La primera parte de este artículo está aquí.
Como fabricante nuestros satélites, INVAP estaba en la mejor situación para diseñar un sistema de drones. Los satélites deben hacer casi todo solos, allá lejos en el espacio, y con una electrónica muy liviana: llevar un kilogramo de carga útil a órbita baja sale desde U$ 1700 a U$ 14.600 según el vehículo usado. Un drone no es un avioncito autopilotado capaz de despegar, navegar de A a B y volver, y aterrizar. Eso lo puede hacer desde los ’90 cualquier avión de línea, donde los pilotos humanos están cada vez más de “back up”, para evitar el pánico de los pasajeros. Un sistema drone es una red informática con sensores y actuadores a distancia. Y estos tienen que poder llevar a cabo en forma semiautónoma y sigilosa una misión compleja de patrulla, vigilancia, espionaje o ataque, e incluso pasar de una a otra en un mismo vuelo.
Los satélites polares heliosincrónicos de observación terrestre que usa la CONAE son semiautónomos porque operan en soledad por fuerza. Dado su particular tipo de órbita, pasan la mayor parte de su tiempo de vuelo fuera del alcance de la Estación Terrena Córdoba en Falda del Carmen. Eso significa que en los 10 minutos que dura un fulminante tránsito matutino de Sur a Norte deben «bajar» montañas de información ultracomprimida a la ETC, y recibir de ésta órdenes complejas, que suben también muy compactadas.
En el caso de los drones militares, las comunicaciones son comprimidas, pero además encriptadas e intermitentes, lo que evita –o intenta evitar- que delaten su posición o sean interferidos o hackeados.
Con sus enormes alas y materiales ultralivianos, los drones grandes, de clase III, parecen lentos planeadores motorizados (motoveleros, en la jerga), pero, como los satélites, son robots muy autónomos. Sólo operan a control remoto cuando no están en cielos hostiles, o cuando viajan armados y deben pasar de modo de vigilancia a modo de ataque.
Ahí es donde pinta un humano con un joystick en el “loop” de control. Gracias al uso de otros drones para retransmisión, o al de satélites geoestacionarios a 35.786 km. de altura, un/a operador/a aprieta ese botón y deja en blanco las pantallas de los radares enemigos, aprieta otro y lo deja sin celulares o sin GPS, y si el oponente es realmente malísimo, “lo pinta” con un láser infrarrojo y le suelta un misilazo que busca el reflejo. Pero lo raro de esta época es que el “piloto” puede estar a miles de kilómetros de distancia del teatro de operaciones.
Dado que Argentina es el único país del Hemisferio Sur que quiso y pudo construir sus propios satélites geoestacionarios, ahora el lector tal vez comprende mejor por qué el gobierno de Macri suspendió los ARSAT 3, 4, 5, 6, 7 y 8, planificados desde 2015 y privó a aquella empresa estatal de su sentido fundacional. Y con ello casi provocó la quiebra de INVAP, ya que estaba. Inevitable preguntarse cuál era el blanco principal y cuál “el de oportunidad”.
Tener sólo 2 ARSAT en el cielo de todos modos da capacidades para avanzar a drones clase III sin tener que alquilar un canal en un satélite ajeno, a U$ 1000 por hora y con plena seguridad de ser espiado. Dicho esto, los SARA Clase III todavía son especificaciones y planos, y así seguirán hasta tanto el MinDef vuelva a trabajar para su país y se retome el programa. Pero su carozo funcional, las cargas útiles y equipos de telecomunicaciones, ya existen porque no difieren mucho de las que llevaron y llevan nuestros satélites.
Estos SARA medio descomunales tienen, por especificación, 230 kg. de carga útil, cámara estabilizada, apuntador laser, 24 horas de autonomía de vuelo, 1000 km. de rango operativo, 14.000 metros de techo y comunicaciones satelitales. En capacidades, aunque no en pinta, equivalen a los míticos Raptor de General Atomics o a los Hermes 450 de Elbit. La diferencia es que son nuestros.
La carga útil más desarrollada es la cámara estabilizada PLATES, desarrollada por INVAP en 2004 para los aviones de patrulla marina Orion de la Armada y adaptada para el Pucará por FixView. Este “pod” cuelga ventral en el morro, funciona en infrarrojo (para visión nocturna), pero también da imágenes en alta definición en el espectro visible. Cuando algo merece mayor examen, es capaz de amplificar telescópicamente más de 20 veces una imagen sin “pixelarla”. Lo que para el Orion significó búsqueda y rescate, para “el Puca” y los drones clase II y III es eso mismo, y además operatividad diurna y nocturna.
Hay 2 tipos de radares para los SARA. Uno es un radar sencillo de corto alcance, parecido al RASIT de infantería, un probable “co-pasajero” de una cámara PLATES en un clase II. El más ambicioso es un SAR de apertura sintética como el del satélite SAOCOM-1A, pero compacto y en banda X en un vehículo de clase III.
