A partir del primer brote de hantavirus registrado en 1996, una científica argentina realizó un descubrimiento, como refiere Fabiola Czubaj en la nota que reproducimos ayer: La doctora Paula Padula, del Instituto Malbrán, hoy ANLIS, en 1998 demostró que nuestra cepa andino patagónica llamada Andes Sur, parece ser la única cepa americana de los hanta (con centenares de especies en este continente y en Eurasia) capaz de contagiarse entre humanos. Formalmente, lo sabemos desde 20 años. Está publicado.
El vector de transmisión preferencial en este caso es el mismo de cualquier gripe A: la saliva, a través del estornudo. Con una eyección que, medida en boca, supera los 160 km/hora, puede transportar aerosoles salivales, o «gotitas de Flügge», hasta 5 metros de distancia de la cabeza del infectado. Las gotas, invisibles, se depositan luego sobre objetos hechos para manipular: fallebas de puertas, perillas, estetoscopios, etc. Bienvenidos al hanta intrahospitalario.
Por alguna inepcia nacional, este trabajo tiene 2 décadas juntando polvo en las hemerotecas sanitarias, o ignorado en los servidores de bases de datos. Sigue pareciéndole novedoso al periodismo. Más serio aún, también a las autoridades sanitarias. Basta contar la cantidad de personas que en este brote 2018/9 se contagiaron visitando a sus familiares internados, incluso en intensiva.
Hace 22 años nos notificamos también que hay al menos un reservorio animal del hantavirus andinopatagónico. Es el ratón colilargo (Oligoryzomis longicaudatus), imposible de erradicar. Pero lo hicimos mientras el área de interacción entre humanos y colilargos literalmente «explotaba».
Eso ocurrió cuando los ejidos municipales, luego del Pacto de Olivos y la reforma constitucional de 1994, multiplicaron su superficie a expensas de tierras fiscales provinciales y nacionales. Los municipios habilitaron construcción en interfaces ciudad-bosque, despobladas hasta aquel cambio de reglas de poder entre comunas, provincias y Nación.
Todos los brotes a partir del de 1996 se iniciaron por la aspiración de aerosoles de deyecciones y saliva del Oligoryzomis en lugares cerrados (galpones, garages, casas) de las nuevas interfases bosque-ciudad. Son un escenario más fácil de infección primaria que las picadas y senderos de «trekkers». Y no sólo porque los montañeros están de paso, sino porque este virus expuesto a la luz ultravioleta del sol se desintegra en horas.
Otras son las reglas para la nueva población permanente que colinda con el bosque. Dada que la expansión urbana es irreversible, al menos habría que ponerle coto, pero ninguna autoridad sugirió siquiera la idea: se descuenta una furiosa resistencia de municipios, inmobiliarios y particulares.
Aceptada esta barrera fáctica, hay otras medidas de sentido común más fáciles de adoptar. En 22 años de coexistencia consciente -al menos desde el lado humano- entre Homo sapiens de la cepa «argentinus» y Oligoryzomis multicaudatus, todavía falta un ministro de salud nacional, neuquino, rionegrino o chubutense, que recomiende que los habitantes de la interface urbe-bosque tengan gatos.
No va a contrapelo de ningún interés económico. Muchos vecinos lo hacen espontáneamente: la gente que vive en la interface es culturalmente «bichera» y tiene mascotas que viven a sus anchas. Si a al actual ministerio -perdón, secretaría- de salud se le ocurriera aconsejar la tenencia de gatos como medida precautoria, probablemente no lo haga para evitar chistes políticos obvios.
El problema es que es indispensable. El ratón colilargo evita los lugares con olor a gato, y el Felis catus viene «seteado de fábrica» para usar rutinariamente todas sus fuentes glandulares en demarcar su territorio en las estructuras peligrosas, como los galpones y garages. Esto debería enseñarse desde 1996 en las escuelas y colegios de la Patagonia Andina. No sucede.
El Ministro de Salud de la Nación, Adolfo Rubinstein, más en plan de observador interesado que de actor, por ahora, se conforma con aconsejar a los turistas que no visiten Epuyén. Su repartición propaga detalladas normas técnicas para manejar el cadaver de un colilargo, como si los contagiados primarios hubieran visto jamás, vivo o muerto, al animalito que los infectó.
Con ya 112 víctimas fatales en sucesivos brotes desde 1996, coincidentes con años muy lluviosos y expansión de malezas, los deberes sin hacer se van acumulando. Falta, además, investigación sobre transmisión del virus Andes Sur entre distintos géneros de roedores. Sería un mal trago enterarnos de que una infección primaria de esta cepa viral se ha vuelto transmisible a y desde otros múridos urbanos N veces más cosmopolitas y frecuentes, como la rata parda (Rattus norvegicus)o la negra (Rattus rattus).
¿Sistemas de Información Geográfica (SIG) que correlacionen lluvias anuales, avistajes de colilargos, vegetación asociada y expansión urbana? Podrían predecir brotes, los dóndes y los cuándos, en lugar que las autoridades sanitarias corran tras la pelota. Incluso durante la primera presidencia de Carlos Menem, en medio de la epidemia sudamericana de cólera del verano de 1990/1, se desarrollaron SIGS por si había que crear barreras que evitaran que el vibrión colérico bajara por los ríos Bermejo, Pilcomayo y Paraguay. Y eso se hizo con poca plata y con computadoras mucho más caras y menos potentes que las de hoy. De SIGs para el Andes Sur, ni noticias.
¿Vacunas? No hay. ¿En desarrollo? Nones. ¿Búsqueda de antivirales más específicos del Andes Sur que la ribavirina? Cero.
Con el género viral Hanta extendido a todos los continentes, salvo Australia y la Antártida, cualquier vacuna o cualquier antiviral terapéutico desarrollados en Argentina podrían exceder su «target» regional. Podrían ser de utilidad en mercados sanitarios ricos de las Tres Américas, donde predominan parientes virales que matan por edema pulmonar. Las euroasiáticas, aunque emparentadas, son más hemorrágicas y atacan otros órganos.
No sería imposible, entonces, que una vacuna argentina contra el Andes Sur fuera de alguna utilidad en Four Corners, EEUU, límite múltiple entre Utah, Colorado, Arizona y Nuevo México, donde hubo un brote tremendamente letal en 1993. O en el valle del río Haantan, Corea, donde la ciencia registró las primeras muertes (en soldados estadounidenses) en plena guerra, en 1953, cuando Corea del Sur era rural y muy pobre (ya no lo es). Desde que en 1998 al virus Andes Sur la doctora Padula le descubrió potencial ya no endémico sino epidémico e intrahospitalario, actuar agresiva y científicamente contra el mismo debería pagar. Aquí, y afuera.
Pero no corren tiempos de grandes emprendimientos argentinos de investigación: en 2018 bajó un 17,8% el presupuesto de Salud Pública y un 31,8% del de Ciencia, amén de lo cual el gobierno subejecutó partidas en estas dos áreas y en Educación por $ 30.000 millones. El ANLIS Malbrán, destinado a investigación y vigilancia de enfermedades transmisibles, entre 2016 y 2019 tuvo un recorte del 35,73%. A eso, añadirle la inflación acumulada.
El problema no son los ratones.
Daniel E. Arias