locales. Las que existen gracias a CNEA y NASA son unas 120 empresas argentinas privadas, fogueadas en la terminación de Atucha II, en su reparación, y en la extensión de vida de Embalse. Algunas son PyMES, otras son monumentales. Pero todas van a quedar agarradas del pincel.
Es dudoso que los nuevos proveedores sean locales y coticen siquiera en licitación: la ley sólo obliga a ello a una NA-SA estatal. Un privado, en cambio, compra lo que se le da la gana. Con el agravante de que en asuntos atómicos, y por ende estratégicos, rara vez hay libre mercado. Hay proveedores monopólicos y clientes pasivos, dominadores y dominados. Punto.
Quede claro que quien le eche el guante a NA-SA no construirá nuevas centrales aquí o en ningún otro lugar, al menos no con su plata. Pero menos que menos con nuestra tecnología.
Nuestros compositores e intérpretes nucleares se irán con la música a otras partes. Es posta, lectores: serán recibidos con alegría y unos sueldazos de estrépito.
Es que ahora, cuando el clima global arde y el antinuclearismo se empieza a congelar, faltan buenos recursos humanos atómicos en todo el planeta. Pero en Occidente, que está atrasado por 40 años de masturbación antinuclear, ni te cuento.
Si el comprador de NA-SA es, además, una multinacional a la que le hemos vencido en tantas licitaciones, lo más posible es que se vengue y la compre para irla acogotando despacito. Como garantía de que la tecnología nuclear argentina no vuelva a robarle mercado.
Si NA-SA es blanco principal, el de oportunidad será la CNEA. Sin NA-SA estatal, el potente elenco de investigación y desarrollo de la CNEA quedará aislado, en un vacío puramente académico, sin proyección industrial. La CNEA sin NA-SA escribirá partituras sin intérprete o público, hasta evaporarse en el olvido.
En este negocio hay intereses que van mucho más allá de lo meramente comercial. No es un negocio de prender lamparitas. Es mucho más que eso, es de vender tecnología original. Y desarrollar una cadena muy calificada de proveedores privados nacionales. La nuclear no es sólo industria estratégica: es industria industrializante.
La estrechez de la relación entre CNEA y NA-SA le cae fatal al país por el cual el nuevo presidente argentino se desvive. Un divorcio entre NASA y la CNEA sería aplaudido en varias embajadas y capitales del mundo.
Lo dicho: desde los ’70 fueron barridas ramas enteras de la industria argentina, o quedaron tecleando: la electrónica, la de defensa, la aeronáutica, la naval, la de máquinas herramienta, la eólica, la química, la textil… Pero contra viento, marea y gobiernos indiferentes u hostiles, afuera del país pero sobre todo adentro, nos hicimos muy fuertes en dos áreas, la biotecnológica y la nuclear. Y recién estamos calentando motores.
No privaticemos el futuro nuclear argentino, porque no habrá futuro argentino.
Dr. Gabriel N. Barceló
Prof. Daniel E. Arias