Nuevamente, para mostrar que el SARA no está en el mismo planeta que el Vigía 2B, la dificultad de subir un radar SAR a un drone no sólo se mide por los kilogramos de peso sino por el producto de ese dispositivo medido en gigabytes. Un radar SAR genera gigabytes de información, que deben comprimirse a megabytes a bordo para su transmisión. En este proceso sustractivo de información redundante, ¿cómo hacer para que no desaparezca el blanco? Es el riesgo de tirar al bebé con el agua en que se lo bañó. Por eso las comunicaciones del satélite SAOCOM 1A fueron un desafío, pero INVAP tenía dominado ese problema antes de terminado el siglo XX. En el SARA clase III, el alcance de este radar SAR estaría en los 200 km. en 360º alrededor del avioncito.
Los satélites GEO de comunicaciones ARSAT, a 35.786 km. de altura, permiten avanzar con los SARA clase III.
El error del MinDef kirchnerista en esta historia fue haber oficializado el contrato global del SARA 4 años tarde, en 2014, cuando el MET clase II ya estaba volando. Luego los tiempos políticos no dieron para completar el resto del programa, y llegó el macrismo a cancelar todo. El eterno problema de muchos gobiernos en Sudamérica: creerse eternos.
Segunda parte: mejor depender de Bariloche que San Diego o Haifa
En 2010 el MinDef ya tenía a FAdeA, literalmente, una fábrica recuperada, y pensaba usarla en serio. Mandó una delegación a Bariloche a tratar de entusiasmar a INVAP de subirse al proyecto SARA, esperaba una recepción fría. INVAP estaba hasta las manos, tapada de otros pedidos en parte originados por el Ejército y la Armada.
“Lo que no nos imaginábamos –confiesa una fuente reservada- era que en ese directorio de INVAP vos tirás una piedra, rebota en un aviador civil y le pega a un piloto de planeadores. Son más enfermos de la aeronáutica que nosotros. Aquella primera reunión fue como poner un fósforo prendido en un tanque de nafta”.
Desde entonces mediaron varios avances y una gran derrota. Cuando renazca –si renace- el programa SARA, habrá que ir certificando sobre la marcha cada prototipo que se alcance a construir ante la Dirección General de Aeronavegabilidad Militar Conjunta (DIGAMC). El organismo estará ante un desafío de licenciamiento importante: jamás en su corta vida tuvo que homologar robots aéreos obligados a compartir cielos con aviones comerciales. Se sabe: todo muy bien hasta que un avión de línea se lleva puesto un drone y mueren civiles.
Este dilema de país periférico se repite, con otros actores, en industrias cuyos productos necesitan atravesar procesos de licenciamiento del estado, como la nuclear, la farmacológica o la de cultivos recombinantes. ¿O no hace más de una década que vaya a saber qué lobby impide que el Ministerio de Agricultura licencie el trigo HB4, un transgénico con genes de girasol resistentes a la sequía? Fue desarrollado por Bioceres, pero pasan los gobiernos y las pérdidas por sequía. Y ahí sigue el HB4, sin licenciar.
El lobby en contra del SARA apretará con que un Raptor de General Atomics, firma con base en San Diego, California, o un Hermes 450 de Elbit, con sede en Haifa, ya licenciaron esos sistemas en bocha de países ‘serios’ (porque son de la OCDE). Y aquí, entre colonizados mentales, esa argumentación paga, porque el primer deber de un burócrata es protegerse.
Pero eso es anticiparse demasiado. La revista Zona Militar sí parece convencida de que el SARA resucita, y de que el proyecto tendrá que lidiar una vez más con la hostilidad de la cúpula aeronáutica (por la que parece tomar partido). Y lidiar, deberá hacerlo, con ésta o la siguiente jefatura, da lo mismo. No alcanza con decapitar la actual porque rebrotará sistémicamente su inquina a la tecnología argentina. Tiene raíces históricas ya viejas en multinacionales y embajadas.
La compra del Hermes 450, si ocurre antes del relevo del macrismo, no cierra ni a palos. Por el dinero que menciona Zona Militar (hoy serían unos U$ 30 millones a cambio oficial) lo único que se lleva el comprador es un par de drones clase III, el paquete de comunicaciones satelitales y la estación terrena de control: nada que cambie en absoluto el actual estado de indefensión aérea nacional.
Más bien lo agrava: compra dependencia. Los drones no son aviones resistentes. Son plataformas que aguantan, con buena suerte, dos años antes de romperse y empezar a pedir repuestos a lo grande. Si un jet de línea tiene 10 millones de horas de vuelo sin novedades entre falla y falla, un drone de gran calidad (un Raptor o un Hermes) a lo sumo dan 3100 horas. De modo que esa compra nos condena a volvernos el hijo pavote de una firma que por ahora es un proveedor bueno, Elbit. Un sistema de drones importados, de ellos o de quien sea resulta un excelente “programa tapón”: garantiza gran sequía de plata que de otro modo podría ir a desarrollo propio.
“El de los drones es idéntico al modelo de negocios de Nesspresso. Te hago precio en la cafetera y te tengo comprándome capsulitas el resto de tu vida”, dice otra fuente (ésta, reservadísima) de aquel MinDef proargentino.
“Para el caso –sigue esa fuente- cuando nos cayó la ficha decidimos que para ir adelante con el SARA necesitábamos a INVAP. Si vamos a vivir comprando repuestos y actualizaciones, mejor desarrollar industria nacional. Si FAdeA fabrica drones y se vuelve tecnológicamente dependiente, mejor que lo sea de Bariloche que de San Diego o Haifa”.
(Continuará)
Daniel E. Arias