Los 190 países del Tratado de No Proliferación Nuclear eligen a un argentino para presidir la Conferencia de Examen

Embajador Rafael Grossi

Anuncia el comunicado de la Cancillería: “Los Estados Parte del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) acordaron designar al Embajador argentino Rafael Mariano Grossi, como Presidente de la Conferencia de Examen, que tendrá lugar en Nueva York, en abril de 2020”. ¿Esto es malo o bueno para la Argentina?

Eso es lo que analizaremos ahora. Para ese argentino llamado Grossi es garantía de que no tendrá tiempo de aburrirse.

El TNP es un pacto que trata (con un texto y un éxito discutibles) de impedir que el mundo se llene de armas nucleares, y se reexamina cada 5 años, 3 de los cuales se gastan en la preparación de cada Conferencia de Examen.

Discutible o no, el TNP tiene 190 estados-nación firmantes, entre ellos 2 viejos rivales aunque socios (Argentina y Brasil). También tiene 3 países armados hasta los dientes que no lo reconocen (India, Israel, Pakistán), uno que firmó y luego le hizo el corte de manga (Corea del Norte), amén de uno que “no sabe-no contesta” (Sudán del Sur, 10 años de existencia como estado, dudan de todo) y otro (Irán) que firmó tras durísimas negociaciones entre 2011 y 2015, rematadas por Grossi.

Pero Irán parece haber firmado al cuete, porque hoy los EEUU lo corren de nuevo con sanciones comerciales muy aniquiladoras y amenazas de invasión. De modo que no es imposible que Irán ¿estudie? ¿quiera? ¿deba? armarse para acceder al status de “antes, pensalo tres veces”. Blanco sobre negro, es lo que consiguió el norcoreano Kim Jong-un cuando empezó a ensayar sus primeros bombazos subterráneos.

Y por supuesto, están los dueños del circo, los inventores del TNP (originalmente EEUU y Rusia), que en los últimos tres años vienen destruyendo las bases diplomáticas del tratado. Éste dice que fuera de las potencias nucleares “oficiales” de fines de los ’60 (EEUU, la entonces URSS, Francia, el Reino Unido y China) nadie debe armarse o enfrentará sanciones, y que las susodichas potencias, a cambio, irán reduciendo sus arsenales. Queda implícito que los no firmantes serán considerados sospechosos.

El problema son las demasiadas excepciones. Si uno es sospechoso pero está muy protegido por EEUU (Israel, y hasta los ’90, Sudáfrica), no le pasa nada: ni sanciones ni invasión. Nada. Con menos protección ajena pero un PBI o al menos una población enorme (la India, Pakistán) se puede tener un arsenal atómico que aterra al resto del planeta, constantes enfrentamientos armados en la frontera de los Himalayas y el referí, sin embargo, no saca tarjeta roja. Tampoco la amarilla. Y ahora Corea del Norte está demostrando (muy a su riesgo) que la misma tarjeta roja está bastante sobrevaluada.

Lo que mata es la asimetría

 Por su carácter asimétrico («yo certifico que Uds., pobres diablos, se desarman, y yo me desarmo si quiero») desde inicios de su programa nuclear pacífico hasta la llegada del presidente Carlos Menem la Cancillería Argentina llamó al TNP “el desarme de los desarmados”, y se puso de acuerdo repetidamente con Brasil para no firmarlo, cada país amparándose zainamente en las reticencias del otro. Después Menem traicionó ese acuerdo con Brasil y los primos se vieron obligados a firmar. Todavía no lo olvidan.

No obstante, desde los primeros tratados de desarme entre EEUU y la entonces URSS en los ’70, las potencias nucleares fueron eliminando parte de sus arsenales: obvio que las tecnológicamente más obsoletas, pero eso ayudaba a vender el acuerdo. Era lo único que se podía decir en su favor.

