Desde la creación de la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA) en 1950, el país construyó una infraestructura científica y tecnológica única: tres centrales en operación –Atucha I, Atucha II y Embalse-, centros de investigación de referencia y empresas como INVAP, reconocida mundialmente por sus exportaciones de reactores y sistemas de control. Sin embargo, esa fortaleza técnica contrasta con un marco jurídico disperso y una política que avanza con lentitud frente a los desafíos del siglo XXI.
Así lo plantea el informe “La energía nuclear en Argentina y su encrucijada político-legal”, elaborado por Thomas Viscovich y Gonzalo D. Aranda, que analiza con precisión la situación regulatoria del país.
Los autores advierten que mientras la Nación conserva la titularidad sobre las actividades nucleares, las provincias tienen dominio originario sobre los recursos naturales (artículo 124 de la Constitución).
Esa superposición ha generado un entramado normativo que, lejos de impulsar el desarrollo, muchas veces lo paraliza.
El mapa provincial: entre la promoción y la prohibición
Las provincias mantienen posiciones divergentes frente al desarrollo nuclear. En Río Negro, la Legislatura prohibió en 2017 nuevas centrales de potencia tras la polémica por una planta con tecnología china. Chubut también aplica restricciones a las actividades consideradas de “riesgo ambiental”.
En contraste, Mendoza, Neuquén y La Rioja han mostrado una postura más abierta, vinculando la energía nuclear con la exploración de uranio y la generación de empleo calificado.
En Buenos Aires, donde operan las centrales Atucha, la normativa permite la continuidad del complejo atómico, pero exige actualizaciones ambientales y audiencias públicas. Este mosaico de leyes de fomento, moratorias y restricciones configura un federalismo nuclear fragmentado, donde la política nacional se ve condicionada por intereses locales.
Según Viscovich y Aranda, la falta de un marco armonizado impide avanzar en proyectos estratégicos como los reactores modulares pequeños (SMR), que requieren licencias simplificadas y coordinación entre jurisdicciones.
Uranio, el eslabón perdido
Uno de los puntos más sensibles es el acceso al uranio, mineral indispensable para el ciclo del combustible nuclear. Argentina posee recursos relevantes en Río Negro, Chubut, Mendoza, La Rioja, Córdoba y Salta, pero no tiene minas activas.
La reapertura de yacimientos como Sierra Pintada o Los Adobes se encuentra bloqueada por restricciones ambientales o falta de consenso social.
La Ley 25.018, que regula la minería del uranio y torio, sigue vigente, pero su aplicación depende de permisos provinciales que rara vez se conceden. Esto compromete la autonomía del país: sin uranio nacional, la industria depende de importaciones y pierde ventaja estratégica.
“El cuello de botella del programa nuclear argentino no es tecnológico, sino político y legal”, concluyen los autores.
Licencia social y conflictos provinciales
El informe recuerda dos hitos que marcaron la relación entre energía nuclear y sociedad. En Esquel (Chubut), en 2003, el 81% de los votantes rechazó en plebiscito un proyecto minero de oro y uranio, lo que impulsó leyes restrictivas en otras provincias.
En Río Negro, en 2017, las protestas contra la instalación de una central nuclear llevaron a prohibir nuevas plantas, pese a que el proyecto contaba con financiamiento y tecnología garantizados.
Ambos casos muestran cómo la “licencia social” se transformó en una variable decisiva: aun con respaldo técnico, las obras nucleares requieren consenso político y comunitario. Sin diálogo temprano con las comunidades, los proyectos pueden naufragar y convertir el debate energético en un conflicto ambiental o identitario.
Una encrucijada normativa
La Ley 24.804 regula la seguridad radiológica y otorga a la Autoridad Regulatoria Nuclear (ARN) la potestad de fiscalizar las actividades con materiales radiactivos. La Ley 25.943 reafirma el uso pacífico de la energía nuclear y la responsabilidad estatal sobre su desarrollo. Sin embargo, ambas dependen de la cooperación provincial.
El artículo 41 de la Constitución garantiza el derecho a un ambiente sano y el 124 otorga a las provincias la propiedad de los recursos naturales. Esa dualidad permite a los gobiernos locales vetar proyectos federales invocando competencias ambientales.
Constituciones provinciales como las de Chubut o Río Negro incluyen cláusulas restrictivas que limitan la radicación de residuos o la instalación de centrales de potencia.
El resultado es un marco donde las leyes nacionales promueven el desarrollo, pero las normas locales pueden bloquearlo. Viscovich y Aranda definen este fenómeno como una “federalización asimétrica de la energía nuclear”, en la que la Nación conserva la responsabilidad estratégica pero pierde capacidad ejecutiva.
Los desafíos hacia adelante
El estudio plantea que el futuro del sector dependerá de la capacidad política para armonizar las competencias y diseñar un marco normativo integral. Argentina necesita una ley federal de energía nuclear que establezca criterios comunes para evaluación ambiental, localización de proyectos y distribución de beneficios.
También urge consolidar una política nuclear de Estado que trascienda los cambios de gobierno y garantice inversiones en investigación, mantenimiento y construcción de nuevas unidades. El país cuenta con una base tecnológica de excelencia, pero carece de previsibilidad institucional para sostenerla.
Finalmente, la licencia social será un componente clave: sin diálogo y participación territorial, los proyectos seguirán enfrentando resistencia. Argentina posee la capacidad científica y los recursos necesarios, pero su laberinto político-legal amenaza con dilatar el potencial de una industria estratégica para la transición energética.
“La energía nuclear no enfrenta un problema técnico, sino político y normativo”, concluyen Viscovich y Aranda. El desafío no es construir reactores, sino ordenar las reglas que permitan que la ciencia y la tecnología argentinas se traduzcan en desarrollo real.