Y era poco pero mucho. En tiempos de Barack Obama las reducciones de arsenales de los estadounidenses y los rusos fueron enormes, aunque hubiera que creerles la declaración jurada, sin derecho a inspección de “la gilada” del TNP. Sin embargo, las potencias sí se inspeccionaban entre sí y hasta 2013 certificaban hasta 10 veces menos cabezas termonucleares que en el furor de los ’80: son carísimas, de alto mantenimiento y ya fundieron a una superpotencia, la URSS. Empezaba a aparecer cierto “quid pro quo” en el TNP. Algo se venía cumpliendo. No era el desarme universal, pero…

Nada. La Guerra Fría hoy volvió en versión “reloaded”. EEUU y Rusia están reconstruyendo arsenales a velocidad “warp”, y esta vez con armas mucho más precisas, diversas y sofisticadas que los viejos misiles balísticos intercontinentales o los de crucero. La panoplia es desconcertante, va desde los “planeadores hipersónicos” a los “torpedos tsunami”, y la ya desdibujada frontera entre vectores con armamento convencional o con armamento nuclear se perdió definitivamente: si tu enemigo hace despegar centenares de drones contra vos, recién te enterarás de si son nucleares o explosivos convencionales cuando lleguen a destino.

Por lógica (?), antes le vas a lanzar tu contraataque termonuclear. Las ciberguerras con las que las potencias y subpotencias rivales hoy se acuchillan bajo la mesa van mayormente dirigidas a las infraestructuras civiles de sus adversarios. Pero estos juegos sólo vuelven más peligroso el póker geopolítico con bombas termonucleares que se dirime arriba de la mesa. Potenciadas por la intrincada intercalación de Inteligencia Artificial y Estupidez Humana que dirige los sistemas automatizados de alerta y reacción, las posibilidades de que un incidente escale instantáneamente a conflagración hoy son las más altas de la historia.

¿Quién querría presidir la revisión del TNP en días como los que corren? Es muy difícil que las cosas le salgan bien, cuando el tratado mismo –por lo que vale- está naufragando gracias a sus propios inventores y campeones. Y sin embargo, Rafael Grossi, argentino, agarra viaje. ¿Por qué? ¿Para qué?

Respuestas preliminares

Las respuestas son bastante simples. A Grossi Rusia, China, Estados Unidos y la Unión Europea lo han encontrado útil y fiable en negociaciones extremas. La más sonada fue la que llevó a Irán a limitar su programa de enriquecimiento de uranio en Fordo y Natanz, y a eliminar totalmente su otro programa (el verdaderamente peligroso) de irradiación y purificación de plutonio 239 “grado bomba” en Arak.

Arak, a unos 175 km. de Teherán, con su reactor plutonígeno (hoy inutilizado) tapado por la bandera y su refinería adjunta de agua pesada (hoy cerrada).

Irán tiene misiles que sobrepasan perfectamente los 1900 km. de distancia entre Teherán y Tel Aviv. No había modo en que Irán terminara su programa de armas sin que los israelíes transformaran antes las ciudades persas en el equivalente radioactivo de playas de estacionamiento. Este argumento y la imposibilidad de vender petróleo, su único producto exportable, además de una economía que estaba ya a punto de implotar, hicieron que la dirigencia iraní relevara a las facciones más beligerantes y firmara un TNP agravado por un Protocolo Adicional (PA).

Éste pone a todo el territorio iraní bajo inspecciones “full scope”. Con este PA, un inspector del OIEA puede meterse, si quiere, ya no en una instalación nuclear sino en una fábrica cualunque de medicamentos o de software. El PA es una abdicación unilateral de soberanía económica: implica la pérdida de derecho a secreto comercial, y por ende a competitividad internacional en manufacturas y servicios. Recuerde esto cuando lea por ahí que la Argentina debe firmar el PA “para beneficio de sus exportaciones tecnológicas”. Porque la novedad es que ahora EEUU quiere que todo país que haya firmado el TNP firme el PA. “O será sospechoso”.

Grossi a los iraníes les hizo tragar lo intragable, pero tal vez no es menos cierto que los salvó “in extremis”. Por eso mismo, hay iraníes e israelíes que se matarían entre sí, de dejarlos en una misma habitación, pero que a él lo tratan con deferencia. Lo que es difícil es que nuestro compatriota pueda repetir la performance de 2015, con Donald Trump dedicado a destruir unilateralmente aquel acuerdo histórico.

Lo que nos lleva a la pregunta incontestada del principio. Que Rafael Grossi el año que viene deba presidir en Nueva York la revisión del TNP es bueno para Argentina, aunque no resulte imposible que esa revisión fracase y quede todo como está, con el mundo cursando la fiebre de su 2da Guerra Fría y nuevamente pronóstico reservado para la civilización humana. ¿En qué beneficia esto a la Argentina?

Es simple. Los diplomáticos nucleares de 190 países confían en que este señor canoso, intenso y flaco, de 58 años, oriundo de Caballito, con 8 hijos y cuenta bancaria deudora, tratará de que el mundo siga un tiempo más sin estallar. ¿Por qué confían en ello? Primero, porque no representa a EEUU, Rusia, China, Francia, el Reino Unido, Israel, Pakistán, India o Corea del Norte, y sobre todo porque es lo que viene haciendo como mejor puede.

Lo que nos lleva de cabeza a quién debe encabezar el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) de las Naciones Unidas, con sede en Viena. Esta entidad cumple varios roles en facilitar la difusión de las ciencias nucleares y el comercio de tecnología pacífica. Pero su función más política son las salvaguardias: su fuerza de ingenieros, químicos y físicos visita constantemente (y sin preaviso) las instalaciones nucleares de los países miembros del PNT (bueno, de casi todos). Estos expertos tienen acceso total a las mismas y básicamente monitorean inventarios.

Los inspectores del OIEA vigilan que no haya robos de combustible quemado en reactores o centrales, o que los países con instalaciones de enriquecimiento de uranio –como Brasil y Argentina- no puedan sobrepasar el 20%. ¿Para qué? El uranio poco quemado puede tener cantidades relativas importantes del isótopo 239, extraíble por reprocesamiento químico para fabricar bombas implosivas. En cambio el uranio enriquecido trabajosamente hasta el 20% (grado reactor) luego puede llevarse con un gasto de energía comparativamente menor a un 95 o 97% (grado bomba). En suma, el OIEA, con su supervisión, permite que exista un mercado de reactores y centrales nucleoeléctricas, pero le impide a los compradores aprovecharlo para generar programas de armas. Si un país firmante bloquea el acceso del inspectorado a una instalación nuclear, se vuelve sospechoso automáticamente.

El OIEA, por ende, tiene algunos parecidos con el Vaticano: su poder es “blando”: si estás en algo raro, no te sanciona pero te pone en peligro de ser sancionado por otros. Como el del Vaticano, su poder es menor que el de los imperios: el egipcio Mustafá Mohammed el Baradei dirigió el OIEA, entre 1997 y 2007, y en 2003 certificó con honestidad y pruebas, ante el Consejo de Seguridad de la ONU, que Irak no tenía ningún programa de armas nucleares. Pero el presidente de los EEUU, George Bush, petrolero, lejos de meterse en discusión de científicos o de buscar algún amparo legal de la ONU, ocupó Irak tras demoler el país. No encontró “weapons of mass destruction”, pero sí bastante petróleo. Al menos, pagó gastos de invasión.

Y finalmente, como el Vaticano, el OIEA tiene inescrutables mecanismos de pasillo para la renovación de sus autoridades. Y en esa carrera pesan mucho no sólo la muñeca política y los padrinos, sino las alianzas y los antecedentes.

Si Grossi en 2016 no salió Director General del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) pese a que sumaba casi todos los votos fue,  fundamentalmente, porque el presidente Mauricio Macri creyó que daba más lustre hacer de Susana Malcorra la secretaria general de la ONU. A cambio de U$ 7500 millones en inversiones japonesas que no llegaron nunca, Macri ignoró a Grossi y votó a Yukiya Amano para su tercer directorado, tan irregular y anodino como los anteriores.

Fuera de comprar buzones “made in Tokyo”, este gobierno no logró distinguir que la ONU es un cargo decorativo y dirigir el OIEA no. Al menos para la Argentina, que domina firmemente el mercado mundial de los reactores multipropósito, y que corre (todavía) en el pelotón de punta de las centrales nucleoeléctricas modulares chicas, o SMRs, con su proyecto CAREM.

Daniel E. Arias

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